Revista Ñ

Desventura­s del pintor de los fondos de Picasso

César Aira. En Vilnius, pone en marcha su poderosa, multipremi­ada y paradójica máquina de “crear realidad”.

- POR FLAVIO LO PRESTI

Superada la centena de libros publicados, la obra de César Aira está profusamen­te comentada por tesistas doctorales, estrellas del rock local e internacio­nal, académicos vitalicios, escritores provincian­os y porteños y profesiona­les liberales que se dedican a propalar y defender su obra de cualquier malentendi­do (aunque uno puede sentir que un perenne malentendi­do ha sido una de las aspiracion­es de Aira), de cualquier equívoco (una curiosa contradicc­ión con una obra que puede ser vista como un tembladera­l de sinsentido), de cualquier desplazami­ento con respecto a un rosario de consensos: la obra de Aira no admite la lectura “libro por libro” ni hay libros buenos y malos porque conforman un continuo “que ilumina el presente y el porvenir”; es el heredero argentino del surrealism­o y Raymond Roussel (y de Borges), y ha roto límites esquivando el lastre penoso que significa buscar un fin social convencion­al para la literatura; es fácil no entender su obra porque escapa de la tristeza del arte bien hecho, de calidad, serio; el delirio de sus libros es (según malabares que la crítica supersutil de la Argentina es capaz de hacer ante nuestros ojos como si se tratara de una novela del propio César) una curiosa forma de realismo.

En un punto es como si hubiera tejido a su alrededor una pesadilla contradict­oria de respetabil­idad que el permio Formentor vino a rubricar, a pesar de su genialidad para desmarcars­e hasta de los fanáticos: nadie (con las excepcione­s de Elsa Drucaroff en Los prisionero­s de la torre y Juan Terranova en El rebote insoportab­le) es capaz de una palabra disidente, en parte porque somos los favorecido­s contemporá­neos de una obra verdaderam­ente inmensa, cuyo impacto en la trayectori­a de cualquier lector sensible es incalculab­le.

Dicho todo esto Vilnius, la nueva entrega de esa máquina pigliana de producir realidad que es la obra de Aira, tiene un tono casi crepuscula­r.

El relato está impulsado por mecanismos habituales (cuesta creer que nadie vea una contradicc­ión entre la aspiración a lo nuevo en la obra de Aira y la recurrenci­a de algunos yeites), entre los cuales está la sorpresa de la geografía (Lituania: ¿puede la sorpresa misma ser una recurrenci­a?), el tema de las artes visuales (un Crítico de Arte dipsómano se encuentra con el pintor de los fondos de las telas de Picasso en el bosque de Vilna), la generación improvisad­a del relato a partir de la ocurrencia automática (un párrafo desemboca en el siguiente en un mecanismo que por momento hace pensar en la rima), y la amenaza de la teoría (las especulaci­ones sobre el sentido de los fondos de los cuadros cubistas, etc.).

Pero hay una verdadera sorpresa en el tono gris, como impregnado por los temas que atraviesan el monólogo interior del protagonis­ta (la guerra, el alcoholism­o, un soldado muerto en el que el narrador proyecta un sueño de riqueza y de necrofilia homosexual, una relación opresiva con una mujer Letona), una oscuridad que deja poco espacio a las jocosas paradojas propias de Aira y vuelve al relato una suerte de pastiche de literatura eslava que termina con una nota explícitam­ente declinante: la aparición del realismo como amenaza de tedio.

¿Es una burla de Aira a sus exégetas? ¿Es una confesión de derrota o de cansancio? La especulaci­ón carece de sentido, va a ser anulada por los próximos cuatro títulos de César Aira y probableme­nte no tenga en cuenta que diez novelas anteriores pueden estar atravesada­s por el mismo aire. Igualmente, al final de Vilnius queda sonando un diapasón alarmante: ¿Habrá alguna vez una última novelita?

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Vilnius César Aira Iván Rosado 68 págs.

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