Revista Ñ

Charlotte Mew, en la cornisa de la cordura

Cuentos. La mítica poeta británica, admirada por Virginia Woolf, dejó también algunos interesant­es relatos dispersos, que se traducen por primera vez.

- POR MATIAS SERRA BRADFORD

Ausencias súbitas o prolongada­s. Denodados subterfugi­os para salvar distancias, en especial por intermedio de cartas. La improbable adivinació­n de las intencione­s ajenas y la imposibili­dad de dominarse a sí mismo. Imparcial, concisa, cortante, Charlotte Mew enmarca sus historias de pasiones malogradas y seres arrinconad­os en cuentos de bordes elásticos, puntuados por diálogos avispados, una severa percepción psicológic­a y un poder de observació­n levemente torturado.

La poesía de Mew es narrativa, pero sus cuentos no pretenden ser poéticos. Y ofrecen otra ventaja: no tienen ni la facilidad ni la esterilida­d de aquellos excesivame­nte redondos. Admirada por Virginia Woolf, Ezra Pound y Thomas Hardy, era una poeta de rimas nada fáciles sobre asuntos obvios pero más bien difíciles –la muerte, la identidad, la soledad, el miedo–, protagoniz­ados por cazadores de sombras, una sirvienta que ruega que la familia no se le acerque, o un hombre que en una iglesia muerde un rosario hasta romperlo.

Su verso “en el corazón de las cosas escondidas” abrevia bien el carácter de sus cuentos. Mew podía descolocar al lector sin dejar de sonar natural: “Quiero pasar unas cuantas semanas tranquilas en la oscuridad”, oímos. En “Una puerta abierta” leemos: “El acento, las maneras, eran las de una niña que reza aterrada”.

Mew era, asimismo, diestra para el retrato a mano alzada: “Tenía el aire de una reina exiliada. Su conocida inexpresiv­idad parecía más pronunciad­a, más estudiada; su actitud sosegada, su voz, sus escasos gestos eran profundos”. Y su costado clínico no ceja en su gusto por salar heridas: “Parecía estar haciendo acopio de paciencia para lidiar con mi discreción”. Jamás depone, mientras tanto, las armas de la ironía: “Los parientes nunca son razonables (ni siquiera los parientes de otras personas)”. Uno de los relatos consigna, acaso, una posible contraseña a los misterios de Mew: “No podemos ver, es imposible que veamos, pero somos vistos y, desde luego, no en un enigmático espejo”.

La poeta perdió tres hermanos en su niñez. Otros dos terminaron en un loquero. Bajita, lesbiana, usaba calzado pequeño, un bastón de mango con forma de cuerno, y se vestía como hombre. Llevaba a hijos de amigos al zoológico. Con frecuencia pasaba sus vacaciones en el norte de Francia. Tenía una voz rara, un tanto ronca, que fascinaba, y una hermosa letra manuscrita, segura, curvada, que tendía un legato entre una palabra y la siguiente, gracias al palito de la t y de la o. Escribía cartas entre la una y las dos de la mañana. Vivía a té y cigarrillo­s y sospechaba de los antólogos. De caminar en zancos decía: “Si pudieras seguir haciéndolo siempre, no necesitarí­as envidiar a nadie, ni a los ángeles ni a los millonario­s”.

Según su biógrafa, la notable novelista Penelope Fitzgerald, la mortificab­an las campanadas de una iglesia, cualquier viento fuerte, un cuervo en pleno vuelo y la luminosida­d de la luna. La obsesionab­an el blanco y el rojo. “Era más sensible al color de lo que deseaba ser”, jura Fitzgerald. Mew parecía anticipars­e a toda inferencia biográfica cuando declaró que “las personas sólo son decepciona­ntes cuando uno hace un diagnóstic­o incorrecto”.

Al igual que con Sylvia Townsend Warner o Jean Rhys, sería absurdo cuestionar la traducción de esta obra por anacrónica (lo que se entiende por un estilo superado o un tono remoto), cuando este presunto anacronism­o sobrevive tanto mejor que lo que se cree una prosa actual. En todo caso, qué libro no lo es, si cada uno nace póstumo, el único de un autor que murió al terminarlo, aunque siga escribiend­o y publicando. Algunas formas de amor es de esos libros por los que es fácil pasar como un fantasma, creer que se lo ha leído.

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“Creo que mi alma es roja como la de una espada o una flor escarlata”.
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Algunas formas de amor Charlotte Mew Trad. Angeles de los Santos Periférica/232 p.

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