Uso y abuso, de la coma (y otros tics editoriales)
Es probable que la puntuación sea la “carta robada” de la literatura. Uno de sus mayores misterios, uno de los más relevantes, ignorado a la vista de todos. Causante de no pocos milagros y unos cuantos crímenes, como el del mito que cree que la torpeza gramatical autentifica la emoción. Los signos son pocos y se repiten ineludiblemente, pero la puntuación es otro de los atributos literarios que no puede imitarse. (Conviene traducirla, por ejemplo, y no limitarse a transponerla ciegamente de una lengua a otra).
El mañoso uso de la coma impone respeto, sobre todo cuando es abundante y con un claro dominio de aceleraciones, ralentizaciones, desvíos y regresos; lo ejercieron Beckett, Juan Benet, Thomas Bernhard, László Krasznahorkai, Juan José Saer. Basta asomarse a prosistas del Río de la Plata que hicieron un marcado uso del punto y coma –Onetti, Felisberto Hernández, Silvina Ocampo– para percibirlo como un delicado rasgo de estilo. No obstante, no son narradores que para sentir que hacen algo propio se comportan como el que sólo cree lograrlo amanerándose. Y no hay en ese elenco ningún vanidoso que hubiera querido terminar cada una de sus oraciones con un signo de admiración.
A veces se da una sintaxis rara –en los poetas César Vallejo y Paul Celan, por caso– que en ocasiones parece un error y releída revela la forma natural de una fuerza original. Los caprichos ortográficos de Arno Schmidt son los de quien ha buscado poner a prueba todas las posibilidades de signos proliferantes, como si vivieran desaprovechados.
En Cómo la puntuación cambió la historia –la doble lectura del título lo torna más simpático– el divulgador noruego Baard Borch Michalsen supo hacer un libro con datos bellos y anécdotas felices, y presenta un breviario de historia que es también un manual de uso colmado de ejemplos. En el siglo II a. C., Aristófanes de Bizancio introdujo el punto y la coma; es decir, inauguró la pausa escrita y oral en sus dos modalidades primordiales. Los etruscos insertaron puntos entre palabras para facilitar la lectura. Monjes del sur de Europa se consideraban lectores tan hábiles que preferían prescindir de los signos. Isidoro de Sevilla estrenó la lectura silenciosa: “Fue el primero en pensar que la puntuación podía utilizarse sintácticamente, es decir, para delimitar unidades gramaticales”.
Michalsen no les habla a los poetas en el momento que afirma “cuando leemos, necesitamos saber por qué las oraciones se suceden en una secuencia específica”; tampoco cuando asegura que “los signos de puntuación son buenos para crear coherencia”.
Cómo la puntuación cambió la historia nos garantiza que Hamsun no sabía usar las comas, y que Kundera cambió de editorial cuando quisieron trocarles sus puntos y coma por comas. La coma sufrió sucesivas refundaciones: por Boncompagno en Venecia, a finales del siglo XII, por el editor Aldo Manuzio en el siglo XV, que imprimió la primera coma moderna y el primer libro de bolsillo. Manuzio descubrió una tinta que resistía al sol y propició el debut de índices, los textos a dos columnas y la paginación.
El ensayo de Michalsen encuentra un vecino de estante ideal en De re impressoria. Cartas prologales del primer editor, de Aldo Manucio (colofón: ¿para qué traducir un apellido, disfrazar a una “z” de “c”?), que reúne los prefacios que el santo patrono de la impresión redactaba para sus ediciones de Virgilio, Horacio, Platón, Sófocles y compañía. Se adelantó varios siglos a Stevenson, que decía que escribir un libro sin un prólogo es como salir de la casa sin sombrero. (También hay quien prefiere refrescarse la cabeza prescindiendo de intermediarios).
En esas primeras páginas y ante sus lectores, Manuzio acentúa el esfuerzo desplegado, mendiga financiamiento, se lamenta del tiempo insuficiente para cada misión (que plantea una relación inversamente proporcional a la cantidad de erratas, por las que se disculpa de antemano y ruega auxilio al lector).
En medio de especificaciones o confesiones técnicas, deja escapar comentarios reveladores: “En nuestros libros las letras están conectadas unas con otras y parecen manuscritas”. En sus ediciones, el aspecto estético del libro era indivisible de su contenido. Manuzio es un modelo definitivo de la tarea pedagógica, incluso evangélica, del editor, sobre todo si se trata de un pionero. Pero en el tono de sus prólogos se adivina que lo suyo era más una quijotada –una cruzada que no dejaba de resaltar el costado hedonista de la lectura–, que un impulso de colonización teórica o cultural. La traducción fue consustancial a esa tarea, y queda claro que para Manuzio todos los libros de un catálogo deberían conformar una familia funcional.
Mientras recorre los capítulos de Michalsen y Manucio, el lector también desenfunda su puntuación –en más de un sentido– en los márgenes: signo de pregunta, tres puntos, etc. Se vuelve difícil adivinar si algún signo de exclamación no será más bien una señal de ironía.