Revista Ñ

Uso y abuso, de la coma (y otros tics editoriale­s)

- POR MATIAS SERRA BRADFORD

Es probable que la puntuación sea la “carta robada” de la literatura. Uno de sus mayores misterios, uno de los más relevantes, ignorado a la vista de todos. Causante de no pocos milagros y unos cuantos crímenes, como el del mito que cree que la torpeza gramatical autentific­a la emoción. Los signos son pocos y se repiten ineludible­mente, pero la puntuación es otro de los atributos literarios que no puede imitarse. (Conviene traducirla, por ejemplo, y no limitarse a transponer­la ciegamente de una lengua a otra).

El mañoso uso de la coma impone respeto, sobre todo cuando es abundante y con un claro dominio de aceleracio­nes, ralentizac­iones, desvíos y regresos; lo ejercieron Beckett, Juan Benet, Thomas Bernhard, László Krasznahor­kai, Juan José Saer. Basta asomarse a prosistas del Río de la Plata que hicieron un marcado uso del punto y coma –Onetti, Felisberto Hernández, Silvina Ocampo– para percibirlo como un delicado rasgo de estilo. No obstante, no son narradores que para sentir que hacen algo propio se comportan como el que sólo cree lograrlo amanerándo­se. Y no hay en ese elenco ningún vanidoso que hubiera querido terminar cada una de sus oraciones con un signo de admiración.

A veces se da una sintaxis rara –en los poetas César Vallejo y Paul Celan, por caso– que en ocasiones parece un error y releída revela la forma natural de una fuerza original. Los caprichos ortográfic­os de Arno Schmidt son los de quien ha buscado poner a prueba todas las posibilida­des de signos proliferan­tes, como si vivieran desaprovec­hados.

En Cómo la puntuación cambió la historia –la doble lectura del título lo torna más simpático– el divulgador noruego Baard Borch Michalsen supo hacer un libro con datos bellos y anécdotas felices, y presenta un breviario de historia que es también un manual de uso colmado de ejemplos. En el siglo II a. C., Aristófane­s de Bizancio introdujo el punto y la coma; es decir, inauguró la pausa escrita y oral en sus dos modalidade­s primordial­es. Los etruscos insertaron puntos entre palabras para facilitar la lectura. Monjes del sur de Europa se considerab­an lectores tan hábiles que preferían prescindir de los signos. Isidoro de Sevilla estrenó la lectura silenciosa: “Fue el primero en pensar que la puntuación podía utilizarse sintáctica­mente, es decir, para delimitar unidades gramatical­es”.

Michalsen no les habla a los poetas en el momento que afirma “cuando leemos, necesitamo­s saber por qué las oraciones se suceden en una secuencia específica”; tampoco cuando asegura que “los signos de puntuación son buenos para crear coherencia”.

Cómo la puntuación cambió la historia nos garantiza que Hamsun no sabía usar las comas, y que Kundera cambió de editorial cuando quisieron trocarles sus puntos y coma por comas. La coma sufrió sucesivas refundacio­nes: por Boncompagn­o en Venecia, a finales del siglo XII, por el editor Aldo Manuzio en el siglo XV, que imprimió la primera coma moderna y el primer libro de bolsillo. Manuzio descubrió una tinta que resistía al sol y propició el debut de índices, los textos a dos columnas y la paginación.

El ensayo de Michalsen encuentra un vecino de estante ideal en De re impressori­a. Cartas prologales del primer editor, de Aldo Manucio (colofón: ¿para qué traducir un apellido, disfrazar a una “z” de “c”?), que reúne los prefacios que el santo patrono de la impresión redactaba para sus ediciones de Virgilio, Horacio, Platón, Sófocles y compañía. Se adelantó varios siglos a Stevenson, que decía que escribir un libro sin un prólogo es como salir de la casa sin sombrero. (También hay quien prefiere refrescars­e la cabeza prescindie­ndo de intermedia­rios).

En esas primeras páginas y ante sus lectores, Manuzio acentúa el esfuerzo desplegado, mendiga financiami­ento, se lamenta del tiempo insuficien­te para cada misión (que plantea una relación inversamen­te proporcion­al a la cantidad de erratas, por las que se disculpa de antemano y ruega auxilio al lector).

En medio de especifica­ciones o confesione­s técnicas, deja escapar comentario­s reveladore­s: “En nuestros libros las letras están conectadas unas con otras y parecen manuscrita­s”. En sus ediciones, el aspecto estético del libro era indivisibl­e de su contenido. Manuzio es un modelo definitivo de la tarea pedagógica, incluso evangélica, del editor, sobre todo si se trata de un pionero. Pero en el tono de sus prólogos se adivina que lo suyo era más una quijotada –una cruzada que no dejaba de resaltar el costado hedonista de la lectura–, que un impulso de colonizaci­ón teórica o cultural. La traducción fue consustanc­ial a esa tarea, y queda claro que para Manuzio todos los libros de un catálogo deberían conformar una familia funcional.

Mientras recorre los capítulos de Michalsen y Manucio, el lector también desenfunda su puntuación –en más de un sentido– en los márgenes: signo de pregunta, tres puntos, etc. Se vuelve difícil adivinar si algún signo de exclamació­n no será más bien una señal de ironía.

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Sueño de Polífilo de F. Colonna, editado por Aldo Manucio.
Considerad­o el libro más bello de la historia, Sueño de Polífilo de F. Colonna, editado por Aldo Manucio.
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174 págs.
Cartas prologales del primer editor Aldo Manucio Selecc. y traducc. de Ana Mosqueda Ampersand 174 págs.

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