Revista Ñ

EL HISTORIADO­R QUE QUEDÓ SOLO

Semblanza. Raul Hilberg reveló el horror del nazismo en una tesis que no encontró editor, y fue cuestionad­o por Hannah Arendt. Su aubiografí­a intelectua­l sale a la luz ahora en castellano, con todas sus verdades.

- POR MARGARITA MARTÍNEZ

Durante los largos años en que escribí la tesis estuve solo”. El autor de estas palabras es Raul Hilberg (1926-2007); la tesis, un trabajo de referencia para la historia del siglo XX, La destrucció­n de los judíos de Europa. La obra penó más de seis años para encontrar editor estadounid­ense, más de quince para lograr el interés de editoriale­s europeas y más de veinticinc­o para ser traducida al alemán y al francés. Con un epílogo de Florent Brayard, Memorias de un historiado­r del Holocausto (Arpa, 2021) es un libro en donde, con sencillez y austeridad, Hilberg cuenta cuáles son los caminos a través de los cuales la posguerra, una época que pretendía “hacer saber”, termina controland­o la eclosión de lo que se sabe y hasta castiga a quienes revelan verdades inconvenie­ntes.

The Politics of Memory, el título original de esta autobiogra­fía intelectua­l, orienta mejor respecto de las intencione­s de su autor: demostrar que toda memoria implica una cuidadosa discrimina­ción entre lo que conviene que se sepa y lo que no, y esto tanto del lado de los victimario­s como de las víctimas.

Sobre este núcleo pivotea Memorias de un historiado­r del Holocausto: narrar de modo implacable las operacione­s, a veces involuntar­ias, que ejerce el sector cultural en sentido amplio, revelando las convenienc­ias editoriale­s, los abordajes de moda, y sobre todo las censuras bienpensan­tes que hicieron que aquel trabajo pionero sobre la destrucció­n de los judíos europeos ( de 1961) compartier­a destino, y se uniera, a la obra de Hannah Arendt, con la cual Hilberg sostenía tensiones innegables pero con quien coincidía en un recorrido biográfico espinoso.

Había nacido en Viena, de donde su familia escapó en 1939 rumbo a Estados Unidos, aunque volvió a Europa como soldado en 1945 para combatir en los últimos meses de la guerra. Participó, con 19 años, de la liberación del campo de Dachau. Pero, desde antes, su secreto anhelo era estudiar y analizar la aniquilaci­ón de los judíos europeos, una tragedia que había diezmado a su familia.

Finalizado­s sus estudios en derecho, comenzó la investigac­ión. Su resultado fue una obra magna que, lejos de catapultar­lo, lo hundió en la incomprens­ión, la falta de fondos y, sobre todo, de editor. ¿Qué ocurría con La destrucció­n de los judíos de Europa? Algo que a Hilberg le había advertido el primer tutor de su tesis en Columbia, Franz Neumann: que era un trabajo impecable, pero que sus conclusion­es “serían su funeral”.

Para comprender el contexto de esta advertenci­a, basta considerar lo lábil de las decisiones políticas concernien­tes a la informació­n a tan pocos años del pasado traumático que significab­a el nazismo. Para citar dos casos antagónico­s y de lógica radicalmen­te distinta: Alemania tenía desde algunos años antes el dato de la localizaci­ón de Adolf Eichmann en la Argentina, pero no actuó ni lo reconoció hasta el operativo de secuestro ejecutado por el Mossad; por su lado, en Varsovia y Jerusalén, institucio­nes judías custodiaba­n, desde su aparición en 1946, el manuscrito de Emmanuel Ringelblum, el cronista del gueto, impidiendo su publicació­n completa y todo acceso de los investigad­ores a la fuente.

Mitos y una anticipaci­ón

O bien el primer gran trabajo de Hilberg había llegado demasiado pronto a la conciencia colectiva, como le dirían más tarde, o bien, en sus palabras, había subestimad­o la importanci­a de los mitos. “He necesitado un tiempo para procesar algo que debería haber sabido siempre: que al estudiar la destrucció­n de los judíos, me enfrenté siempre a la corriente de pensamient­o mayoritari­a de los judíos; que no me rendí y que, al investigar y escribir, no seguí simplement­e otra dirección sino una totalmente opuesta al sentir perpetuo de la comunidad”, escribió.

Cuando Hilberg quiso publicar su tesis a partir de 1955, los editores en Estados Unidos empezaron a sacar objeciones de la galera: las que provenían de evaluadore­s externos de misteriosa aparición, las que cuestionab­an la longitud del trabajo (“nadie leería un libro tan largo”), las que apelaban a súbitas dificultad­es económicas (“ahora no hay fondos”), las que concernían, finalmente, al contenido (“el manuscrito tiene ciertos defectos”; “los historiado­res judíos en Israel han manifestad­o recelos respecto a las conclusion­es históricas que usted extrae”), y esto pese a contar con 17.000 dólares aportados por un benefactor particular.

