Muleta roja para el torero
Federico entra como el viento por las rendijas de una antigua plaza de toros en Almería, hoy sala de conferencias. Con los animales embalsamados en el fuera de campo, las pasiones fluyen a costa de otra sangre derramada.
En Lorca, el teatro bajo la arena, la disputa se precipita entre dos académicas. Claudia Cantero trae a Elena, una mujer contenida, de labios apretados y mirada sagaz. Dura como Bernarda, seca como Yerma. ¿O será la abandonada Elena de El público? La contrincante María Inés Sancerni interpreta a la profesora Mariana Pineda. Con su soltura y desfachatez, lleva en su nombre la marca de un destino.
Hay una liviandad aparente, siempre tensa, que Lorca cubre de un momento a otro con un manto rojísimo, y envalentona el combate, la cornamenta discursiva, la maldad como ornamento. Rojo, rojo, rojo por doquier. Símbolo de la muerte en la madeja de Bodas de sangre, la vida y la muerte en La casa de Bernarda Alba, los detalles en rojo vivo como cosidos por Marianita Pineda. Parece contradictorio pero así es todo en Lorca.
El amor y la traición transitan juntos por el sendero de una rivalidad gitana, mientras una dupla de evasivos ex monosabios (Agustín Gagliardi y Nicolás Levín), otrora ayudantes en las corridas con la pronunciación del grupo consonántico sh acentuado, recitan cada vez que pueden los versos del poeta granadino.
El itinerario lorquiano es zigzagueante y eficaz. Cuando Lorca aparece textual (una pieza teatral, una carta, una conferencia o un poema), los personajes son más que ellos mismos: un aluvión de imágenes y energía. En cada verso pulula debajo un Federico nocturno, alumbrado a luz natural.
Laura Paredes y Mariano Llinás cargaron juntos el fantasma para el décimo ritual del Ciclo Invocaciones, creado por Mercedes Halfon y con producción de Carolina Martín Fierro. Después de Jarry, Brecht (a quienes Paredes invocó como actriz), Artaud, Kantor y Pasolini, entre otros maestros del siglo XX, le llega el turno a Lorca, cuya poesía atravesó nuestro país hasta enclavarse en lo más profundo.
La obra dirigida por Paredes captura con tal belleza y frenesí que cuesta detenerse a retener los detalles. No importa si es un cliché escribir que tiene duende. Para citar al propio Lorca, es “un poema para ser silbado”; así justamente definió el escritor a El público, su pieza de 1929 que nunca llegó a estrenar y vio la luz tardíamente en los 50.
Ese texto es el que está en el centro del exorcismo. El drama es propiciado entonces por el agujero en el canon, la pieza maldita, donde empezó todo aquello del “teatro bajo la arena” que titula la obra: un arte frontal contra la indiferencia. La cornada mortal de Federico.
Al final, el trance y el éxtasis imprescindibles ocurren cuando Jaime (un brillante Manuel Attwell) que transita casi todo el tiempo en puntas de pies como un ayudante pusiěánime, deja embestirse el pecho entero por la libertad de El público.
Rojo otra vez. Ahora en los ojos enfurecidos de Jaime que reclama el sinsentido de la muerte. Devenido torero, homenajea a Federico como lo hizo Lola Flores con las palabras de Rafael de León. Rojo, rojo, rojo: las coplas y también las medias, la corbata, los cinturones, las paredes, las luces. Rojo hasta que desaparece con sus gritos sutiles, con su voz de río y de fuego.
Más que el cuchillo, la obra es la puñalada.