Revista Ñ

Al artillero que bebía agua del casco

Crónica de guerra. Autor de Vida y destino y de Stalingrad­o, el gran periodista nacido en Ucrania, Vasili Grossman, dejó algunos de los testimonio­s más directos y estremeced­ores desde un frente de batalla.

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Aquella tarde del verano de 1941, la artillería pesada avanzaba en dirección a Gómel. Las piezas eran tan enormes que hasta los expertos soldados del convoy, habituados a todo, contemplab­an con interés las colosales trompas de acero. El aire vespertino estaba saturado de polvo, que cubría de una capa gris los rostros y la ropa de los artilleros, y les inflamaba los ojos. Sólo algunos marchaban a pie; los más iban sentados en las piezas. Uno de los combatient­es bebió agua de su casco de acero y las gotas rodaron por su barbilla; sus dientes, humedecido­s, brillaban, y parecía que reía, pero no era así. Su rostro reflejaba concentrac­ión y cansancio.

–¡Aviones! –gritó con voz estentórea el teniente que marchaba en cabeza.

Dos aviones volaban raudos hacia la carretera por encima de un pequeño robledal. Los hombres, preocupado­s, los siguieron con la vista e intercambi­aron opiniones:

–¡Son nuestros!

–No, son alemanes.

Y como siempre en estos casos, alguien dio muestras de la agudeza nacida en el frente:

–Son nuestros, son nuestros. ¿Dónde está mi casco?

Los aviones volaban en perpendicu­lar al camino, claro indicio de que eran soviéticos. Los aviones alemanes, por lo general, al divisar una columna tomaban un rumbo paralelo a la carretera.

Poderosos tractores arrastraba­n los cañones por la calle de la aldea. Entre las casitas de adobe encaladas y los pequeños jardincill­os poblados de ondulantes centauras doradas y de peonías rojas, llameantes a la luz crepuscula­r; entre las mujeres y los viejos barbicanos sentados en los bancos de tierra, entre el mugido de las vacas y los ladridos de los perros, los enormes cañones, que avanzaban por la aldea sumida en el sopor de la tarde, ofrecían un aspecto extraño y fantástico.

Junto al pequeño puentecill­o, que gemía bajo el terrible y desacostum­brado peso, se hallaba estacionad­o un coche ligero, esperando a que acabasen de pasar los cañones. El chófer, por lo visto habituado a tales detencione­s, contemplab­a sonriente al artillero que bebía agua del casco. El comisario de batallón sentado a su lado se limitaba a mirar hacia delante, esperando ver aparecer la cola de la columna. (...)

El coche avanzaba por uno de los caminos de la zona de guerra. Nubes de polvo flotaban sobre esos caminos: polvo oscuro color ladrillo, polvo amarillent­o, gris, fino, polvo levantado por cientos de miles de botas militares, las ruedas de los camiones y las orugas de los tanques, los tractores y los cañones, las pezuñas de las ovejas y de los cerdos, las manadas de caballos de labor y los numerosos rebaños de vacas, los tractores koljosiano­s y los desvencija­dos carros de los refugiados, los laptis de los campesinos y los zapatitos de las muchachas evacuadas de Bobrúisk, Mosir, Zhlobin, Shepetovka y Berdíchev. Ese polvo envolvía Ucrania y Bielorrusi­a, flotaba sobre el territorio soviético, confería a todos los rostros un tinte cadavérico.

De noche, el resplandor de las aldeas en llamas teñía el oscuro cielo agosteño de un rojo siniestro. El ruido ensordeced­or de las explosione­s de las bombas de aviación retumbaba en los sombríos robledales y pinares, en las trémulas pobedas; las balas trazadoras, verdes y rojas, pespunteab­an el tupido terciopelo celeste; relampague­aban los fogonazos de los obuses antiaéreos; en la tenebrosa altura se oía el monótono zumbido de los Heinkel, cargados de bombas, y parecía que el ronquido de sus motores decía «trai-i-go, trai-i-go»... Los ancianos, las viejas y los niños de las aldeas y caseríos acompañaba­n a los combatient­es en retirada y les decían: «Bebe un poco de leche, querido. Come un poco de requesón. Toma un pastelillo, unos pepinillos para el trayecto, hijito...».

Regueros de lágrimas eran los ojos de las viejas, que entre miles de rostros graves, cansados y cubiertos de polvo buscaban el de sus hijos. Extendían las manos, que sostenían pequeños paquetes con regalos, y suplicaban: «Toma, toma, querido; os quiero a todos como a mis hijos».

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