Manual de instrucciones para volverse invisible
La primera vez que lo saludaron, el hombre quedó paralizado. Era demasiado temprano para todo: para estar barriendo una de las últimas calles porteñas del corredor norte, para salir a pasear a un perrito y desde luego para detenerse ante alguien uniformado de gris y verde y decirle: “Buenos día, ¿qué tal?”. Había quedado descolocado. Con el tiempo, iría habituándose a esa situación.
En 2009, la gran reportera francesa Florence Aubenas buscaba un modo de dar cuenta del mundo del empleo precario. Conocía los datos, seguía las estadísticas, pero le daba la impresión de que a todo ese universo le faltaba humanidad. De manera que la cronista dejó su vida en París, se inventó una identidad falsa y se instaló en Caen, allá al norte, en Normandía.
La nueva Florence Aubenas tenía 48 años, acababa de divorciarse después de una vida como ama de casa y necesitaba insertarse en el mercado laboral. Sin experiencia. Sin formación de ninguna clase. Buscaba un trabajo. Las opciones eran como los caminos que conducen a Roma: aquí, todo desembocaba en un balde y una escoba. Lo único que una mujer de esa edad podía aspirar a hacer era limpiar. Después de todo, es algo que cualquier mujer sabe hacer.
Durante seis meses, la notable periodista de medios como Libération, Le Nouvel Observateur y Le Monde ahora devenida en empleada de limpieza luchó a brazo partido contra un sistema de empleo precario que no le ofrecía puestos sino horas: dos horas en esta oficina, tres horas en aquella casa, otras dos en un camping. El desplazamiento entre todo ese cronograma corría por su cuenta. Nunca más de 6 horas diarias para no ganar derechos laborales.
En cada uno de esos espacios (baños inmundos, pisos grasientos, cocinas enchastradas, vidrios ciegos de roña, la postal no difería casi nunca) se esperaba de ella siempre más de lo que se pagaba. Para dejar la casa, o el bungalow o las oficinas presentable, debía quedarse hasta dos o tres horas extra. Nadie pagaba por eso.
La experiencia de ese empleo en los márgenes quedó retratada en un libro demoledor: El muelle de Ouistreham (Anagrama). Apenas editado en Francia en 2010, vendió medio millón de ejemplares. A pesar del talento de Florence Aubenas para reconstruir sus extenuantes (y muchas veces escatológicas) jornadas de trabajo, lo más duro de la crónica es la metamorfosis: desde el momento en que entró a limpiar a una propiedad, se volvió invisible. “Te volvés invisible cuando sos empleada de limpieza. No te podés imaginar la cantidad de cosas se han dicho o hecho delante de mí que nunca debería haber sabido”, le advierte una amiga.
Meses después, lo comprobaría al limpiar los camarotes de una línea de ferrys. Le han suplicado que nunca, pero nunca, acepte ese empleo. Pero ¿qué opciones tiene? Ninguna. Aubenas anota: “Es mi primer día y no puedo evitar mirar a toda la gente con sus maletas, a la que doy un sonoro ‘bienvenido’. Nadie responde. A veces uno de ellos me mira tan sorprendido como si las cuerdas enrolladas en la cubierta le hubiera hablado. Me he vuelto invisible”.
El perro ya no ladra al cepillo con el que el hombre vestido de gris y verde dibuja un mapa cada mañana. Conoce al hombre. Y conoce al cepillo. “Buenos día, ¿qué tal?” es un sonido habitual al que responde que todo bien, que buen día. Hay varias fórmulas que se suceden. Solo una vez al día.
Dice el sociólogo francés Baptiste Monsaingeon que en la segunda mitad del siglo XX, la humanidad aprendió a desprenderse de la basura. Antes, durante siglos precedentes, la gente sencillamente se negaba a tirar lo que podía ser reparado o reutilizado. Pero a partir de la difusión de los bienes de consumo descartables, se instrumentó una “pedagogía del olvido”. Así, las sociedades modernas no han dejado de perfeccionar los medios y las técnicas para hacer desaparecer los residuos de su vida cotidiana.
“El cubo de la basura es el primer objeto técnico de domesticación (y por tanto de banalización) de los residuos: el contenedor hace invisibles los complejos procesos de gestión de nuestros residuos y, por tanto, se olvida de ellos”, explica el autor de Homo Detritus. Critique de la société du déchet (Seuil). La operación de borramiento no termina en nuestros desechos. Además, alcanza a quienes limpian nuestra mugre.
“‘Criada’ es una palabra delicada, que evoca las bandejas de té, los uniformes almidonados y la serie Downton Abbey. Pero en realidad, el mundo de las criadas está lleno de mugre y manchas de mierda. Estas trabajadoras desatascan nuestros desagües de pelos púbicos, son testigos de nuestra ropa sucia, literal y metafóricamente. Sin embargo, siguen siendo invisibles, pasadas por alto en la política de nuestra nación, despreciadas en nuestras puertas. Lo sé porque yo habité brevemente esta vida como reportera que trabajaba en empleos mal pagados para mi libro Nickel and Dimed”.
La doctora en biología y ensayista estadounidense Barbara Ehrenreich anota estos recuerdos en el prólogo del libro Maid: Hard Work, Low Pay and a Mother’s Will to Survive ( 2019), de la escritora Stephanie Land, sobre el que se basa la popular serie Las cosas por limpiar, creada por Molly Smith Metzler y que aún puede verse en la plataforma Netflix. En ese texto ( y luego en la pantalla), Land narra su historia, que no tiene absolutamente nada de original: para escapar de la violencia de su pareja, ella se fue de la casa familiar y se quedó en la calle. Tenía 20 años, ningún ingreso y una hija de 3. ¿Qué opciones tenía? Ninguna salvo limpiar.
Desde que fue publicado El muelle de Ouistreham, muchas veces le propusieron a Florence Aubenas adaptar la historia al cine. Siempre dijo que no. Cuando se le presentó la actriz Juliette Binoche con la misma idea, la reportera respondió que solo aceptaría si el escritor Emmanuel Carrère se ocupaba del guion. Una elegante manera de decir que no. La película Ouistreham acaba de ser estrenada en Europa y anticipan que llegará a la Argentina en octubre.
Binoche y Carrère ofrecieron una entrevista conjunta al Le Nouvel Observateur en la que el autor de El adversario, que además dirige el film, explica: “Desde el libro, las cosas no han mejorado. Hubo intentos y también hay iniciativas como la de una empresa cuyo jefe hace que las limpiadoras trabajen las mismas horas que los oficinistas y no en horarios monstruosos. Mientras estás en tu mesa, alguien pasa la aspiradora o vacía la papelera. A primera vista, no es práctico, pero cuando te pones a ello, funciona”. Y la actriz completa: “Con una palabra, una sonrisa, una mirada, la otra persona existe. No ver a estas personas es no respetarlas”.