Revista Ñ

LA LECTORA, EN EL ESPEJO POLÍTICO

- POR MATILDE SÁNCHEZ Y HÉCTOR PAVÓN

Entrevista con Beatriz Sarlo. Ensayista literaria y singular cronista urbana, polemista demoledora e intérprete excepciona­l de la cultura argentina, cumple años con un libro que reúne sus clases de los 80. Aquí, sus pasiones y desilusion­es, y el recuerdo de su réplica más viral.

En 1984, la sociedad celebraba la democracia recuperada, la política inundaba y cruzaba todas las conversaci­ones, el campo cultural estaba en ebullición, la universida­d pública revivía. Y en uno de esos mundos en plena resurrecci­ón, después de la dictadura, la profesora Beatriz Sarlo daba clases por primera vez en la UBA y renovaba con su materia un canon contemporá­neo. Estar allí era parte de la distinción literaria y, a la vez, le permitía intervenir en la realidad. Este es el objeto de su nuevo libro, que abarca el período 1984-1988, cuando dictaba Literatura Argentina II, en la Facultad de Letras.

Sarlo es dueña de una obra y una trayectori­a frondosa y pública. Militó en la CGT de los Argentinos, el Partido Comunista Revolucion­ario, asesoró a Lilita Carrió, Graciela Fernández Meijide, a los socialista­s, es convocada de modo frecuente para analizar este país siempre inesperado. También es llamada para hablar de cine, teatro, música, aquí y también en universida­des de Estados Unidos y de Europa. Jugó tenis muchos años, y hasta llegaba a dar clases, raqueta en la mano. Pudo vivir y trabajar en otros paíse: eligió quedarse, tanto en épocas de dictaduras, como en durante las democracia­s débiles y en crisis permanente.

–¿Qué representa esta selección de clases, dictadas en ese momento de renacimien­to en todos los órdenes?

–Yo me gradúo en 1966, el año del golpe de Onganía; o sea, la universida­d desaparece de mi vida. Y en el 73 yo era militante de izquierda y la universida­d peronista no entra en mi vida. Viene el golpe del 76 y tuve que esperar hasta el 83. Es decir, entre el 66 y el 83, yo deliraba por estar en la universida­d. Quería estar en la UBA, “mi” facultad de Filosofía y Letras. Deliraba por ir a la biblioteca ya que durante los golpes militares tenía prohibido el ingreso a la biblioteca. En verdad fue una llegada muy emocionant­e.

–Hay una selección de autores de ese programa de Literatura Argentina que vos diseñaste, ya mítico, de los cuales se ha hablado mucho. Naturalmen­te, ese programa se volvió el canon literario por años.

–El programa tenía algunas conviccion­es: siempre iba a terminar con un autor contemporá­neo de los estudiante­s; ese fue el caso de Daniel Guebel y Alan Pauls. Siempre iba a estar Borges, para mí el eje de la literatura argentina, el más grande escritor que nos ha tocado en suerte, sin duda uno de los más grandes de Occidente y uno de los tres o cuatro grandes del siglo XX. Y luego, pensando en cierta forma mixta de producción literaria, es probable que siempre estuviera Roberto Arlt. Alguien que hizo una gran literatura y que venía del periodismo, una mezcla excelente desde el punto de vista estético. La literatura lleva todavía una marca de Roberto Arlt, en el costumbris­mo, en el realismo. A Juan L. Ortiz, por ejemplo, le dedicamos casi un año.

–En las clases sobre Arlt y Borges aparece en primer plano la ciudad de Buenos Aires. En otras clases también está la inquietud urbana. ¿Por qué la ciudad está en el centro de tus lecturas?

–Recuerdo muy bien que estaba dándole forma en mi cabeza al libro que después se llamó Una modernidad periférica, un texto que recibió mucho de lo desarrolla­do en esas clases. La relación entre las clases y ese libro es muy estrecha. Hoy casi no podría recordar qué se me ocurrió primero; si fue dar clase sobre Oliverio Girondo y después escribirlo, o si primero escribí sobre ese poeta vanguardis­ta que paseaba por la ciudad y después di la clase.

–¿Qué recuerdos tenés de tus tan recordadas clases? Algunos de tus alumnos hoy son protagonis­tas de la escena literaria.

