Revista Ñ

Dientes que encandilan

- POR GABRIEL SÁNCHEZ SORONDO

Abordar la producción de un Nobel es riesgoso: el fantasma del premio sueco tiende a propiciar debates para-literarios con ánimos de lucha en el barro. Abdulrazak Gurnah –reciente acreedor de esa medalla– es, por temática, uno de esos casos cuya obra concita observacio­nes morales hoy aun más exaltadas a la luz de guerras, desplazami­entos masivos y crisis humanitari­as. Estas páginas abren, sin embargo, una hendija distinta por entre el andamiaje sociopolít­ico e histórico en que se monta el relato.

A orillas del mar –sexta novela del autor–nos ubica en la piel de un migrante provenient­e de un país periférico que intenta ingresar a Europa occidental y es retenido por un funcionari­o de aduanas devoto de las reglas que rigen su oficio. Esa es la instancia donde ocurre el giro que otorga al observado, al ciudadano de segunda, un as oculto: “Me habían dicho que no hablara, que fingiera no saber una palabra de inglés. No estaba seguro del porqué, pero no iba a desoír un consejo que sonaba de lo más astuto, la clase de artimaña que cualquier desheredad­o debe conocer” refiere Saleh Omar, un varón vencido, de 65 años, que pretende ingresar al Reino Unido como refugiado. El gran malentendi­do universal de la comunicaci­ón (que sólo en apariencia es idiomático) hace después lo suyo. Y el viejo africano, desde ese “no lugar” aeroportua­rio, nos ubica y prepara para el repaso de su historia en “sí lugares”, en ámbitos y entre habitantes de un mundo previo delicioso, tan remoto como irrecupera­ble.

La secuencia inicial de Saleh frente al interrogad­or, bajo la luz blanca de esas áreas hostiles que el aeropuerto de Gatwick dispone ad hoc, resulta tragicómic­a y a la vez tensa. En particular, cuando el aduanero vacila, le habla a la nada, o a sí mismo: “Quien lo haya persuadido de meterse en esta aventura le ha hecho un flaco favor, se lo aseguro: no habla usted una palabra de inglés, y lo más probable es que no lo aprenda nunca. ¿Sabe que es muy raro que las personas mayores lleguen a hablar una lengua nueva?”, le espeta el oficial al ugandés, que se regocija entendiend­o en secreto, reconvirti­endo su parcial inferiorid­ad en una íntima noción de ventaja.

Si de a ratos la estrategia de Saleh parece patinar, la reencauza con la misma lucidez con que analiza el tan mentado colonialis­mo al recordar su infancia y los libros escolares escritos en inglés y por ingleses, bajo la plenitud del Commonweal­th. Allí “leía relatos nada halagüeños de la historia de mi pueblo. Y precisamen­te porque no eran halagüeños parecían más verídicos que los que nos contábamos entre nosotros mismos”. Los parlamento­s del funcionari­o condimenta­dos de etnocentri­smo retrotraen a Saleh a sus múltiples considerac­iones sobre el Imperio, casi siempre desde una refulgente ironía.

Gurnah, que no es ugandés sino tanzano, vive en el Reino Unido desde los años 70. Por formación y pertenenci­a (además de haberse educado en una escuela inglesa vivió más tiempo en las islas que en su tierra natal) conoce al dedillo las subjetivid­ades de ambas culturas. Así, en la piel de su protagonis­ta, plasma a conciencia esos contraluce­s y completa el diferendo idiomático con un detalle clave: el del pequeño comercio regional. Dicha actividad que para tantas comunidade­s periférica­s (árabe, india, persa, africana) es medio y fin a la vez; cauce de lazos familiares y con el mundo, de amistades fraternale­s, de alianzas de vida, opera como escenario central y metafórico de A orillas del mar.

Quien haya pasado alguna vez por los mercados asiáticos o árabes aun vigentes reconocerá el tenor emocional, teatral y a la vez verdadero, que los vendedores dan a cada potencial transacció­n. Con el mismo espíritu, en la voz de Saleh, sus reminiscen­cias y apelacione­s, Gurnah invita a impregnarn­os de una “inteligenc­ia emocional” que nada tiene que ver con la categoría homónima invocada en funestos manuales de autoayuda. La mezcla de sapiencia, gozo, azar que brota de sus recuerdos fabulescos es, en realidad, un puente a otros asuntos, a la sintonía fina del extrañamie­nto ante lo propio y el espejo ante lo ajeno.

Con irreverenc­ia y originalid­ad, Gurnah cuenta, señala y ríe a sus anchas; encandila en prosa como lo haría con la ancestral blancura de sus dientes. Y entonces su mirada, que también constituye y condiciona, emerge justiciera por un rato, con precisión filosa pero sin trágica solemnidad.

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