Un hermoso tiempo perdido
Si bien ese exceso de repertorio fue algo sorpresivo, todos ahí teníamos la íntima certeza de que sólo podía hacerse así: Spinetta tocó en Vélez durante cinco horas y media. Las fechas confabularon como una excusa perfecta, porque cumplía cuarenta años de carrera y sesenta de vida. Y entonces, frente a casi cuarenta mil personas de todas las edades, desplegó el tapiz completo de esa larga obra, la puesta en escenario de una estética camaleónica, exquisita y arrebatada.
La estructura del show lo dice todo. La primera parte estuvo signada por un ida y vuelta en una línea del tiempo fracturada, con cimas como “Ella también”, “Maribel se durmió” y “Alma de diamante”. Una vida nunca es lineal, y eso Spinetta lo sabe de un modo casi instintivo, como si en la idea de quiebre estuviera el nervio mismo de su música. La segunda parte del show fue un conteo regresivo vertiginoso, con la presencia de las formaciones de Invisible, Pescado rabioso y Almendra, la historia visible del rock vernáculo, el soundtrack de la vida de varias generaciones.
El recital fue un despliegue de cumbres, que sólo se pueden mencionar de un modo parcial y caprichoso: cuando hicieron una versión potente de “Bajan” con Gustavo Cerati; cuando subió Charly García para “Rezo por vos”, en un tributo a ese diálogo silencioso y definitivo que mantuvieron los dos más grandes durante cuarenta años; cuando tocó “Necesito tu amor” de Manal con sus hijos, haciendo de la fundación del rock una trama familiar; cuando ya todos los Pescado rabioso estaban en el escenario para cantar “Poseído del alba”, añejada hasta su máximo punto de madurez.
Y después de cinco horas, llegó Almendra: ese mito fundacional que el propio flaco se encargó siempre de proteger con un halo de impermeabilidad (”Almendra en mi vida es intocable”). Así se despidieron: tocando “Muchacha (ojos de papel)”, el tema que todos siempre le pedían y él se negaba a tocar. Lo hizo quizás por última vez, con los músicos alrededor del cantante, todos vestidos de negro y él de blanco, como en un cortejo fúnebre, tirándole las últimas paladas de tierra a una reliquia, a la música de un hermoso tiempo perdido.