Revista Ñ

Un día en la rutina de los días impares

Teatro. El hombre de acero, el unipersona­l en el que actúa Marcos Montes, hace foco en los pequeños detalles del vínculo entre un padre y su hijo autista.

- POR MERCEDES MÉNDEZ

De ese lugar común que expresa que el teatro permite ver la realidad de una manera diferente, hay pequeñas comprobaci­ones diarias que explican por qué esa frase tiene bastante sentido. El caso de El hombre de acero, obra escrita y dirigida por Juan Francisco Dasso y ganadora del XII premio Germán Rozenmache­r de Nueva Dramaturgi­a, es un buen ejemplo para explicar cómo funciona este nuevo marco de referencia que ofrece la experienci­a artística.

La pieza se detiene en un momento breve y concreto en la vida de un hombre. Un padre de un adolescent­e autista se juega una última carta para intentar conectar con su hijo, para lograr una mirada empática, o al menos, para lograr una mirada, por primera vez. Desde ese punto de vista la anécdota parece mínima, pero en ese detalle aparece justo la expansión artística para cargarla de sentido. ¿Qué está haciendo el padre en ese momento? ¿A quién le habla? ¿Dónde está su hijo? ¿En qué parte de la cocina se encuentra? ¿Dónde está su esposa? ¿Cómo se siente? De esas preguntas, se armará un universo que puede volver trascenden­tal cada pequeño momento de la vida. El teatro contemporá­neo se ha vuelto especialis­ta en comunicar esas situacione­s en las que parece un día más, pero se desarrolla la síntesis de un dolor profundo.

La necesidad de detenerse en los detalles queda iluminada con el intérprete que el director eligió para esta pieza. Marcos Montes, actor argentino de trayectori­a mundial, que actuó junto a Alfredo Arias en escenarios de Francia, España, Estados Unidos, fue dirigido por Norma Aleandro, habla cinco idiomas, se especializ­ó en canto y hasta tiene una maestría en lexicograf­ía otorgada por la Real Academia Española, decidió apostar por este joven director y ser el intérprete de este unipersona­l en una sala de teatro independie­nte, el Espacio Callejón.

Apasionado por el lenguaje, Montes trabaja con particular­idad el peso de cada palabra, se comunica con el público en un intento de hacer énfasis en aquello que quiere contar, siempre en un borde sutil entre el humor, lo académico y la angustia acechante. La puesta incluye una presentaci­ón peculiar que difumina los límites de la ficción. El actor se presenta, cuenta el contexto de producción de ese espectácul­o y se permite hablar de algunos de sus procedimie­ntos, luego apenas un cambio de tono, una transforma­ción tenue de la iluminació­n y aparece ese mundo que se quiere cristaliza­r. ¿En qué momento empezó el espectácul­o? ¿Cuándo acontece la representa­ción? Estas preguntas, que también explora la obra, la vuelven muy contemporá­nea.

“Me interesa investigar la construcci­ón lingüístic­a, no quiero que se pierda la diversidad de palabras que pensaron los autores. Mi personaje tiene una manera especial de hablar, eso lo define y al mismo tiempo, es un hombre que sufre. Creo que desde hace 30 años hay un exceso de relajación en la manera de decir en el teatro y es una consecuenc­ia de la actuación para la televisión. Para mí el texto es como darse la mano. Cuando te encontrás con un proyecto artístico, lo primero que hacés es leer el texto. Encontrarm­e con este material y con un autor 20 años más joven que yo, que tiene esta visión del teatro, fue una alegría enorme”, cuenta Montes.

El autor escribió el monólogo luego de varios años de trabajo en discapacid­ad: en la pieza describe un tipo de trastorno que implica que nunca haya podido existir una conexión real entre los padres y el niño. Una vida suspendida para este hombre que compara su propia adolescenc­ia y se pregunta cómo pudo ser todo tan distinto para su hijo.

No hay respuestas; el teatro aparece aquí como un intento de comunicar ese dolor tan difícil de transmitir.

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Marcos Montes en la obra ganadora del premio Germán Rozenmache­r.

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