Hilos tendidos entre el diván y la pantalla
Lectura. Carlos Gustavo Motta es psicoanalista y cineasta; en su libro más reciente problematiza las fecundas relaciones entre esas dos disciplinas.
“Hacer películas es frustrar al espectador, no satisfacerlo” dice Carlos Gustavo Motta en Lo irrepresentable; el malestar en la imagen contemporánea. El libro, editado por la serie TYCHÉ de la UNSAM, invita a repensar la transitada relación entre psicoanálisis y cine; dos disciplinas que, desde su desarrollo y expansión, se han pisado la cola mutuamente. Después de todo, ambas escenas, la del consultorio y la de la sala oscura, son espacios donde no todo está dicho ni mostrado. Y ese elemento faltante es, justamente, el que permite que el sentido avance; trabajar por y para la frustración. Al fin y al cabo, ¿qué es un análisis sino la narración de una serie de acontecimientos asociados por una voz narrante y siempre en falta? En los dos casos vale preguntarse: ¿cuál o cuáles son los elementos que faltan y en dónde?
Motta, psicoanalista y cineasta, elige el género del documental para hilar las distintas lógicas de la falta y para eso, invierte la fórmula de la primacía de la imagen sobre la palabra. Para él, la palabra vale por sobre la imagen y la excede; se le antepone, incluso en sus limitaciones, en sus imposibilidades del decir. Si la palabra no puede decir todo, si evidencia una zona imposible, esto se potencia en la exhibición de la imagen.
Para demostrar su hipótesis, elige analizar, entre otros, Shoah, el extenso documental de Claude Lanzmann estrenado en 1985. Allí, Lanzmann se proponía reconstruir el genocidio nazi y los mecanismos de destrucción en cada una de las instancias (el relegamiento de los judíos a los guetos, la deportación a los campos, los viajes en los trenes, la llegada a los campos, la selección entre quienes vivirían y quienes morirían en las cámaras de gas, etc.) por medio de entrevistas a testigos, sobrevivientes y hasta a jerarcas nazis.
Quien haya visto el documental recordará que en sus más de 9 horas de duración no se usa ni una imagen de archivo, ni voz en off y ni siquiera música incidental. Por eso, cuando algún entrevistado se quiebra y no puede seguir hablando, el director es implacable y no corta la escena.
Podría pensarse que esa traba en el relato es una manera de frustrar al espectador. Así, mientras se le exige que permanezca inmóvil o lo más quieto posible, también se lo pone en posición de voyeur, de testigo de la imposibilidad ajena, que en la escucha, se vuelve en parte propia. Por eso, cuando el entrevistado en la pantalla hace silencio, este se vuelve intolerable para quien escucha.
El acontecimiento narrado se actualiza en el oído de quien escucha y en el ojo de quien mira. De manera que la imagen contemporánea, que en general tiende a cerrarse en un sentido unívoco, pone en evidencia la paradoja del lenguaje para Lacan: lo nombrado y lo mostrado no hacen más que correr el acontecimiento, lo vuelven incompleto, incierto, huidizo y, en consecuencia, angustiante.
La cuestión de las pantallas es compleja en más de un aspecto. Si los modos de “ser espectador” han cambiado, entonces, el cuerpo también sufre los efectos. Si el modo colectivo de recepción exigía la inmovilidad, el repliegue en el ámbito privado –el pasaje de una pantalla gigante a la de una notebook, o en el peor de los casos, a un teléfono celular– obliga a repensar las condiciones de recepción.
Ahora la experiencia se produce en soledad y la narración compite con otros estímulos circundantes. Que este elemento aparezca una y otra vez a lo largo del libro, termina siendo él mismo, el nudo en el cual converge todo lo anterior. Al fin y al cabo, si de lo que se trata es de abordar lo irrepresentable, este se hará presente en ese cuerpo que mira y al que no le queda más alternativa que asumir la frustración como motor del sentido, ni más ni menos.