“DESAPARECIÓ LA DIVISIÓN ENTRE VIDA Y TRABAJO”
Sostiene Paolo Virno. En el nuevo ensayo del filósofo italiano, los trabajadores precarizados encarnan la impotencia social en el presente.
Como si mirara el aluvión de situaciones que se acumulan en cualquier ciudad del mundo un día y pudiera relatarlas desde una estructura puramente filosófica, Paolo Virno escribe para traducir el principal drama contemporáneo en términos teóricos. Su palabra en el libro Sobre la impotencia. La vida en la era de su parálisis frenética (Tinta Limón) analiza esa fuerza de trabajo que se echa a perder o que encuentra su realización de manera intermitente, como si se tratara de un nuevo escondite donde habita el sujeto político de esta época.
Es en la vida precarizada de los repartidores de comida, de los empleados de un call center y de los múltiples oficios que requieren del intelecto y el saber, donde el filósofo italiano identifica una impotencia de hacer y de sufrir (es decir, de recibir el dolor, de soportar lo inaceptable) que tiene el nombre supremo de adaptación.
El autor italiano vuelve al concepto de institución como un sistema que promueve un desplazamiento hacia la instancia pública de una potencia relacional. La institución como una “herramienta sin aura” podría otorgar un valor a esa multitud precarizada, extirpando la forma institucional estatal para convertirla en un arma de autonomía. Imaginar que ella alberga un contrapoder, una nueva matriz de gobierno bajo las condiciones actuales, es una interpretación sobre la que Virno no responde directamente durante esta entrevista realizada por correo electrónico, como una manera de dejar abierta una escritura que no pretende ser definitiva.
–La impotencia contemporánea, como una potencia que no se materializa en actos ¿es una fuerza de trabajo que no se usa o que se usa desde lo emocional, desde el estado que genera como hábito?
–El gran descubrimiento filosófico de Marx fue el concepto de fuerza de trabajo. En una definición sucinta sería el conjunto de potencias (facultades, capacidades) que posee cada miembro de nuestra especie en lo que se refiere a la producción. Potencias de todo tipo: físicas, emocionales, intelectuales, separadas de los actos correspondientes, todavía no realizados pero que tienen una existencia mundana y concreta en el cuerpo vivo del repartidor o de una telefonista del call center. Una categoría que recorre toda la filosofía occidental, la Dynamis (potencia) de Aristóteles se encarna en la mercancía-fuerza de trabajo. Es en esta mercancía que la facultad del lenguaje, la pura y simple capacidad de decir, adquiere la importancia que suele corresponder a los hechos empíricos. El capitalista adquiere la fuerza de trabajo, es decir, el conjunto de facultades y capacidades del repartidor o la telefonista, como potencia escindida de los actos. Luego, en el proceso productivo, realiza ese poder en su propio beneficio. El obrero y la telefonista no son impotentes porque carezcan de potencia sino porque no gobiernan en absoluto la aplicación de la potencia de la que disponen. ¿Cuál es la gran novedad de las últimas décadas? Ha desaparecido una división clara entre la vida y el trabajo, entre las formas en que nos orientamos en el mundo, hablando, estudiando, amando y la producción directa. Podría decirse que el tiempo de trabajo hoy en día es una parte modesta del tiempo total de producción. Entonces, la impotencia de la fuerza de trabajo se extiende a todo el tiempo de la vida. Acumulamos y gestionamos todo tipo de habilidades (pensemos en las pasantías y los cursos de actualización) sin pasar nunca de un entrenamiento interminable a la ejecución efectiva, decidida por nosotros
–¿Es la adaptación la palabra que está detrás de la impotencia de sufrir?
–Sí, adaptación es la palabra justa. La adaptación ininterrumpida a todo lo que sucede es la máscara que lleva a la impotencia de recibir. Se escucha decir que el trabajo precario es dúctil, flexible, acostumbrado a no tener hábitos. Si escuchas esto, parece que la potencia de recibir conoce una verdadera edad de oro, siendo realizada por todos a toda hora. No es así. La adaptación va de la mano de la atrofia de la ética de la recepción. El culto a la flexibilidad y el “entrenamiento ininterrumpido” encubre esta atrofia. Impotente en máximo grado es el hombre flexible.
–¿Pero cómo transformar a esa multitud precaria, dispersa en una forma colectiva, en un institución?
–El trabajo precario que hoy sufre su propia impotencia, es sobre todo un trabajo cognitivo y lingüístico. Para usar la bella expresión de Marx, es una astilla de ese intelecto general que se ha convertido en la principal fuerza productiva del capitalismo maduro. El trabajador precario individual tiene detrás de sí una densa red de relaciones comunicativas, un conocimiento colectivo, un “mundo de vida compartido” con una multitud de semejantes. La huelga del trabajador precario no puede nacer en el lugar
del trabajo ocasional. En todo caso, echa raíces en los recovecos de las ciudades donde la gente busca un trabajo y, de paso, se hacen amistades y se viven experiencias mucho más interesantes que en cualquier trabajo asalariado.
–La impotencia tiene que ver con el pasaje del hábito como actividad al hábito como estado. ¿Esto se traduce hoy en un estar disponibles y ejercitarse en esta disponibilidad?
–Cuando decimos que tenemos facultades y capacidades (por ejemplo la memoria o la capacidad de tocar el violín) estamos diciendo que no somos uno con ellas. Tener una potencia implica un desprendimiento de esa potencia, y ese desapego tiene que ser habitado, utilizando de muchas maneras diferentes. Vivir en el desapego que nos separa de nuestras habilidades da lugar a dos tipos de hábitos muy diferentes: el hábito de administrar la propia potencia, de cuidarla y mantenerla lista. Predominan el entrenamiento y la formación. El otro tipo de hábito es el uso, es decir, la puesta en práctica de las propias facultades. El hábito como administración y el hábito como uso pueden coexistir o separarse. En nuestra época se han separado. La impotencia contemporánea coincide con la extensión del hábito administrativo en detrimento del hábito de ejecución.
–En relación a la performance como un prototipo que no inaugura ninguna serie, ¿podríamos encontrar allí un valor de autoría?
–Me temo que la performance es uno de esos mitos que ocultan y prolongan la impotencia. La performance es un acto sobreviviente, es decir, un acto que señala y establece la imposibilidad de traducir regularmente en actos apropiados la facultad y las capacidades que uno posee. Hay algo en común entre la performance, con su imaginario “derecho de autor”, y las “rebeliones resignadas” de las que habló Jean Améry. En ambos casos confirmamos, con una patética búsqueda de efectos teatrales, el bloqueo para actuar que nos atenaza. La impotencia no debe concebirse como un tiempo vacío en el que nada sucede. Está llena de iniciativas frenéticas, roles ficticios, pasatiempos agotadores. El impotente, además de desesperado, es un hombre ocupado.