Música para el conflicto y el deleite
Liliana Herrero. La compositora, entrerriana y artista comprometida, reflexiona en este diálogo sobre las tensiones políticas y la tradición popular.
Al estrépito de la cultura, el canto de Liliana Herrero antepone la interrogación: por la lentitud, por el silencio, por los sonidos que desaparecen, por la fragilidad de las palabras que se quiebran, por el misterio de la voz. La compositora entrerriana se presta a este diálogo sobre la música y los dilemas culturales a los que se enfrenta.
–Usted ha hablado alguna vez del arte popular como interrogación por lo universal. ¿Considera que hay una diferencia entre arte popular y arte “regional”?
–El arte popular supone una interrogación por lo universal. Cuando el folclore, por ejemplo, se encuentra con su máxima aldeanidad, es cuando deviene más universal. Pero a esos modos que tiene el arte popular en sus diversas expresiones regionales hay que revisarlos para ver en qué estado se hallan los legados y ver allí las sucesivas transformaciones de los estilos musicales. Esa revisión es un acontecimiento público y cultural.
–¿Cuáles son los conflictos culturales y políticos de la música contemporánea argentina?
–Los géneros musicales tienen dos alternativas: o se recuestan en la ilusión de un retorno al modo originario o se diluyen en el mercado. Esas parecen ser las alternativas de la música contemporánea argentina con su extensión al campo de los conflictos culturales y políticos. Hay que saber que ese conflicto es una jaula de hierro, por lo que es importante el esfuerzo de no agotar el pensamiento musical en él. A los efectos del diálogo hay que considerar todas las formas culturales, como equivalentes y abiertas. El diálogo entre las culturas es lo que reconoce la característica esencial de las culturas. Que consiste en no tener una esencia fija, aunque sí ciertos reconocimientos que nos llevan a señalar un género diferente de otros y con ciertas peculiaridades propias. Pero esos estilos y géneros no deberían ser pensados como cápsulas, porque si son cápsulas son cárceles, y cuando son cárceles se pierde la capacidad de pensar con ellos.
–¿Cómo se plantea el problema de la responsabilidad –por el lenguaje, por el sentido– en el trabajo de “comentar” e interpretar la música y la poesía recibidas como legado? –Para poder acercarse al problema de la responsabilidad por el lenguaje y por el sentido, hay que desarreglar. Desarreglar es descubrir el choque de lenguajes, el choque de tiempos distintos que inesperadamente se dan cita en un lugar y que nos abren la posibilidad de armarlos y de rearmarlos. Entonces la tarea del intérprete, la tarea del comentador, consiste en crear algo inaudito. ¿Qué quiere decir algo inaudito? Algo que nunca se oyó. Lo inaudito también es lo vituperable, lo monstruoso. Intentar lo inaudito supone que aún queda algo por oír; si no quedara algo por oír estaríamos terminados. Entonces, los arreglos musicales, la interpretación o –como yo lo he llamado– el comentario que se realiza sobre las grandes obras del pasado, pueden verse como un acontecimiento de montaje que pone en contacto mundos diferentes. No es lo mismo este mundo de hoy que el mundo de Atahualpa Yupanqui o Alfredo Zitarrosa. No es lo mismo este mundo presente que el de la cantora de Yala, cantando en la Puna, con la caja, y bajando al carnaval con la sien enharinada, como dice Manuel Castilla. Pero sí es interesante poner esos mundos en conversación. Y si es necesario, en choque. Eso es desarreglar para mí. No hay cultura sin presente y sin vida moderna, pero a su vez la vida moderna no es nada si no interroga las formas más antiguas de la cultura. En ese dilema puede ser que surja una obra artística y –me atrevería a decir más– en ese dilema puede ser que surja un país.