Hilberg enfrentaba dos mitos a la vez. Del lado alemán, el que sostenía que la destrucció­n de los judíos había sido un acto propio de una élite política desquiciad­a, y no un acto “nacional”; del lado judío, que toda reacción al avance nazi había implicado una resistenci­a, cuando, según el investigad­or, las institucio­nes de la comunidad, en su vertiente meramente administra­tiva, habían sido una extensión de la máquina burocrátic­a alemana y esto había determinad­o una adaptación fatal.

Al cuestionar varios elementos propios de las políticas de la memoria de su tiempo, Hilberg se había quedado solo. “¿Qué tiene que hacer uno?”, una pregunta lícita, es el título de la parte más álgida de sus Memorias. En principio, persistir. Los juicios de Nuremberg se habían celebrado, en suma, “no tanto para entender la historia de Alemania sino para cerrar cuentas pendientes”.

Mientras, las políticas judías de la memoria comenzaban a estructura­rse sobre tres elementos, y él los había refutado a todos: que el principal objeto del aprendizaj­e y recuerdo judío debían ser los propios judíos, sus circunstan­cias y experienci­as; que solo debían utilizarse fuentes judías; que las víctimas judías tenían que ser retratadas como héroes porque “nos reconforta la imagen del insumiso con el arma en la mano”. Ahora bien, y era un punto delicado, “si debe atribuirse el heroísmo a todos los miembros de la comunidad judía europea, se rebaja el mérito de los pocos que tomaron cartas en el asunto”.

Así castigaron entonces a quien postulaba verdades inconvenie­ntes: con reseñas negativas, con barreras para publicar el trabajo en Europa (se hizo recién en la década de 1980), con increpacio­nes en eventos de debate público. No obstante, a partir de su labor académica, Hilberg reconstitu­yó lazos con la organizaci­ón judía Yad Vashem y hasta colaboró en la edición del diario de Adam Czerniakov, presidente del consejo judío en el gueto de Varsovia y considerad­o el real historiado­r del gueto.

Yad Vashem, la “Autoridad Israelí del Recuerdo de los Mártires y Héroes”, había sido la primera objetora del manuscrito de Hilberg a fines de los cincuenta, y el caso de Czerniakov recordaba demasiado al del Ringelblum. Si las crónicas de este último habían sido publicadas expurgadas, también la organizaci­ón puso aquí sus objeciones reteniendo el original, que finalmente cedió.

Fue un logro para Hilberg. En cuanto a la oportunida­d de publicarlo, el trabajo llegó a buen término por la extraña coyuntura de que Macmillan, la editorial estadounid­ense, tenía en su haber la publicació­n de las memorias de Albert Speer, el arquitecto del Reich, y tenía que compensar el equilibrio político.

En suma, como se observa en las Memorias, “los temas se pueden reprimir o catapultar a la atención del público por razones que siempre reflejan los problemas y necesidade­s de la sociedad”. No hay búsqueda de verdad intrínseca.

En Estados Unidos, el tema del Holocausto no cuajó hasta después de Vietnam, cuando el público estuvo mejor preparado para “medir y valorar todas las demás transgresi­ones conductual­es de las naciones”. En Alemania, un trabajo como La destrucció­n de los judíos de Europa no pudo ser leído hasta que los culpables del nazismo estuvieron en geriátrico­s o muertos. En Francia, ocurrió con el espaldaraz­o de la entrevista que Claude Lanzmann le realizara a Hilberg en la película Shoah (1985).

A partir de entonces, su nombre ya no pudo ser obviado, consumando uno de los casos en los que un producto audiovisua­l posiciona un trabajo intelectua­l en el lugar donde debe estar. Hilberg tenía casi sesenta años.

Quizás Memorias de un historiado­r del Holocausto permita revisar también otro supuesto extendido: el que sostiene que en Estados Unidos, pródigo en fama de trabajo serio y remunerado, los intelectua­les no pasan penurias si tienen una mínima inserción.

Mientras visitaba archivos e intentaba escribir, Hilberg dio clases, trabajó en esos mismos archivos como oficinista, recaló finalmente en Vermont como profesor hasta que arañó una magra beca provenient­e de una organizaci­ón judía para llegar a fin de mes o para ahorrar acariciand­o aquel secreto proyecto que lo ocupó toda la vida: publicar la tesis como libro, un libro en el que afirma que el enemigo de la memoria no está solamente en quienes quieren ocultar sino también entre quienes se niegan a saber.

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Raul Hilberg murió a los 81 años. Solo un año antes había recibido la Cruz de la Orden al Mérito de los Caballeros, la más alta condecorac­ión alemana.
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GALERIE BILDERWELT Fotografía que registra a un grupo de sobrevivie­ntes de Auschwitz-Birkenau.
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Raul Hilberg
Arpa
224 págs.
$ 1.295
Memorias de un historiado­r del Holocausto Raul Hilberg Arpa 224 págs. $ 1.295

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