Tres cuentos brevísimos
Microrrelatos de Julio Torri. Distinguido ensayista, el mexicano dejó una obra narrativa cuya inventiva es inversamente proporcional a su discreción. En su prosa reina una rara displicencia, de extrema precisión.
La balada de las hojas más altas
Nos mecemos suavemente en lo alto de los tilos de la carretera blanca. Nos mecemos levemente por sobre la caravana de los que parten y los que retornan. Unos van riendo y festejando, otros caminan en silencio. Peregrinos y mercaderes, juglares y leprosos, judíos y hombres de guerra: pasan con premura y hasta nosotros llega a veces su canción.
Hablan de sus cuitas de todos los días, y sus cuitas podrían acabarse con solo un puñado de doblones o un milagro de Nuestra Señora de Rocamador. No son bellas sus desventuras. Nada saben, los afanosos, de las matinales sinfonías en rosa y perla; del sedante añil de cielo, en el mediodía; de las tonalidades sorprendentes de las puestas del sol, cuando los lujuriosos carmesíes y los cinabrios opulentos se disuelven en cobaltos desvaídos y en el verde ultraterrestre en que se hastían los monstruos marinos de Böcklin.
En la región superior, por sobre sus trabajos y anhelos, el viento de la tarde nos mece levemente.
Mujeres
Siempre me descubro reverente al paso de las mujeres elefantas, maternales, castísimas, perfectas.
Sé del sortilegio de las mujeres reptiles -los labios fríos, los ojos zarcos- que nos miran sin curiosidad ni comprensión desde otra especie zoológica.
Convulso, no recuerdo si de espanto o atracción, he conocido un raro ejemplar de mujeres tarántulas. Por misteriosa adivinación de su verdadera naturaleza vestía siempre de terciopelo negro. Tenía las pestañas largas y pesadas, y sus ojillos de bestezuela cándida me miraban con simpatía casi humana.
Las mujeres asnas son la perdición de los hombres superiores. Y los cenobitas secretamente piden que el diablo no revista tan terrible apariencia en la hora mortecina de las tentaciones.
Y tú, a quien acompasadas dichas del matrimonio han metamorfoseado en lucia vaca que rumia deberes y faenas, y que miras con tus grandes ojos el amanerado paisaje donde paces, cesa de mugir, amenazadora al incauto que se acerca a tu vida, no como el tábano de la fábula antigua, sino llevado por veleidades de naturalista curioso.
Los unicornios
Creer que todas las especies animales sobrevivieron al diluvio es una tesis que ningún naturalista serio sostiene ya. Muchas perecieron; la de los unicornios entre otras. Poseían un hermoso cuerno de marfil en la frente y se humillaban ante las doncellas.
Ahora bien, en el arca, triste es decirlo, no había una sola doncella. Las mujeres de Noé y de sus tres hijos estaban lejos de serlo. Así que el arca no debió de seducir grandemente al unicornio.
Además Noé era un genio, y como tal, limitado y lleno de prejuicios. En lo mínimo se desveló por hacer llevadera la estancia de una especie elegante. Hay que imaginárnoslo como fue realmente: como un hombre de negocios de nuestros días: enérgico, grosero, con excelentes cualidades de carácter en detrimento de la sensibilidad y la inteligencia. ¿Qué significaban para él los unicornios?, ¿qué valen a los ojos del gerente de una factoría yanqui los amores de un poeta vagabundo? No poseía siquiera el patriarca esa curiosidad científica pura que sustituye a veces al sentido de la belleza.
Y el arca era bastante pequeña y encerraba un número crecidísimo de animales limpios e inmundos. El mal olor fue intolerable. Con su silencio a este respecto el Génesis revela una delicadeza que no se prodiga por cierto en otros pasajes del Pentateuco.
Los unicornios, antes que consentir en una turbia promiscuidad indispensable a la perpetuación de su especie, optaron por morir. Al igual que las sirenas, los grifos, y una variedad de dragones de cuya existencia nos conserva irrecusable testimonio la cerámica china, se negaron a entrar en el arca. Con gallardía prefirieron extinguirse. Sin aspavientos perecieron noblemente. Consagrémosles un minuto de silencio, ya que los modernos de nada respetable disponemos fuera de nuestro silencio.