Antes del Medioevo, ahora mismo
Aspectos de la saga épica de George R. R. Martin y la serie televisiva: juegos de poder y política que pintan nuestra ambición.
Cierta cultura alta y académica desprecia los géneros populares. Quizá por la primacía de la ciencia en Occidente y la relación de la fantasía con la “magia”, se la considera infantil, poco seria. Un análisis de Game of thrones –la saga de George R. R. Martin y la serie de HBO que estrena su cuarta temporada– es una buena forma de defender al género porque la historia de Martin es un prisma: uno encuentra maravillas en cada una de sus muchas caras.
Empezó como serie de libros y pasó a serie de TV. Para ese pasaje, la transmisión del tono, la emoción, la estructura puede conseguirse con grandes cambios como los que hace Apocalypse Now de F. F. Coppola con El corazón de las tinieblas de Conrad (de Europa y Africa a EE.UU. y Vietnam; del siglo XIX al XX). Esta serie está en las antípodas: cuenta más o menos lo mismo que los libros, con reducciones imprescindbles. No es poco haber conservado tanto, sobre todo, porque las novelas presentan un drama coral que deja al héroe de lado y gira alrededor de un gran número de personajes y lugares.
Como toda fantasía, Game... transcurre en otro mundo pero habla del nuestro. La saga de Martin tiene dos temas principales: el poder y la política. El “juego de tronos” es a muerte, capaz de mostrar lo que cada hombre o mujer está dispuesto a hacer por el poder y con él. Los que luchan son seres humanos complejos. Todos (excepto uno que encarna el Mal) son imposibles de catalogar según el esquema maniqueo buenos/malos. Stannis es “justo” pero no tiene nada de “bueno”. Ed Stark es honesto pero lleva a los suyos al desastre. Como las personas en la vida real, son desconcertantes pero lo que hacen, incluso impredecible, está dentro de la lógica de cada uno. Ellos también son prismas.
La de Martin es una reflexión aguda sobre la humanidad. Levanta un puente entre nosotros y el mundo. Si lo cruzamos más de una vez, lo que se nos impone es el peso de las ideas. Esa es otra cara del prisma, una que muestra la capacidad de los géneros populares para señalarnos quiénes somos en un espejo que se reescribe y nos reescribe constantemente.
Es sorprendente que un elemento de construcción ficcional haya desbordado a la realidad, imponiendo su vaivén entre la lucha histórica y una distopía. La apropiación masiva del vestuario de El cuento de la criada por parte del activismo político –los colectivos feministas a nivel global- no registra antecedentes: las túnicas escarlata, de inspiración retrofuturista, son un símbolo de estos tiempos, “en la era en que las mujeres se pusieron de pie, como en tiempos de las sufragistas, aunque sigamos luchando por los mismos malditos derechos”, definió Ane Crabtree, la creadora de los diseños de las dos primeras temporadas de la serie.
“La apropiación es un recordatorio de que el mundo no está listo para la fortaleza de las mujeres. Es conmovedor que la túnica esté alineada con los deseos de expresión de millones”, dijo en un encuentro con Ñ, en Ciudad del Cabo, Sudáfrica, donde dio una conferencia en la que fue ovacionada.
En la serie, cuya tercera temporada se emite en paralelo al lanzamiento de la secuela de la escritora MargaretAtwood, Los testamentos, los trajes y uniformes, que materializan también las clases sociales, se nutren de la iconografía cristiana, las vestimentas medieval y religiosa y de regímenes fascistas -nazismo-, para representar la lucha de Offred/June (Elisabeth Moss), que relatará una vida cotidiana atravesada por la violencia de la dictadura teocrática, mientras sigue trabajando para interrumpir el sistema represivo esde adentro.
Para acompañar la escalada represiva que plantea la trama, las túnicas rojas ascienden hasta cubrir la boca de las criadas reproductivas y, a la manera de la niqab musulmana, les imponen silencio. Es en uno de los capítulos más shockeantes, cuando la acción se traslada a Washington D.C., capital de Gilead y un lugar desolador. El famoso Mall, la avenida washingtoniana con su estanque, sitio de memoria estadounidense donde tuvieron lugar las protestas anti-Vietnam, ve convertido el obelisco en una gran cruz que vigila la ciudad.
Las imágenes de las caras semi cubiertas –“llegué a entender que el movimiento de las aletas nasales expresa de por sí las emociones”, dijo Bronfman –remiten a las burkas musulmanas, mientras las mordazas y los piercings de metal en la boca de las criadas recuerdan el bozal que preservaba a las potenciales víctimas del caníbal Hannibal Lecter. Hay una escena escalofriante, que pone a prueba la tolerancia emocional (spoiler): la simulación de un ahorcamiento colectivo coordinado por la Tía Lydia, en que vemos a las criadas con bozales atadas frente a las horcas.
Es también allí donde se escenifica la lujuria y el doble discurso de la élite gobernante, con una escena de despliegue fastuoso y unos cincuenta vestidos satinados o cubiertos de plumas, inspirados en diseños de marcas como Dior y Balenciaga; un nivel de opulencia impensado en una Gilead regida por el imperativo de austeridad pero que los líderes se reservan para ocasionales veladas. Todas las telas -tafetán, seda, crepé de lana, satén- fueron coloreadas artesanalmente, mientras que las lanas fueron teñidas a mano en la textil Parker Brothers
de Toronto. “La describiría casi como una fiesta fascista de Nochebuena -definió Bronfman-. Ellos cierran las puertas de sus salones en Washington, que para el resto del mundo son tan austeros y severos, y beben, fuman, bailan, tocan música y visten ropa que nunca usarían en público”.
Para las esclavas, Bronfman vuelve a recurrir a una paleta en la que predominan los rojos para las siervas sexuales, forzadas a violaciones ritualizadas de sus amos ante la presencia de sus esposas, en un mundo en que la infertilidad es epidemia. En contraste, los tonos fríos de las esposas de los comandantes: hermosas y distantes, a la vez deshumanizadas. Las esposas son la encarnación misma de la supremacía blanca –enlazada al cristianismo en los Estados Unidos y al ideal ario que preconizaba el nazismo–, mientras los líderes de Gilead, como Waterford, van de negro, representación del poder y la solemnidad. Una nueva configuración de elementos diversos de la cultura y de la historia para vestir al oprimido y al opresor y reunirlos en escena.