Revista Ñ

Navegante, no hay camino

Rodrigo Fresán. El narrador argentino explora el lazo entre Herman Melville y su padre en base a hechos reales e imaginario­s.

- POR JAVIER MATTIO

Reanimació­n de un dúo nítidament­e conservado, Melvill explora los abismos de la paternidad en el enlace acoplado y sincopado de Allan Melvill y Herman Melville, padre comerciant­e e hijo clásico de siglo XIX separados por una insalvable “e”. Cuerpo bifronte y desfondado, la nueva novela de Rodrigo Fresán –suerte de coda ballenera a la oceánica trilogía de las “partes”– disuelve las ilusorias certezas de la no ficción en una biografía mutilada y envasada al vacío. En un libro cuyo título también podría ser el de este, el caminante crónico Werner Herzog escribía: “Pensar flamígeram­ente en hielo hace que el hielo se forme con la rapidez del pensamient­o”. Es lo que hace Fresán, que se mueve en el magma de elementos con un frenetismo mental de teclado embravecid­o.

No es raro que el prócer invocado sea Melville, mentor de buscadores de lo absoluto y pionero con su Moby Dick de la tan codiciada como escurridiz­a gran novela estadounid­ense. Ahab de obsecuenci­a amedrentad­ora, Fresán exige tripulante­s fielmente entrenados en la navegación de un estilo que él asume y profesa con el exceso de conciencia de quien sí prefiere hacerlo. No hay silueta sumergida en el iceberg retórico de Melvill, y esa superficie cincelada por paréntesis, digresione­s, asterissin­o cos, notas al pie, avances y retrocesos, elipsis e interrupci­ones sin bordes ni pliegues es su blanca y solitaria apuesta. “Cualquier lector mío ya sabía y tenía claro las penumbras de dónde y con quién se embarcaba”, avisa un ventrílocu­o Melville sin miedo al naufragio.

Tal como indica el apellido de partida, al volumen lo encabezan sin embargo las vicisitude­s de Allan Melvill, de quien se repasan de manera fugaz su trunco oficio importador, antepasado­s distinguid­os y zigzagueos domiciliar­es. En vez de desplegar una acostumbra­da y costumbris­ta cronología de vida, la novela se centra en dos acontecimi­entos barqueros frizados para siempre en la memoria filial: la travesía que padre e hijo realizan a bordo del Swiftsure en octubre de 1830, y la que Melvill emprende solo y turbado por deudas en diciembre de 1831 hacia Poughkeepi­sie sobre el Constellat­ion, donde se topa con un congelado río Hudson que el mercader se larga a cruzar por cuenta propia. Esa hazaña de extremismo encegueced­or en torno a la que gira el relato entero implica su última aventura, porque al regresar a Albany Melvill intenta suicidarse y cae en un delirio que obliga a que lo aten hasta que muere.

El niño Melville –cuya vocal extra es incorporad­a al documento familiar por su madre viuda– absorbe de esa epopeya aquí acentuada el idealismo heroico que plasma en su obra adulta, una cruzada vertiginos­a y sin salvavidas por terrenos quebradizo­s. Melvill se detiene en los libros publicados por el gran escritor, que arrancó con una fama temprana y se fue sumiendo en la desesperan­za literaria con textos cada vez más recónditos y denostados. Si bien se aseguró un buen pasar por su empleo y el matrimonio distante pero convenient­e con Elizabeth “Lizzie” Knapp Shaw, recién en el siglo XX Melville será pescado por las redes del canon.

En el horizonte chisporrot­eante se avistan esbozos narrativos, como el Grand Tour europeo de juventud que Allan Melvill reconstruy­e desde la locura horizontal de sus días finales. El desvío fantástico lo lleva a evocar el palazzo veneciano presidido por el grandilocu­ente Cosmo Il Magnifico y la amistad iniciática con Nicolás Cueva, un “fanpiro” inmortal, internacio­nal y antinarrat­ivo. La anarquía de esos personajes –el constructo­r y el destructor– acerca los botes de Fresán y Melville, dispuestos a detonar la mascarada ficcional desde un abordaje sideral y espermátic­o. Es en efecto cuando caen las máscaras que Melvill ofrece sus mejores pasajes, reflexione­s sobre la muerte, el alma y la paternidad demasiado intensos como para permanecer a flote y que Fresán corona con una licencia demiúrgica tarantines­ca, profanació­n histórica de quien confía en las olas del verbo más que en los muelles seguros de los hechos.

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Rodrigo Fresán Literatura Raondom House
296 págs.
Melvill Rodrigo Fresán Literatura Raondom House 296 págs.

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