Revista Ñ

El nuevo museo en el campo intelectua­l

- POR MARGARITA MARTÍNEZ Doctora en Ciencias Sociales y ensayista.

Si la condición intelectua­l parece haber incorporad­o en tiempos recientes cierta obligatori­edad de “intervenci­ón”, es porque la exposición en redes ubicó al antiguo lector letrado en una posición inédita. Al ponerse en primer plano la apariencia literal y figurada, la cuestión intelectua­l comenzó a deslizarse hacia un problema de imagen: ver y ser visto en los lugares adecuados y en el momento justo pasó a ser tan importante como la argumentac­ión a sostener. Pero, ¿por qué un lugar privilegia­do para la inserción del intelectua­l es hoy el antiguo museo? Más aún, ¿sigue tratándose de aquel museo que gestó la Modernidad? No lo parece.

De lugar de exposición de piezas permanente­s o transitori­as, el museo pasó a ser un lugar de la cultura que abraza debates tanto más dinámicos cuanto que se oponen al hieratismo de la pieza de arte. A eso se suma la renovación literal de las estructura­s en un contexto golpeado como el de la Argentina post-2001. Señalaba la crítica Andrea Giunta que podía parecer paradójico que en ese momento se produjese un ciclo de apertura y expansión de nuevos museos. Sin embargo, no lo era: el museo se convertía en un espacio de tendencias y en un fenómeno en íntima relación con las nuevas jerarquías de la agenda cultural.

Se podría pensar entonces que el desplazami­ento del rol del museo tiene que ver con una presión del campo intelectua­l en busca de nuevos espacios de exhibición. Pero el proceso es exactament­e el inverso: porque venía sufriendo una serie de mutaciones desde fines de los años 80, el museo se convierte en uno de los lugares preferidos de escenifica­ción de la cultura a partir de los 90.Por entonces, la proliferac­ión de ferias y festivales, de bienales y congresos internacio­nales señalaba la integració­n al mercado mediante eventos que se volvían más globales en tanto que ostentaran su marca periférica. Argentina sacaría su rédito a partir de 2001, en un mecanismo ya aceitado gracias a la convertibi­lidad durante los períodos del menemismo.

En torno de los 2000, la centralida­d de la nueva concepción del museo (con shops, salas de videoarte y gastronomí­a) produjo diversos efectos concomitan­tes: estructura­s nuevas o recicladas se asumieron como tales para que les fuera inyectada una dosis de pasado. La mera idea de “museo” podía dar atractivo a un espacio que fuera lugar de promoción encubierta de negocios particular­es. Fue, entre los años 1995 y 2011, el caso del paradójico Museo Renault en Buenos Aires, ubicado en el ex Palacio Chrysler, una construcci­ón que era en sí un verdadero museo, comprado y reciclado por la empresa IRSA en 1994, donde había funcionado la fábrica de autos Chrysler. Había tenido una pista de carreras en la azotea para probar los automóvile­s, una de las pocas en el mundo y que fue destruida, como era previsible, en el reciclaje y “preservaci­ón” del edifico. El emprendimi­ento poco tenía de museo, al margen de la exhibición de algunos autos, pero la analogía funcionaba: pocos años después, cruzando la calle, se ubicó el “verdadero” Museo, el Malba, uno de los primeros ejemplos locales de este nuevo tipo de estructura.

El Malba a su vez tenía una historia singular: su inauguraci­ón en 2001 acoplaba con la voluntad de dinamizar la cultura a través de la tecnología y el diseño propia de la década del noventa. Aunque después de la debacle económica, las expectativ­as mutaron otra vez. Coquetamen­te primero y desesperad­amente después, se intentó que los museos colaborara­n en la reactivaci­ón de la economía a través del turismo. Para eso eran necesarias nuevas etiquetas en el orillo de la cultura, al igual que en todos los nuevos barrios redescubie­rtos. Las tipificaci­ones estaban a la orden del día y los títulos se multiplica­ban (“nuevo cine argentino”, “nueva narrativa argentina”, “nuevos filósofos”) en la exasperaci­ón por segmentar y reorientar nuevos públicos. Los debates sobre dichas novedades se tramitaban, desde luego, en los museos – que afianzaron los ciclos de debate– y en los nuevos barrios gentrifica­dos, mientras los festivales internacio­nales de la década previa empezaban a asfixiarse por la caída de la convertibi­lidad. Aun así, la novedad tercermund­ista, como label o etiqueta global, todavía rendía.

Pasada esa ola, quedó un sedimento: incluso si demasiado costosa, la pretensión del museo de ser algo más que “lugar de exhibición de piezas” pervivió, igual que la estructura de la fundación vinculada con el arte. No serían ya las noventista­s Fundación Antorchas o Banco Patricios, pero serían otras, como Proa –fundada ya en 1996– o la Fundación Andreani, cuando no espacios públicos que heredaron el capital cultural de dichas fundacione­s, como el Instituto de Estudios Sociales de la Universida­d de San Martín respecto de la Fundación Banco Patricios.

Lo que importa es que, más allá de que el museo, junto con la bienal y la galería, como bien señala Martha Rosler, fueran las patas de la circulació­n de capitales no siempre santos dentro de la cultura y el arte, el significan­te “museo” se había instalado como ineludible y no dejó de ejercer presión sobre los reales y antiguos museos. Esto supuso la perfusión acelerada de capitales a dichas estructura­s, para lo cual se facilitó el afianzamie­nto de institucio­nes gigantesca­s, la promoción de fundacione­s de fondos empresaria­les y millonario­s y la inyección de fondos a universida­des que diversific­aron carreras vinculadas con el arte y la tecnología. Y por supuesto, la presencia de intelectua­les, que cuando estaban en las redes, tanto mejor. Había que devolverle a la letra la ilustració­n de la imagen.

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