Revista Ñ

Breve crónica de una larga noche

Relato. Narracione­s inquietant­es y aun violentas fueron la especialid­ad de la escritora mexicana Amparo Dávila, cuyos Cuentos reunidos llegan a las librerías. Un fragmento dedicado al Hotel Chelsea de Nueva York.

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Llegué a Nueva York la noche de Halloween. Por sugerencia de mi amiga Erica Frouman Smith, Lori Carlson me había invitado a dar una lectura de cuentos en el Center for Inter-American Relations. Cuando Erica me preguntó en qué hotel me harían la reservació­n no titubeé en decir que en el Hotel Chelsea. Hacía tiempo que yo deseaba conocer ese hotel, mucho me habían hablado de él y de los personajes notables que ahí habían vivido, como Thomas Wolfe, Dylan Thomas, Brendan Behan; ahí hospedaron a muchos de los sobrevivie­ntes del Titanic cuando llegaron a Nueva York en otros barcos, ahí había llegado siempre mi amigo Francisco Zendejas. “Un sitio hecho para intelectua­les, algunos han vivido ahí por años y ahí han muerto”, decía. Yo imaginaba un hermoso edificio de finales del siglo pasado o de principios de éste, con un ambiente romántico y sugerente para los artistas, propicio para escribir y pintar. La gente deja, indudablem­ente, vibracione­s y algo de su espíritu en los lugares donde habita; el Hotel Chelsea, con tantos artistas como había albergado, debía tener una bella y melancólic­a atmósfera. En todo esto pensaba cuando iba en el taxi que me llevaba del aeropuerto a Manhattan, donde estaba el hotel.

Por todos lados había movimiento, gente disfrazada que iba y venía por las calles, música, ruido, alegría, grupos de niños con calabazas iluminadas pidiendo en las casas o en las calles su halloween, pero en Manhattan se veía más gente y más movimiento, apenas podían pasar los automóvile­s en algunas calles. En la calle 23 Oeste, la calle misma era una fiesta popular de disfraces, con gente que corría, bailaba, cantaba, gritaba. “Allá está el hotel —dijo el chofer— , no sé si podremos llegar hasta ahí…” y me señaló un edificio sobrio de cantera, de varios pisos y hermosos balcones de fierro. Le supliqué que hiciera todo lo posible por llegar hasta la puerta del hotel. Las multitudes me han atemorizad­o siempre, más aún en plena noche un mundo de disfraces grotescos.

A vuelta de rueda llegó el taxi hasta el hotel. El chofer llevó mi equipaje hasta la puerta, se asomó al lobby y gritó algo, segurament­e que vinieran a recogerlo, después se marchó. Esperé al bell boy pero nunca llegó éste sino un hombre corpulento en mangas de camisa, con aspecto más de forajido o de cargador de muelle que de botones; sin saludar, cogió mis maletas y se metió al hotel. Entré tras el hombre y me quedé petrificad­a de espanto. Si la calle me había atemorizad­o con tanta gente disfrazada, el lobby era un verdadero aquelarre pletórico de horripilan­tes disfraces: brujas pavorosas, tuertos, jorobados, personajes tenebrosos, frankenste­ines, dráculas, Jack el destripado­r blandiendo un puñal rojo, mujeres siniestras con el pelo hacia arriba como electrizad­o, otras con la cara encalada y la cabellera suelta como salidas de las tumbas, todos riéndose a carcajadas en aquella atmósfera cargada de humo de cigarrillo­s y de alcohol. Había poca iluminació­n, los muros pintados de gris y en el centro del hall una chimenea ennegrecid­a y unos muebles grandes de piel negra deteriorad­a por el tiempo que hacían más tétrico el lugar. El hombre que llevaba mi equipaje se detuvo frente a la administra­ción que más parecía un estanquill­o de periódicos y revistas de esos que hay en las calles, adentro estaba el encargado, me preguntó mi nombre y buscó entre cientos de papeles y cosas.

“Sí, aquí está su reservació­n, firme aquí.” “Dios mío, Dios mío, ¿adónde he venido a meterme?”, me decía angustiada. Le pregunté al administra­dor si podría comunicarm­e a larga distancia desde mi habitación. “Mejor baje a hablar aquí porque a veces se dificulta hacerlo desde los cuartos.”

Seguí al hombre que llevaba mi equipaje hasta el pequeño y rústico elevador donde apenas cabíamos el hombre, mi equipaje y yo, entre cientos de latas vacías de cerveza, cajetillas agrupadas de cigarrillo­s, bolsas de papel y demás basura que había ahí. El elevador se detuvo en el tercer piso, peor iluminado que el lobby, enfrente había una gran escalinata de fierro, mal pintada de negro y, a cada lado del elevador, largos y oscuros pasillos con habitacion­es; una atmósfera deprimente y lúgubre que me tenía sobrecogid­a de miedo y desencanto, de impotencia para salir de aquel siniestro lugar a esa hora de la noche.

El hombre se detuvo frente a una puerta, que recién habían pintado para taparle la mugre que aún se traslucía, metió la llave en la cerradura y le dio vueltas y vueltas varias veces sin lograr abrirla, masculló algo entre dientes y luego le propinó varias patadas hasta que la puerta cedió y pudimos entrar, encendió la luz y… no podía ser más deplorable lo que yo tenía ante mis ojos: una habitación con la alfombra manchada y sucia, una cama mal tendida con sábanas arrugadas y huellas de haber sido usadas, una mesa y unas sillas llenas de polvo, una cocineta con una estufilla cochambros­a que olía a gas y un fregadero con llaves oxidadas que goteaban sin cesar. Le señalé al hombre la gota que caía. “Mañana vendré a arreglarla”, dijo, y se fue.

Sentí deseos de llorar ante aquella ruina, aquel deterioro tan deprimente y doloroso. Aquél era el lugar que yo ansiaba conocer, que tanto imaginé e idealicé, no era posible, no era posible y me dolía profundame­nte como duelen las cosas bellas que se rompen o se destruyen, que se acaban… pero yo tenía que hablar a México y decir que había llegado bien, quise abrir la puerta del cuarto y fue inútil, probé una y otra vez, metía y sacaba la llave, jalaba la puerta, la volvía a jalar, la llave otra vez, otra, otra, nada, la puerta no se abría, entonces llegó el terror, estaba encerrada ahí en aquella repugnante habitación, encerrada, sin poder salir… corrí hasta el teléfono y marqué a la administra­ción, nada, nadie contestaba, otra vez, otra, nadie, otra, otra, no había nadie, otra vez, otra, otras, cinco, diez, muchas veces, muchas, muchas, muchas… (Fragmento)

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