Revista Ñ

Los griegos lo inventaron todo

Ensayo. Dioses, mitos y ritos se dan cita en El Cazador Celeste, del escritor y editor italiano Roberto Calasso, consagrado autor de El ardor y Ka.

- POR MATIAS SERRA BRADFORD

Un curso obsesivo para obsesivos, sobre el poder, el deseo, la creación, el sacrificio, la guerra, las leyes, la magia, la metamorfos­is, la mímesis, la posesión, en sus múltiples máscaras, que se adentra en la penumbra frondosa de los misterios del saber: “Desde Platón, caza y conocimien­to son términos contiguos y superpuest­os”. Roberto Calasso presenta evidencias en un juicio imaginario. Con atracción y alarma, hace desfilar a Artemisa y Zeus, Orión y el Vellocino de Oro, los misterios eleusinos, Ovidio, Platón y Plotino (en el capítulo mejor iluminado de su palimpsest­o). Parece un niño serio jugando con una caravana de soldaditos en su alfombra mágica, pero el calado es hondo y su flecha logra reaparecer del otro lado del mundo.

Un largo poema de bellas y simples y potentes imágenes de la Antigüedad. Como si su autor –sustituto, interino– contara la matriz, la médula y la napa más profundas de todos los relatos (se guardó otra categoría para la Biblia en El libro de todos los libros). Ubicarlo en una colección llamada “Panorama de narrativas” tiene algo justo y algo ridículo. El Cazador Celeste es un recuento gráfico, pictórico, táctil, que por momentos transmite la sensación de que sin animales no se puede narrar. Un viático para pensar falacias hermosas y sugerentes: “Vale para los animales lo que vale para el paisaje: se empieza a pensar en ellos cuando ya están desdibujad­os”.

Calasso evidencia que la inspiració­n puede levantar vuelo hojeando álbumes lejanos, arcaicos, perdidos, resucitado­s. La suya es una tarea de recapitula­ción, revaluació­n y remontaje del viejo mundo heleno. Repite y retoca y lo distante se vuelve íntimo. Practica lo que él mismo dice que hacía Plotino con Platón: “Un encantamie­nto tenazmente retomado, modulado, variado”. Y en el camino ensaya lo que señala a propósito de la llegada de Homo: “Una voz se mimetiza con otra, volviéndos­e irreconoci­ble. Es una maniobra de autodefens­a. Lo mismo vale para la apariencia óptica. Es el mimetismo de los insectos, que tratan de huir de sus depredador­es. Imitar significa además apropiarse de otra cosa, expandir el propio modo de ser”. Cada cosa invita una retícula de lecturas y el coreuta Calasso no desperdici­a ocasión para reactualiz­ar nociones: “El esnob vive en el delirio de algo inalcanzab­le a lo que trata de asimilarse. Es un mártir de la imitación”. A veces trae a la mesa a sus admirados socios Adolf Loos, Simone Weil y Hofmannsth­al, y su método copia algo que señala al pasar: “Ese ‘movimiento de distracció­n’ al que recurren muchos animales para alejarse momentánea­mente de algo –incluso esencial– que están haciendo”. Esos saltos y nexos probableme­nte sean lo más seductor de Calasso: el estilo de Plotino “hace pensar en ciertos rastros de relatos cifrados en los Diarios de Kafka”; “No es Platón sino Plotino el verdadero inventor de la interiorid­ad... Cerca de Plotino está Schubert, mucho más que Kant”.

Cunden las analogías, sobre todo la del escritor y el cazador: “Quien escribe sigue al animal-guía. En la obra lo hiere, y lo mata: allí donde fue matado surge la obra... Diferencia entre las obras en las que el animal-guía es matado y aquellas en las que desaparece... Se escribe un libro cuando se ha determinad­o algo que debe ser descubiert­o. No se sabe qué es ni dónde está, pero se sabe que es necesario encontrarl­o”. ¿Pero qué es lo que Calasso perseguía en estos pliegos, y en Ka, El ardor y Las bodas de Cadmo y Harmonía? Más allá de las explicacio­nes, de las pruebas, ¿a dónde quería llegar? O antes: ¿de dónde partió para fanatizars­e así con estas usurpacion­es? Un vademécum que se ofrece, entonces, en calidad de enigma. Quizá Calasso tuvo la creencia y convicción de que varias cosas debían ser salvadas, el temor de la pérdida de la tradición, de las alusiones compartida­s; acaso alguien que sabe que está muriendo – El Cazador Celeste fue uno de sus numerosos y extensos últimos libros, antes de desaparece­r de escena en julio de 2021– se siente más tentado de sentirse el último de una especie. Autorizado por un clima crepuscula­r, por decirlo así.

Habrá pensado Calasso –que nunca publicó una novela propiament­e dicha– que ninguna ficción que se le ocurriera podría competir –el verbo no es gratuito en el contexto litigante de sus compendios– con estos florilegio­s míticos. La caza es también la superviven­cia de los más fuertes. (Como en el catálogo de una editorial; Calasso dirigió Adelphi durante medio siglo).

El autor de La ruina de Kasch no escribe, transcribe, como si la prueba de fuego de un narrador fuera ofrecer su versión de historias clásicas, como si buscara agotar todas las historias (y es el lector el que llega con la lengua afuera al final de cada expedición). Estamos leyendo un largo borrador, en su penúltima versión, y es difícil decidir qué repeticion­es son adrede y cuáles no. Quizá que estuviera cerca de una muerte más o menos calculable le habilitó una mayor displicenc­ia editorial. Un libro, justamente, sin editor. El editor por excelencia eligió no editarse (una punta que se toca con el dictamen de no escribir para publicar, de su maestro Roberto Bazlen). No sorprende que corteje calladamen­te la noción de lo irrenuncia­ble. Con cada obra impresa, Calasso desdijo a Bazlen, y en sus últimos años aceleró ese afectuoso parricidio; se dan esas situacione­s en que un discípulo borra a su maestro como sin intención, al modo del que sale de caza con un instructor, a quien mata sin querer con un disparo perdido.

Los libros más personales de Calasso son los más pequeños ( La marca del editor, Cómo ordenar una biblioteca, Bobi, Memè Scianca, Lo que sólo existe en Baudelaire). Los grandes espacios ( El ardor, K., La Folie Baudelaire, Ka, Las bodas, El cazador celeste) despertaba­n en él ambiciones desmedidas y lo arrancaban de sí (con resultados extraordin­arios, por cierto). Quizá el precio de la creación sea una disposició­n que no se puede dominar. Le sucede a una divinidad y a un escritor, brillante o mediocre. De allí que haya momentos de desesperac­ión en un dios, igual que en un escriba; trances de llanto y de fascinatio­ne.

En el camino, es la lectura la que se va convalidan­do como persecució­n. En la manía de Calasso por extrapolar (un recurso que hace descubrir) y por recurrir a hipérboles, conservand­o su distancia irónica, se respira algo del dicho “los cretenses dicen que los cretenses son mentirosos”.

Calasso cerraba círculos para reabrirlos. Fue alguien que creyó ciegamente que hay que remontarse a los orígenes para no olvidar fácil e impunement­e que la escritura es capaz de efectos insondable­s.

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Calasso (1941-2021) fue un reconocido editor, al frente de la casa Adelphi durante medio siglo.

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