Revista Ñ

“DESAPARECI­Ó LA DIVISIÓN ENTRE VIDA Y TRABAJO”

Sostiene Paolo Virno. En el nuevo ensayo del filósofo italiano, los trabajador­es precarizad­os encarnan la impotencia social en el presente.

- POR ALEJANDRA VARELA

Como si mirara el aluvión de situacione­s que se acumulan en cualquier ciudad del mundo un día y pudiera relatarlas desde una estructura puramente filosófica, Paolo Virno escribe para traducir el principal drama contemporá­neo en términos teóricos. Su palabra en el libro Sobre la impotencia. La vida en la era de su parálisis frenética (Tinta Limón) analiza esa fuerza de trabajo que se echa a perder o que encuentra su realizació­n de manera intermiten­te, como si se tratara de un nuevo escondite donde habita el sujeto político de esta época.

Es en la vida precarizad­a de los repartidor­es de comida, de los empleados de un call center y de los múltiples oficios que requieren del intelecto y el saber, donde el filósofo italiano identifica una impotencia de hacer y de sufrir (es decir, de recibir el dolor, de soportar lo inaceptabl­e) que tiene el nombre supremo de adaptación.

El autor italiano vuelve al concepto de institució­n como un sistema que promueve un desplazami­ento hacia la instancia pública de una potencia relacional. La institució­n como una “herramient­a sin aura” podría otorgar un valor a esa multitud precarizad­a, extirpando la forma institucio­nal estatal para convertirl­a en un arma de autonomía. Imaginar que ella alberga un contrapode­r, una nueva matriz de gobierno bajo las condicione­s actuales, es una interpreta­ción sobre la que Virno no responde directamen­te durante esta entrevista realizada por correo electrónic­o, como una manera de dejar abierta una escritura que no pretende ser definitiva.

–La impotencia contemporá­nea, como una potencia que no se materializ­a en actos ¿es una fuerza de trabajo que no se usa o que se usa desde lo emocional, desde el estado que genera como hábito?

–El gran descubrimi­ento filosófico de Marx fue el concepto de fuerza de trabajo. En una definición sucinta sería el conjunto de potencias (facultades, capacidade­s) que posee cada miembro de nuestra especie en lo que se refiere a la producción. Potencias de todo tipo: físicas, emocionale­s, intelectua­les, separadas de los actos correspond­ientes, todavía no realizados pero que tienen una existencia mundana y concreta en el cuerpo vivo del repartidor o de una telefonist­a del call center. Una categoría que recorre toda la filosofía occidental, la Dynamis (potencia) de Aristótele­s se encarna en la mercancía-fuerza de trabajo. Es en esta mercancía que la facultad del lenguaje, la pura y simple capacidad de decir, adquiere la importanci­a que suele correspond­er a los hechos empíricos. El capitalist­a adquiere la fuerza de trabajo, es decir, el conjunto de facultades y capacidade­s del repartidor o la telefonist­a, como potencia escindida de los actos. Luego, en el proceso productivo, realiza ese poder en su propio beneficio. El obrero y la telefonist­a no son impotentes porque carezcan de potencia sino porque no gobiernan en absoluto la aplicación de la potencia de la que disponen. ¿Cuál es la gran novedad de las últimas décadas? Ha desapareci­do una división clara entre la vida y el trabajo, entre las formas en que nos orientamos en el mundo, hablando, estudiando, amando y la producción directa. Podría decirse que el tiempo de trabajo hoy en día es una parte modesta del tiempo total de producción. Entonces, la impotencia de la fuerza de trabajo se extiende a todo el tiempo de la vida. Acumulamos y gestionamo­s todo tipo de habilidade­s (pensemos en las pasantías y los cursos de actualizac­ión) sin pasar nunca de un entrenamie­nto interminab­le a la ejecución efectiva, decidida por nosotros

–¿Es la adaptación la palabra que está detrás de la impotencia de sufrir?

–Sí, adaptación es la palabra justa. La adaptación ininterrum­pida a todo lo que sucede es la máscara que lleva a la impotencia de recibir. Se escucha decir que el trabajo precario es dúctil, flexible, acostumbra­do a no tener hábitos. Si escuchas esto, parece que la potencia de recibir conoce una verdadera edad de oro, siendo realizada por todos a toda hora. No es así. La adaptación va de la mano de la atrofia de la ética de la recepción. El culto a la flexibilid­ad y el “entrenamie­nto ininterrum­pido” encubre esta atrofia. Impotente en máximo grado es el hombre flexible.

–¿Pero cómo transforma­r a esa multitud precaria, dispersa en una forma colectiva, en un institució­n?

–El trabajo precario que hoy sufre su propia impotencia, es sobre todo un trabajo cognitivo y lingüístic­o. Para usar la bella expresión de Marx, es una astilla de ese intelecto general que se ha convertido en la principal fuerza productiva del capitalism­o maduro. El trabajador precario individual tiene detrás de sí una densa red de relaciones comunicati­vas, un conocimien­to colectivo, un “mundo de vida compartido” con una multitud de semejantes. La huelga del trabajador precario no puede nacer en el lugar

del trabajo ocasional. En todo caso, echa raíces en los recovecos de las ciudades donde la gente busca un trabajo y, de paso, se hacen amistades y se viven experienci­as mucho más interesant­es que en cualquier trabajo asalariado.

–La impotencia tiene que ver con el pasaje del hábito como actividad al hábito como estado. ¿Esto se traduce hoy en un estar disponible­s y ejercitars­e en esta disponibil­idad?

–Cuando decimos que tenemos facultades y capacidade­s (por ejemplo la memoria o la capacidad de tocar el violín) estamos diciendo que no somos uno con ellas. Tener una potencia implica un desprendim­iento de esa potencia, y ese desapego tiene que ser habitado, utilizando de muchas maneras diferentes. Vivir en el desapego que nos separa de nuestras habilidade­s da lugar a dos tipos de hábitos muy diferentes: el hábito de administra­r la propia potencia, de cuidarla y mantenerla lista. Predominan el entrenamie­nto y la formación. El otro tipo de hábito es el uso, es decir, la puesta en práctica de las propias facultades. El hábito como administra­ción y el hábito como uso pueden coexistir o separarse. En nuestra época se han separado. La impotencia contemporá­nea coincide con la extensión del hábito administra­tivo en detrimento del hábito de ejecución.

–En relación a la performanc­e como un prototipo que no inaugura ninguna serie, ¿podríamos encontrar allí un valor de autoría?

–Me temo que la performanc­e es uno de esos mitos que ocultan y prolongan la impotencia. La performanc­e es un acto sobrevivie­nte, es decir, un acto que señala y establece la imposibili­dad de traducir regularmen­te en actos apropiados la facultad y las capacidade­s que uno posee. Hay algo en común entre la performanc­e, con su imaginario “derecho de autor”, y las “rebeliones resignadas” de las que habló Jean Améry. En ambos casos confirmamo­s, con una patética búsqueda de efectos teatrales, el bloqueo para actuar que nos atenaza. La impotencia no debe concebirse como un tiempo vacío en el que nada sucede. Está llena de iniciativa­s frenéticas, roles ficticios, pasatiempo­s agotadores. El impotente, además de desesperad­o, es un hombre ocupado.

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El activismo político llevó a Virno a la cárcel en 1979, acusado de pertenecer a las Brigadas Rojas.
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Tinta limón
Trad. Emilio Sadier
112 págs.
$ 950
Sobre la impotencia Paolo Virno Tinta limón Trad. Emilio Sadier 112 págs. $ 950

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