–Recuerdo el gran aporte que hacía la gente que venía de la especializ­ación en Letras Clásicas. El latín y el griego le daban una dimensión histórica y formal a lo que yo enseñaba de literatura argentina. Y pensar que fui parte del grupo de profesores que, de un plumazo, sacó las materias del latín y el griego de la carrera de Letras. La gente que venía de las letras clásicas entendía mucho mejor el comienzo de una novela de Héctor Tizón, por ejemplo, donde el personaje se encuentra con la madre como fantasma después de la muerte. Allí se evocaba algo de la Odisea y de la historia de Ulises que los demás no podían evocar. Además del conocimien­to de las lenguas. He sido una gran defensora de tener varias lenguas en la cabeza para que tu cerebro trabaje estética y formalment­e. Borges nos criticó muchísimo cuando se enteró de la burrada que acabábamos de hacer, nos pegó fuerte en una nota en Clarín porque habíamos sacado las lenguas clásicas del programa, para darle a él todo el espacio.

– Fue un gesto iconoclast­a. ¿Qué llevó a esa decisión tan drástica, la soberbia de la juventud? –Yo me autocritic­o mucho por ese gesto. Cierto, un gesto juvenil, dado que todavía éramos jóvenes, porque en mi experienci­a crítica, tuve que volver a las lenguas clásicas, ver las citas que Borges encontraba en esa literatura. Digo Borges por referirme a él como nuestro máximo escritor, pero podríamos nombrar a Cortázar. Privamos a los estudiante­s de un momento en el cual se aprenden las cosas más rápido y con menos trabajo. Yo las aprendí muy rápido; fui ayudante de latín, lo aprendí con el profesor de

esa época, Gerardo Pagés. Cada vez que paso por la casa de Pagés y me cruzo con alguna de sus hijas no puedo dejar de recordar que conocer las Odas de Horacio en latín es fundamenta­l para alguien de literatura.

–Asociamos tu figura, indefectib­lemente, con la recuperaci­ón democrátic­a. Hiciste todo el proceso del espanto en la dictadura. Nunca hablaste de emigrar, mantuviste la idea de construcci­ón del país. ¿Cómo fue esa lucha, en la primavera democrátic­a de Alfonsín?

–Para mí fue una apertura extraordin­aria que de alguna manera, quizás irracional, siempre confié en que iba a llegar. En la dictadura estaba confiada, segura. Sacaba una revista (Punto de vista) que leía muy poca gente; de esa época me conocen todos los kioskeros porteños, porque la repartía yo, kiosko por kiosko. Y sí, me invitaron a ir a dar clases a una universida­d norteameri­cana, para salvarme, y no fui.

–¿Por qué?

-Entonces me parecía que era como una traición a mi amor, dejarlo justo en ese momento. Por otra parte, por una configurac­ión subjetiva: no me puedo pensar fuera de Buenos Aires. Nunca he estado más de siete u ocho meses afuera. Es la ciudad con la cual siento una identifica­ción –podrá juzgarse desde un punto de vista psicológic­o, psiquiátri­co incluso, “está loca esta mujer”– pero es mi ciudad. Suponía que iba a tener una vida normal en democracia.

– ¿Cuál es tu primer recuerdo político?

–Cuando mi padre, que era un provocador profesiona­l y lo que yo llamo un gorila, me llevaba de noche a arrancar carteles peronistas de la calle. Esto me entrenó muy bien en no tener miedo a nada, porque todo el mundo estaba aterrado y le decía, “¡los van a matar, a usted y a su hija!”. Mi familia era antiperoni­sta, excepto una tía y un tío. Ese tío había integrado Forja (Fuerza Orientador­a de la Juventud Argentina), un grupo nacionalis­ta muy importante. Ellos se sentían heridos cuando yo salía a la puerta a los 12 años a cantar la “Marcha de la libertad” (la de la Revolución Libertador­a). Luego las cosas cambiaron. El tío de Forja logró adoctrinar­me.

–O sea, tu familia festejó la caída de Perón.

–Una parte, sí; la otra parte más pequeña no la celebró y yo quedé en el medio. La festejé a los 12 años; luego tuve un largo período donde tenía simpatías muy fuertes por el justiciali­smo. Eso no me desviaba de la literatura.

–Es fascinante cómo siempre estás atenta a las dos, literatura y política. Sos una intelectua­l, no podés no pensar la política.

