Un bosque de símbolos
Infancia, juegos y teorías. Modos de ser padre y de ser hijo exloró el gran cronista chileno Roberto Merino en columnas semanales que se reunieron en un volumen imperdible.
Cansa escuchar comentarios alarmantes sobre el despeñadero al que se aproximan los niños de hoy por efecto de los juegos que les ocupan el tiempo y les sorben el seso. Ya sabemos: se pasan todo el día, especialmente en vacaciones, ejercitando los pulgares sobre unos dispositivos con botones, la boca entreabierta, la mirada perdida en una pantalla donde aparecen ciudades, canchas de fútbol, escenarios. Ya sabemos: no leen, no se informan, no conversan, son incapaces de hilar una frase con otra. Es muy terrible: el hecho de que todo se les dé fácil y formateado compromete la posibilidad de que sus molleras generen pensamiento.
Por pensamiento se entiende, en este tipo de discurso, una cuestión muy molesta, una especie de sonsonete cartesiano y boy scout de colegio, según el cual el niño debe ser capaz de comprender el medio, relacionar antecedentes y consecuentes, integrar lo que sea (siempre habrá algo que integrar), incorporar valores, interesarse en los problemas que afectan a la sociedad actual, tolerar al diferente. En fin, fomedades, banalidades, formalidades, inventos de sociólogos o de oscuros expertos.
Parece que no perdonáramos el hecho de que las actuales generaciones tienen a su disposición medios de esparcimiento que en nuestro tiempo eran inimaginables. Parece que quisiéramos transferirles a estos individuos la austeridad, la pobreza, las restricciones que por mala suerte nos tocó vivir. Me da la impresión de que los niños están sumergidos en un pensamiento cuyas bifurcaciones desconocemos o hemos olvidado. La infancia es para nosotros una esfera muy lejana que acomodamos en el recuerdo. Pocas personas retienen el tono específico que marcaba el día a día de su edad remota, el aburrimiento, los miedos inconfesados, la módica sensación de felicidad, el hiperrealismo con que se mira el mundo desde la aparente indiferencia infantil. Y los símbolos. Nunca como en la niñez se justifica tanto esa frase decimonónica: el mundo es un bosque de símbolos.
Hace poco me asombraba un niño contándome con mucho detalle sus sueños mientras caminábamos por una calle arbolada. Se fijó en que siempre que pasábamos por esa calle hablábamos de sueños. Yo había olvidado los míos de las noches anteriores; sólo conservaba un borrón de sensaciones, pero me interesaban más los suyos, una seguidilla de situaciones absurdas que incluían al Capitán Garfio, gusanos, zombies, edificios de cuatrocientos pisos.
Me confesó también algo que parecía tomado de las especulaciones de un presocrático: que a veces tenía la certeza de que todo lo que vivíamos se estaba repitiendo simultáneamente en otro lugar.
Quizás el trance más fastidioso de la infancia consista en soportar la batería de teorías ajenas que se despliega sobre ella con fruición por parte de gente cuyo pensamiento no agita otras alas que las de la burocracia, gatillos fáciles de la alerta y del grito en el cielo. Su afán permanente es moralizar, defraudar ilusiones; en suma, hacerles imposible la vida anímica a los demás.