LEONARDO FAVIO VESTIGIOS DE BELLEZA
Diálogo con la bestia detrás de la cámara, para algunos el mejor director que dió el cine argentino. Mirada a su filmografía y sus influencias estéticas.
Un joven entusiasta de 70 años que camina apoyado en su bastón por su departamento del barrio de Balvanera, liberado de queja alguna. Cantante popular melódico en cuya discoteca conviven Sandro, Vivaldi y Beethoven. Alguien que creció lejos y pobre escuchando radioteatros de Chiappe, tangos y cumbias pero se consagró como cineasta de gran lirismo visual, capaz de hacer convivir lo sórdido y lo sublime, lo brutal y la estilización barroca.
Realizador de películas con héroes pecadores que sangran, sudan, lloran y se orinan, entre Verdi y Los Wawanco, en contraste con otras de muchos pudorosos colegas locales. Un chico medio huérfano de Luján de Cuyo adoptado por Perón y Torre Nilsson. Todo eso, y más, es Leonardo Favio.
Este Favio que nos recibe en 2008 sería incomprensible sin explorar y reconocer en él al cantante melódico popular, al pícaro e intuitivo provinciano que se infiltró como un “intruso” en el cine de autor de los intelectuales de la “generación del 60”, al peronista atravesado en mayor medida por los sentimientos de veneración a Perón, Evita y la mística justicialista que por la discusión doctrinaria o ideológica, y al director de cine capaz de arriesgarse en lo estético con mestizajes y excesos que son, precisamente, los que le dan su identidad como artista. Porque un encuentro con él es recorrer una historia y una leyenda.
–¿Cree que parte del éxito y la diferencia de su cine se debe a su elección de personajes y a formas y estéticas populares que buscan la emoción?
–Yo aprendí como cantante que mi obra no tiene que exceder los dos minutos sin un acontecimiento, sin que ocurra algo, como en el disco. Yo saqué eso del disco. ¿Cuánto dura una canción? Tres minutos y si no ocurre nada en esos tres minutos perdiste. Eso lo llevé al cine. Me permitió manejar los tiempos aunque se trate de un oratorio o una pieza litúrgica. En cuanto a las obras ajenas no las discuto; soy un espectador detrás del vestigio de belleza que toda creación puede tener. Lo mío es un oficio en el que trato de escribir un guión factible, voy midiendo costos, calculando gastos y efectos. Yo vengo de una formación radioteatral, de cultura popular, de producción a lo gitano. Amaso todo eso para armar mi obra. No puedo contar lo que no conozco: Moreira
era lo que escuchaba en el radioteatro, igual que Nazareno...; Crónica... es el mundo en el que viví.
–¿Lamenta filmar tan espaciadamente siendo uno de los mejores cineastas argentinos?
–Es que soy lento, meticuloso, no tengo apuro, me regodeo en los perfiles de los personajes y en las escenas que voy creando. La música me sigue permitiendo vivir con dignidad, todo el tiempo en algún lugar del mundo suena un disco mío.
–¿Pero filmar no le devuelve ese rol de dueño del circo, de titiritero, demiurgo, Dios que decide quién vive o quién muere, si sale el sol o llueve?
–Es una ilusión, todos somos parte del circo. Lo mío es un oficio menos importante que el de un médico: si necesitas hacerte un transplante de corazón, ese será el milagro. Los únicos que le hacen la música a Dios son los que han quedado: Mozart, Miguel Angel.
Ya no se puede competir con ellos. Yo no le quiero ganar a nadie, porque aquí nadie gana y nadie pierde. Sólo podemos agradecer haber conocido un beso, hay gente que se muere sin saberlo. Además tengo sentido crítico sobre mis películas, todavía las corrijo, saqué unos planos de El dependiente que me molestaron desde que nacieron, y traté de pulir el sonido de Crónica de un niño solo,
capturar las voces, limpiarlas y volver a mezclar con sonidos de grillos o música. Dentro de algunos años, si cumplen lo prometido, se podrán ver estas versiones pulidas. Todo eso me lo permite la tecnología. Si por algo lamento el límite de la vida es porque digo: “¡Carajo!, justo ahora que están todas estas herramientas para trabajar mejor”.
–¿Se sintió alguna vez discriminado o subestimado como sapo de otro pozo en el ambiente cultural e intelectual?
–Yo creo que mi manera de acceder a ese mundo fue gracias a una gran necesidad de saber y escuchar. Me he descubierto a mí mismo embobado escuchando a mi iluminador, Stagnaro, cuando explicaba algo. No vivo el talento ajeno con rencor sino que lo disfruto. Me gusta observar y aprender cuando estoy frente a alguien de talento. Eso me permite salpicar mi cine y mi vida con coros, óperas, y otros días necesito a Sandro o a Feliciano Brunelli. También alterno la Torá, la Biblia y el Corán. Del mismo modo me enseñaron cineastas tan distintos como Fellini, Bresson, Bergman, Torre Nilsson y vi veinte veces El ciudadano,
de Orson Welles para analizar los ángulos y movimientos de cámara. Pero, a la vez, yo respeté a Enrique Carreras y a Emilio Vieyra, de los que también aprendí. He tratado de tomar todos los artilugios que me sirvieran para conmover.