Personajes reducidos a señas y gestos
CODA. Reflexiones sobre el filme ganador del Oscar, del cineasta Sian Heder, una remake del francés La familia Bélier sobre una familia de sordos.
Ruby, la joven protagonista de CODA, el filme de Sian Heder, canta como los dioses. A diferencia de sus padres y de su hermano mayor, ella puede escuchar y hablar sin dificultad alguna, más allá de que su desempeño con el lenguaje de señas es tan competente como en los momentos en los que tiene que modular en una melodía y comprender el contrapunto con otras voces.
Que una cantante haya nacido en el seno de una familia de sordos es una rareza, acaso una ironía azarosa no exenta de crueldad: en esa peculiar circunstancia se desarrolla el pequeño drama vocacional en el que toda una familia que vive de la pesca tiene que lidiar con las irregularidades de la economía y los impedimentos de la comunicación. No será fácil para un grupo familiar que depende en demasía de la audición de Ruby interactuar velozmente con el mundo.
Con estas condiciones iniciales marcadas por situaciones paradójicas, puede pasar de todo. Disponible en Prime Video, CODA (en inglés, sigla que quiere decir “niños de adultos sordos”) es, además, una adaptación de un filme francés que parte de la misma situación. En La familia Bélier, la joven también cantaba y era el nexo sonoro lingüístico entre su familia y el mundo, aunque en vez de la pesca la economía familiar giraba en torno a una granja y el difuso cooperativismo que se insinúa ante un conflicto con los representantes de los pescadores se resolvía en la versión original con el paso del padre a la política.
Descripto así, en el filme puede entreverse complejidad y una posibilidad interesantísima para explorar la percepción y la experiencia en el mundo. En verdad, la película de Éric Lartigau, apenas tolerable, no era mucho menos melindrosa que su remedo estadounidense, pero sí menos proclive a aglutinar todos los estereotipos posibles de un imaginario y hacerlos desfilar por casi dos horas. Acá el cliché como retórica enmudece por segunda vez a los personajes reduciéndolos a señas y gestos.
¿Qué prueba elegir para sustentar esta injuria? La única secuencia que no pertenece a este menjunje de buenas intenciones, en la que se puede adivinar otro camino. Precedida didácticamente por una escena pésima, quizás la peor. En efecto, después de que la madre recuerda junto con su hija el momento cuando supo que su bebé podía oír, escena gratuitamente musicalizada, sigue otra, casi sin orden de continuidad, donde discuten Ruby y su hermano mayor. El trabajo sobre el sonido, el tipo de encuadre elegido y la gestualidad de los personajes tienen la precisión que todo intérprete de lenguaje de señas quisiera exhibir cuando se desempeña como traductor. La escena es breve, pero tan distinta a las restantes que su virtud inesperada desnuda la pereza de lo que antecede y de lo que sigue, exceptuando, en menor medida, algo que sucede casi en el desenlace entre el padre y la hija a propósito de la incapacidad del primero de llegar siquiera a capturar el sentido propio de la música, pues si hay algo inconmensurable al lenguaje de señas es la significación de la sustancia musical.
En sus interminables minutos, CODA acumula escenas ya vistas en películas mediocres producidas para la televisión y en comerciales con aspiración narrativa. Abundan las supersticiones culturales sobre el voluntarismo individual, las nociones ingenuas de comunidad y los mantras pop que explican el talento. A esta estofa de lugares comunes, ni la experiencia de primera mano de Marlee Matlin y Troy Kotsur, ambos intérpretes sordos con carreras destacables, ni tampoco el joven actor Daniel Durant, también sordo, funcionan como contrapunto de una película que no deja de aturdir con sus escasas ideas cinematográficas y situaciones dramáticas que parecen ser la ilustración impersonal de un algoritmo con datos diversos sobre costumbrismo.