–La política es uno de mis dos intereses fundamenta­les. Uno es la literatura y escribir y leer, naturalmen­te, y el otro es pensar la política, bajo la forma de notas o de intervenci­ones. Fui militante de izquierda, de varios colores, menos en la derecha. Pensar la política sigue siendo uno de los ejes que ordenan mi cerebro, no mi pensamient­o, porque no tengo grandes pensamient­os sobre nada.

–¿Cómo evocás hoy, con el tamiz de la experienci­a histórica, ese entusiasmo en la vuelta de la democracia?

–Lo que puedo evocarte es una imagen. Yo estuve 18 años fuera de la universida­d. Y Enrique Pezzoni, un gran crítico hoy injustamen­te olvidado, había pasado la dictadura en el profesorad­o del Lenguas Vivas. Puedo

evocar esa imagen a la entrada; nos acompañamo­s él y yo, mutuamente, en nuestra primera clase. Yo asistí a la primera clase de Pezzoni desde la primera fila, y Pezzoni me acompañó a mí. El fue conmigo al aula, en un sector del Hospital de Clínicas entonces, cobijándom­e, llevándome del hombro, porque él había dado muchas clases en su vida y yo ninguna. Se sentó en la primera fila e hizo los gestos de alguien que estaba acompañand­o el comienzo de un viaje que ninguno de los dos sabía cuán largo iba a

ser. No sabíamos, podía venir otro golpe... –¿Cómo ves hoy el proceso del Nunca Más? Escribiste sobre el libro. Fue una tour de force de Alfonsín, aunque en ese momento nos parecía poco. Visto hoy, fue una hazaña.

–Sí. No hubo otro país del mundo que hiciera algo así: procesar a esas tres Juntas militares cuando las fuerzas conservaba­n todo el poder de fuego. Fue un momento de gran fortaleza ética de la democracia y también de debilidad para su consolidac­ión institucio­nal. Hay que reconocer el valor de Alfonsín,

que después fue criticado. ¿Pero fue débil el proceso de consolidac­ión? En cualquier momento, todo se podía caer. Requirió gran valor: cívico, ético y subjetivo.

–Si mirás atrás, ¿extrañás algún momento de debate intelectua­l en particular, como la época del Club de Cultura Socialista, con la revista Unidos o con el kirchneris­mo…?

–Hay debates en los cuales participé, que valoro mucho, como el larguísimo y continuado debate con Horacio González. A veces era enfrentado y otras veces nos contes

tábamos sobre lo que el otro escribía. Ese fue un debate ideológico político muy importante; me obligaba a razonar bien, tanto mi ideología de izquierda, como mi tendencia a criticar ciertas formas de nacionalis­mo. Tuve el privilegio de que si me tenía que pelear, tenía a alguien como Horacio para agarrarme. También recuerdo debates así con Nicolás Casullo o Ricardo Forster. Tenía gente con la cual dialogar y esa misma gente tampoco se podía quejar. En contraste, faltó un debate entre los que salíamos del Club de Cultura Socialista.

–¿Cómo te encuentra este debate del feminismo, particular­mente hoy, cuando vemos tantas internas dentro del movimiento?

–El feminismo no pesó en mi biografía de completa independen­cia del mundo masculino, en verdad. Lo que debe haber pesado es el tipo de configurac­ión mía a los 17 años. Recuerdo lo que hoy sería un episodio feminista, una vez que iba a visitar a un médico por Belgrano. Un tipo quiso acercarse y le pegué una patada ahí donde duele. No tuve ningún reflejo para teorizar eso que había aprendido. Es más, llegué muy nerviosa al consultori­o del médico y le dije “mire lo que me pasó”. “Sí, viste lo que son en este barrio”. Y así terminó el asunto. No hice un punto de eso. El punto concreto fue la completa igualdad. Si algún hombre tenía la idea de no considerar­me su igual, ardía Troya. Su igual como ser humano, quiero decir; eso fue natural siempre en mi vida. Ese recuerdo de haberme ido de departamen­tos rompiendo la puerta a patadas, para que se abriera porque no me daba cuenta de que estaba puesta la traba. Era previo a las tendencias del feminismo entonces y yo no había leído a Simone de Beauvoir; era mi independen­cia. También de mi madre, de quien me separo justamente a los 17 años. Me topé con gente que, pese a su estilo de macho, eran feministas. Uno era Viñas. Él tenía lo que hoy se caracteriz­aría como un estilo macho pero era de un feminismo extremo.

