Ese bandoneón criollo
Palabra de Dino Saluzzi. El compositor salteño, muy respetado por Piazzolla, repasa el rol de los lazos familiares. Sus reflexiones sobre la soledad y el éxito.
El agua de una cascada zen (una de esas miniaturas de bazar) que tintinea en segundo plano le hace un curioso contrapunto a la pausada voz de Dino Saluzzi, desde un rincón del estudio. Aquí se hicieron las 150 audiciones para la Cátedra Saluzzi, fundada hace un año y medio en la Universidad Nacional de San Martín. Aquí corrige el manuscrito de Una vida en diez jornadas, el libro de recuerdos que está preparando. Aquí toca en familia, hábito que adquirió hace más de siete décadas, cuando su padre –Cayetano Saluzzi, autor con Manuel J. Castilla de la zamba “La alejada”– regresaba del ingenio azucarero y le enseñaba a pulsar el teclado del bandoneón en Campo Santo, su pueblo natal en Salta.
La memoria de esa geografía atraviesa la música de Saluzzi: un lenguaje personal que se recrea entre los géneros criollos, el jazz y la música académica, y que se inscribió en el centro de una élite internacional. “El que es honesto en el arte siempre se encuentra en soledad. Y no cede a halagos de ninguna natualeza”, desliza.
–¿No disfruta del reconocimiento?
–¿De “haber llegado”? No soy un desagradecido, pero a veces se necesita hablar cada vez menos y hacer las cosas con responsabilidad, preocupación y justicia. En la música se necesita un despertar, una relectura, una visión diferente. Y tenemos la posibilidad, porque hay un caudal de gente muy inteligente acá. Y muy pacífica.
–¿Muy pacífica, dice? ¿A qué se refiere ?
–Qué sé yo. Usted vive acá. No hace falta que yo lo recalque. Frente a tanta pérdida de tiempo, a tanta ceguera, existen razones más profundas para vivir en armonía y trabajar por la vida, el país, en mi caso por la música. Los compositores serios se tuvieron que ir. Como Piazzolla, de quien el periodismo me ha hecho decir cosas que nunca salieron de mi boca, cosa que me ha puesto mal porque yo tengo por Piazzolla un profundo respeto.
–Y Piazzolla lo tenía por usted.
–Sí, pero eso no me interesa tanto, aunque, tener el respeto de una persona de esa envergadura es halagador. El ha sido un ejemplo de trabajo. Se tuvo que ir a Francia. Yo también me vi obligado a irme. Algún día lo tengo que contar en el libro…
–¿Y por qué no ahora?
–Es duro. En esa época yo grababa para todos los folcloristas, como sesionista. Mi papá era folclorista. Y una vez fui a Sadaic y le dije a Cátulo Castillo: “Che, tenés que hacerlo socio a mi viejo”. ¿Sabe qué me contestó? “Pública notoriedad es Beethoven”. Ahí decidí irme.
–¿Ese fue el detonante?
–Ya lo tenía pensado, porque a mí me iba mal, por mi condición: soy un tipo muy directo. Pero pensé que si yo quería hacer música tenía que irme a donde eso fuera posible. Porque si uno quiere ser músico tiene que prepararse.
–¿Cómo juega el vínculo en Café Vinilo, su quinteto familiar?
–El ámbito familiar hizo que nos convirtiéramos en músicos. Mi papá me regaló el bandoneón cuando yo tenía siete años.
–¿Qué contacto mantiene con Campo Santo?
–Lo necesito. Vuelvo para ver a los amigos. Pero a mi historia la borraron. Ya no queda casi nada. Hoy se parece más bien un pueblo de Bolivia.
–Algunas cosas no cambian. Más allá del reconocimiento en el exterior, ¿ese sigue siendo su lugar?
–Si no sos conocido en el mundo es porque no sos lo que vos creés que sos. Pero sí, por más conocido que seas, seguís siendo como eras antes, entonces sos lo que creés. Eso no se puede cambiar ni vender ni comprar.