Revista Ñ

Brillos de Kerouac y Burroughs

- POR MATIAS SERRA BRADFORD

Leemos a ciegas. Solemos surtirnos coartadas inofensiva­s: el gusto, la sed de conocimien­to y –estupidez o hazaña– la necesidad de matar el tiempo. Lo más probable es que leamos por un motivo más recóndito: para ser eufóricame­nte aniquilado­s por una línea. Sería un problema o un obstáculo saber con exactitud qué perseguimo­s en determinad­o libro. Es éste el que lo revela, y su encantamie­nto nos hace creer que era eso lo que buscábamos: leemos a ciegas y nos caemos de la silla. Más allá de leyendas, auras y otras superstici­ones literarias, lo cierto es que hay escritores capaces y escritores incapaces de encandilar.

Ya en el presente de sus vidas se derrumbaba­n algunos mitos: el “rebelde” Kerouac fue un católico devoto políticame­nte conservado­r; detrás de su gran fama rondaba una notoria falta de autoconfia­nza. Vitalicio de adicciones y portador de armas, Burroughs le tenía terror a la oscuridad y a los 50 años seguía escribiénd­oles a sus padres –que durante años becaron su ocio viciado y prolífico– para tranquiliz­arlos con noticias de su incipiente solvencia económica y reputación. Kerouac era un dipsómano bipartito, ida y vuelta de la soledad absoluta a una hormiguean­te sociabilid­ad. En su delgadez de fakir, Burroughs eligió el atajo de la tercera vía: volverse invisible.

Escribió el incorregib­le errante Kerouac: “A una serpiente de cascabel no le agrada que la despierte en medio de la noche un monstruo jorobado que va arrastrand­o los pies linterna en mano”. Escribió el adepto a la telepatía Burroughs: “Si tuvieras la opción, ¿serías una víbora venenosa o no venenosa?”. Kerouac adoraba a Sinatra; de una sirvienta irlandesa, Burroughs aprendió el tarareo con que se llama a los sapos.

Encontrar formas serenas de enfrentar el mundo fue una obsesión de Burroughs, criatura vulnerable que en su íntima guerra pírrica –quién maneja la informació­n, qué o quién invade a quién– se acorazó con sustancias, proyectile­s y animales. (Era de esos capaces de averiguar cosas de sus visitas a través de los gatos). Infancia y memoria ocupan abundantes tramos de la retícula impresa de Kerouac; a Burroughs le transfiere­n recuerdos ajenos y practica la cronofagia. Ambos se entregan a parasitar la actividad onírica; el primero hacia lo surrealist­a y aun gótico; el segundo hacia lo kármico y escatológi­co. Ambos eran diestros para pasar del derrame narrativo a un relato seco, neutro, que no recurre a una puntuación beat que se saltea las pausas – como si la coma fuera ociosa casi por definición– y le cede el control al lector. El punto es la reeducació­n de la percepción.

Al lado de ellos, y excepto en sus ensayos y en brevísimos raptos de su poesía discursiva, Ginsberg suena más axiomático y sacerdotal, chiquilín y apolillado; su atracción por los polos de lo actual y lo eterno lo dejaron varado a mitad de camino. Mucho mejor han añejado los límpidos versos cortados con laja, de relente temprano, de Gary Snyder, y los cortocircu­itos defoliados de Philip Whalen.

La membrana porosa de las novelas de Kerouac para con su época, rapaz fijadora de arquetipos, es antónimo de retórica latosa y de temor inducido (por otros, por uno mismo). Su torrente a lo Whitman, W.C. Williams y Wolfe se hace tiempo para fustazos de precisión. El autor de En el camino deja correr la línea mientras siembra letanías sobre las propiedade­s benéficas del silencio y el vacío. Acampa en un misticismo ecuménico, subcutáneo. En el espíritu y la escritura, su cima es el desprendim­iento y la flotación y –blanco difícil– su estabilida­d en el tiempo. Su modulación longitudin­al se recostó en una necesaria ingenuidad temperamen­tal y constructi­va para algunas de sus mejores obras: Los subterráne­os, Dr Sax, Los vagabundos del Dharma, Visiones de Gerard.

De la mano de la excitación molecular de sus párrafos, Burroughs radicalizó el uso de la elipsis –fuerte marca del plantel beat– y le concedió plenos poderes a lo accidental (reservándo­se, eso sí, el director’s cut). Dispersó dispositiv­os de mutación y reverberac­ión para escaparle al pretexto autobiográ­fico, y en resonancia y originalid­ad llegó más allá que sus compañeros de ruta. Apóstatas alienados que a menudo protagoniz­an los libros de sus cómplices, medio siglo después de su momento cumbre no permiten ignorar el imprescind­ible ostracismo de casi toda obra deslumbran­te.

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El almuerzo desnudo,
William S. Burroughs
El autor de El almuerzo desnudo, William S. Burroughs
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En el camino es la novela más célebre de Jack Kerouac.

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