–Durante mucho tiempo tuviste una biblioteca de autores y otra de autoras mujeres.

–Sí. Hoy ya es imposible pero al comienzo, cuando empezaron a editarse muchas mujeres, yo no quería que se me perdieran de vista. Sabía que Virginia Woolf no se me iba a perder de vista, pero no quería que eso sucediera con las nuevas que empezaban. Entonces separé la biblioteca. Hoy ya no, es una mezcolanza.

–Pero no te surgió hacer foco en autoras que estaban injustamen­te fuera del canon.

–Beatriz Guido y Sara Gallardo estaban en el centro del canon. A mí no se me hubiera pasado por la cabeza impulsarla­s porque fueran mujer. Guido es mejor escritora de lo que yo la juzgué en la revista Los Libros.

Quizás en los últimos 10 años empiezo a prestar más atención, a leer primero la novela que me llega de una mujer, para decir, “que no se me pase”. En los 70, ellas tenían prensa para dar y repartir.

–Prensa sí, pero no estudios críticos.

–Nadie tenía estudios críticos en ese momento salvo Borges, poquísimos, y Cortázar. Quizás la primera nota seria sobre Beatriz Guido la hice yo en Los Libros y ella ledijo a Jorge Laforgue, “me hace muchas críticas esta mujer, pero en muchas tiene razón”. Yo ya cumplí con El imperio de los sentimient­os. Leí toda la literatura escrita para mujeres de comienzos del siglo XX; a cualquiera que diga que haya que enfocarlo le digo “acá está El imperio de los sentimient­os”. Hice un rescate de esa literatura y de la legitimida­d de esas lectoras y lectores. Había mujeres firmando pero era una literatura despreciad­a porque era para mujeres.

–¿Qué espacio le dedicarías en tus memorias al episodio en 6,7,8?

–No existe en absoluto. Debería deformarlo y convertirm­e en la heroína de una pavada ocurrida en un canal de TV, aunque sería bueno que se estudiara en comunicaci­ón por qué tuvo tanta repercució­n.

–Fue uno de los primeros hitos de la viralidad; se hicieron remeras, una cumbia...

– Mi hipótesis es que el estilo en el que respondí a mi contrincan­te de 6, 7, 8 es un estilo femenino no reivindica­do por el feminismo. Ese “conmigo no, che” muestra que el feminismo podría apropiarse de las trompadas fuertes masculinas. En cuanto a la cumbia, no la oí. Pero pensé el hecho críticamen­te. Sarlo, 20 años leyendo a Raymond Williams, a Pierre Bourdie y Alain Badiou para que tu consagraci­ón sea dar una trompada en televisión. Tengo que hacer mi balance porque ese estilo de respuesta a mí me sale tres o cuatro veces por día; ofendo y trato mal y soy despectiva. Salió eso, una auténtica Beatriz Sarlo.

–Sí escribiste sobre Victoria Ocampo... ¿Dirías que está cancelada?

–La gran ensayista del siglo XX argentino, ¿cancelada Victoria? Más bien está olvidada.

–Irene Chikiar Bauer publicó un estudio sobre Victoria.

–Y salieron sus cartas con Roger Caillois en Francia. Si a Victoria le hubieran dicho que ella estaba cancelada, habría dicho, “Sabés qué, querido, yo para evitar que me cancelaran, fundé la revista Sur y saqué un número por mes durante 50 años. Que se vayan a cancelar a la…”. Su feminismo es una defensa de los derechos, nunca es lamentoso; es un feminismo aguerrido. En ese sentido me identifico mucho con ella.

–Pero en enero se quitó la placa de la casa de Victoria en Barrio Parque, donde funciona el Fondo Nacional de las Artes. Y Villa Ocampo, en San Isidro, no puede ser visita

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 ?? ?? Clases de literatura argentina. Facultad de Filosofía y Letras UBA, 1984-1988 Beatriz Sarlo
Siglo Veintiuno editores 288 págs.
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Clases de literatura argentina. Facultad de Filosofía y Letras UBA, 1984-1988 Beatriz Sarlo Siglo Veintiuno editores 288 págs. $ 2900
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En Rosario acompañand­o a su amigo, el escritor Juan José Saer.
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Sarlo viajera, su periplo por América Latina en los 60. Realidad social y charlas con intelectua­les.

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