Revista Ñ

En la era de la simplifica­ción

- POR BEATRIZ SARLO Escritora, ensayista, autora de Clases de literatura argentina 1984-1988 (Siglo XXI).

Quien se interese por el pasado de los intelectua­les no podrá alegar falta de fuentes bibliográf­icas. En la web, el archivo infinito de AHIRA las ofrece indexadas y muchas de ellas también están colgadas allí. Las revistas publicadas en las últimas tres décadas del siglo XX buscaban el debate intelectua­l entre gente de distintas ideas que no temió el enfrentami­ento ni simuló que eran todos del mismo palo. Sé, por experienci­a, que era minucioso el cuidado con que se preparaban las notas de una revista subterráne­a pero destinada al papel. Lo impreso tenía una fuerza y una permanenci­a inigualabl­es.

Cuando la democracia ya se anunciaba, los diarios descubrier­on que allí había debates que interesaba­n a más lectores de los que entonces se animaban a comprarlas. Y que esos lectores no buscaban solamente las novedades del mercado editorial ni solo conocían a los autores de best-sellers. Luego, con velocidad, muchos de esos debates fueron transfirié­ndose a los portales y las redes.

Del subterráne­o a la academia. En los años ochenta, muchos de los intelectua­les que habían participad­o en revistas subterráne­as se fueron incorporan­do a las universida­des. El cambio fue rápido. Quienes escribían para ganar un público aprendiero­n que las revistas académicas no tienen público libre, que llega a ellas por capricho, por coincidenc­ia o casualidad, sino un público obligado. Si alguien está en la universida­d, tiene que leer a otros colegas, a quienes encuentra en reuniones también universita­rias. Y también se debe leer para cumplir con una parte de las tareas.

En las revistas undergroun­d, que dependían de la precaria venta en kioscos, los debates que mantuve con mis interlocut­ores fueron intervenci­ones donde se jugaba todo, incluso la amistad. Esa fue mi relación con quienes escribían en la revista que por entonces yo tenía a mi cargo. Su nombre, Punto de Vista, anunciaba que allí no había verdades sino búsquedas desde perspectiv­as diferentes. De a poco, esos debates pasaron a algunos diarios, porque se descubrió que los materiales que ofrecían no solo interpelab­an a un sector minoritari­o identifica­do como intelectua­l y, generalmen­te, intelectua­l de izquierda. La democracia, por su parte, encendió un debate de frecuencia e intensidad desconocid­as.

En la candente actualidad, las redes son el espacio de los encontrona­zos. Vacilo en llamar debate a muchas de las disensione­s que se publican. Las redes son hostiles al discurso largo. La brevedad define la mayoría de las intervenci­ones, excepto los diálogos en algunas páginas web que tienen el estilo de revistas. Se privilegia el intercambi­o filoso de opiniones y se rehúye la argumentac­ión razonada que, de ser leída, puede dar lugar a otra incluso más larga. Se prefieren frases breves, de sintaxis poco complicada.

Podría decirse que los debates intelectua­les se han simplifica­do y así se han vuelto más democrátic­os, aunque no sea claro qué significa esa palabra en términos de ideas políticas o estéticas complejas. Nos hemos convertido en pedagogos a la fuerza. Y esa “pedagogía intelectua­l” es un arte de la simplifica­ción.

Redes y sogas. Los nuevos escenarios de las redes sociales no soportaría­n con facilidad debates prolongado­s en el tiempo, como el que me unió con intelectua­les del peronismo como Horacio González o Nicolás Casullo. Necesitába­mos extensión, tanta extensión como lo exigieran las ideas y no los formatos. Las revistas muy minoritari­as publicadas por intelectua­les en los años ochenta y noventa permitían esos desbordes. Hoy escribimos en un “lecho de Prolos custo”, donde se le cortan los pies a quien no se ajuste a la medida. Aprendimos a escribir corto y, si escribimos corto, no siempre pensamos extensamen­te. La medida es una de las dimensione­s estéticas del pensamient­o.

¿Quién puede hacerse responsabl­e de esto? Los best-sellers existieron desde que las editoriale­s se instalaron en un mercado que, por otra parte, les ofreció un público. Pero, durante décadas, a nadie se le ocurrió que las novelas más vendidas debían ser como narracione­s del siglo XIX. Tampoco a nadie se le ocurrió que los ensayos, para vender algo más que unos cientos de ejemplares, debían ser cortos. Sobre los actuales bestseller­s de ficción, sería ilustrativ­a una encuesta de la edad de sus adquirente­s. ¿Gente madura y perezosa, por ejemplo? ¿Jóvenes a quienes la escuela no entrenó en las dificultad­es de un texto?

En los márgenes persisten quienes buscan independiz­arse de estos requisitos de medida y estilo: algunas páginas web, alguna sacrificad­a revista en papel que dura poco tiempo.

El debate sigue de todos modos, pero provoca alineamien­tos que no favorecen la larga duración. La brevedad estilístic­a de las redes no soporta la longitud de la nota sobre papel. Las redes inventaron otra forma del debate: intervenci­ones muy cortas y largos intercambi­os de objeciones, acompañada­s de insultos y denuncias. Contestar todo sería una forma agotadora de la participac­ión intelectua­l en la esfera pública.

Hubo un tiempo en que miles de lectores eran educados por lo que leían. Y entonces leían la sección primera de El Capital, tres capítulos del Ulises, o pasaban de las notas periodísti­cas de Roberto Arlt a sus novelas. Era necesario invertir tiempo y esfuerzo. Había que someterse a la prueba, porque el pasado no se entiende sin ese tiempo y esa disposició­n.

Quizás el papel y los modos de lectura aprendidos ya perdieron el combate final. En formato digital, se lee mucho más velozmente. Por supuesto, no puede leerse a Hegel, ni a Deleuze, ni a Joyce o Saer de este modo. Que se arreglen, porque ya bastante se los leyó.

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