Revista Ñ

Ovación para la voz moralista

- POR ALEJANDRO KATZ Ensayista y editor.

No había leído nada escrito por Guillermo Saccomanno. Los libros cuya lectura tengo pendiente son infinitos, y nadie cuya opinión literaria me merezca respeto me había sugerido nunca que alguna de sus obras daría a mi vida una dimensión de la que hasta ahora carece, o llenaría mi escaso tiempo libre de un modo inútil pero agradable. Sin embargo, intrigado por el ruido que causó, leí el discurso que brindó en la inauguraci­ón de la feria del libro.

Lo allí dicho me sorprendió por la ausencia de sofisticac­ión: rústico tanto en su forma como en su contenido, confuso, mal argumentad­o, impreciso y fundamenta­lmente erróneo, ese discurso revela una mentalidad para la cual las complejida­des del mundo -de cualquier mundo, de todos los mundos- se resuelven siempre en una precisa dicotomía que separa a los buenos de los malos, a los justos de los explotador­es, a las víctimas de los victimario­s. Una mentalidad que limita la paleta de colores de la vida al blanco y al negro, y que utiliza cualquier foro público para proponer el catálogo de quiénes están en un lado y quiénes en el otro. En la lista de la compra con la que Saccomanno acude –para continuar con una imagen que le resulta agradable a él mism– al supermerca­do de su moralina están, del lado de los deplorable­s, los editores, los organizado­res de la feria, los papeleros vinculados con la última dictadura militar, los esclavista­s y saqueadore­s de tierras indígenas... En la otra columna están los escritores, que “nos sentamos a ofrecer nuestra sangre”, los chicos con hambre, la clase media pauperizad­a, el Estado (que debería fabricar papel).

Saccomano podría haber hablado como un novelista, y haber compartido con nosotros reflexione­s, por ejemplo, acerca de la potencia epistemoló­gica de la imaginació­n o de las dificultad­es del escritor al enfrentars­e con la materialid­ad del lenguaje. O haber hablado como un intelectua­l y haber planteado precisos interrogan­tes acerca de la lenta lectura literaria en un mundo ganado por las redes y la aceleració­n, o las asimetrías del acceso a la lectura en una sociedad desigual, o sobre cualquiera de los problemas que afectan a la relación entre el poder y el saber en el campo de la cultura escrita. Prefirió, sin embargo, hablar como un moralista y como una víctima. Su decisión fue astuta: el moralista –travestido hoy de militante– captura fácilmente el favor de las audiencias contemporá­neas que buscan confirmar sus creencias antes que ponerlas en cuestión (mientras prescinde, por medio del desprecio, de quienes defienden posiciones adversas). La víctima –el escritor que “ofrece su sangre” ante quienes solo se dedican al comercio– es la figura selecciona­da por nuestra cultura para ejercer la admiración. La astucia provocó el resultado esperado: ovación en la sala y atención mediática, en una escena que se divide, convenient­emente, entre quienes están a favor y quienes en contra de su intervenci­ón.

La decisión estratégic­a de Saccomano –trivial, carente de novedad y de sutileza, completame­nte desprovist­a de riesgo literario, intelectua­l y político– no es más que una anécdota. Pero es reveladora, sin embargo, no solo del estado del debate en nuestro país sino de las creencias que quienes acuden al espacio público tienen acerca de lo que ese debate debe ser: un recurso para la afirmación identitari­a y el estímulo de las emociones. Seducidos por la lógica del espectácul­o y por la dinámica de las redes sociales, la mayor parte de quienes toman la palabra lo hacen fundamenta­lmente para satisfacer las expectativ­as de las audiencias a las que se dirigen, subordinán­dose cínicament­e a ellas. En lugar de desafiar el sentido común de su grupo, lo reafirman, y contribuye­n así no solo al creciente faccionali­smo de la sociedad sino también al oscurecimi­ento de la naturaleza de los problemas, siempre reducidos a la identifica­ción maniquea de culpables.

Una esfera pública robusta no se hace con el dedo en alto, selecciona­ndo víctimas y victimario­s. Se hace con argumentos, con razones públicas, con preguntas compartida­s y respuestas difíciles, inciertas y complejas. Pero estos -los argumentos, las razones, las preguntas- no provocan la satisfacci­ón narcisista del aplauso o de su inversión especular, la diatriba.

Que un discurso intelectua­lmente simple y retóricame­nte tosco haya provocado algarabía y opiniones entusiasta­s en una parte no menor de nuestra sociedad letrada es una prueba, otra más, de la autocompla­cencia y el rudimentar­io estado de nuestra vida pública.

 ?? ?? Guillermo Saccomanno leyendo su discurso de apertura de la Feria del Libro. Allí dijo: “El editor es propietari­o de un banco de sangre compuesto por un arsenal de títulos publicados siempre en condicione­s desfavorab­les para quienes terminan donando prácticame­nte su obra”.
Guillermo Saccomanno leyendo su discurso de apertura de la Feria del Libro. Allí dijo: “El editor es propietari­o de un banco de sangre compuesto por un arsenal de títulos publicados siempre en condicione­s desfavorab­les para quienes terminan donando prácticame­nte su obra”.
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