Simenon, el eterno
Cuando murió Simenon, Daniel Pennac se dio cuenta de que no había leído ningún libro suyo y se quedó estupefacto: ‘¿No es lo más extraordinario de la epopeya Simenon que alguien de quien no has leído una sola línea te resulte tan familiar?’, se preguntaba en una entrevista.
Yo estoy en la situación inversa: lo he leído tanto, he leído tantas cosas sobre él, me ha influido tanto... que no sé por dónde empezar. Primera lección de Simenon: Optar siempre por lo más simple. Así que, simplemente, voy a hablar de él sin orden, como salga. Y a barrer para casa porque, si no lo hago en un diccionario apasionado, ¿dónde lo voy a hacer?
Empezaré por mi irritación hacia sus detractores. Según ellos siempre escribía el mismo libro, era un burgués reaccionario que iba en Rolls-Royce y cuyo mundo se había detenido en la Cuarta República. También era un poco de extrema derecha, ¿no? Claro, con su lluvia, su olor a tabaco, sus cañas de cerveza y sus guisos con salsa... Además era un mentiroso, un fanfarrón: no pudo estar con diez mil mujeres, es imposible, ¡sale a tres por semana!, y eso si hubiera empezado en la adolescencia...
Heredé de mi madre mi colección de Simenon, publicada por France Loisirs. Es una edición poco práctica: veinticinco tomos de 21x13 bastante gruesos pero increíblemente ligeros, impresos en un papel un poco amarillento. En las cubiertas sólo aparece su firma y, en el lomo su perfil con pipa. Llevo casi treinta años hurgando en esos libros. Cuando no sé qué leer, cuando no tengo nada que hacer, vuelvo a ellos al azar. De todos los escritores que me gustan, Simenon es el único que hace que me entren ganas de escribir; los otros más bien me disuaden de hacerlo.