¿Cine o tablas? El juego de las diferencias
Referentes en ambos campos, Daniel Burman, Santiago Loza, Anahí Berneri y Diego Lerman evaluaban así su salto del celuloide al escenario.
No existe la menor posibilidad, aun a pesar de la tentación que supone, de reinventar o reinstalar un duelo dialógico entre el teatro y el cine. Aunque sean pocos los memoriosos que recuerden sus guiones cinematográficos, como el temprano El movimiento continuo (basado en su pieza homónima), de 1916, y su más ambicioso Mateo, de 1937, Armando Discépolo fue uno de los primeros en saltar de las bambalinas del teatro a los estudios de cine. Ese itinerario del teatro al cine ha sido en apariencia el lógico y un sendero más habitual que el camino inverso. Ahora, por orden de la casualidad y de causalidades más profundas que las que aquí caben, algunos de los realizadores más exitosos de las nueva camada de cineastas argentinos –todos dentro del combo amorfo del denominado “nuevo cine argentino”– posaron sus ojos en el mundo del teatro y cambiaron la adrenalina del rodaje por el vivo de una de las formas de representación más antiguas que la humanidad haya inventado.
Tres de los nombres más sobresalientes de esta camada de directores nacidos en la década del 70 decidieron, en el último tiempo, correr suerte en un espacio que sienten tan extraño como fascinante. Paradójicamente, estos outsiders del mundillo teatral corren más riesgos artísticos en el teatro que en su oficio habitual, razón acaso justificada por el asimétrico riesgo económico que asumen en sus películas.
–¡Corten!– Hubiera gritado, de ser posible, Anahí Berneri durante alguna de las funciones de Nelidora el año pasado en el Centro Cultural Ricardo Rojas. La directora de la premiada Encarnación (2007), luchaba en silencio contra sus impulsos cada vez que la irrepetibilidad de cada escena potenciaba o disminuía su visión original, cada vez que algún actor se salía inesperadamente del libreto que se apropió de otro cineasta que se anima al teatro, Santiago Loza. “El teatro te da la posibilidad de escapar del realismo, por lo menos a los que venimos del cine”, explica ahora Berneri mientras que prepara su incursión teatral y una nueva obra cuyo texto poético –anticipa– no funcionaría en el cine.
A Loza, que escribe teatro, pero se siente más cómodo en la adrenalina e imprevisibilidad del rodaje, y que ahora vuelve al ruedo junto al otro cineasta, Diego Lerman, no le cuesta separar las aguas. “Una obra de teatro tiene un valor literario. Los guiones cinematográficos, no”, distingue. Nada del amor me produce envidia, que marcha por su segunda y renovada temporada, es el mejor alegato para su sentencia.
Lerman, el director de la puesta en la que brilla María Merlino, la principal ideóloga del proyecto, radicaliza la postura de Loza hasta arrinconar la obra y el espectador contra los límites propios del teatro. No hay más que una actriz, una máquina de coser, un maniquí y música de Sandra Baylac. Nada más es necesario en Nada del amor..., porque todo está aludido, evocado y se completa en la imaginación del espectador. Esos pocos elementos y el texto de Loza alcanzan para ensoñar con el mundo de esa demencial costurera que compone Merlino, con su fascinación entre Libertad Lamarque y Eva Duarte, un homenaje y un guiño a la época dorada del cine nacional.
El argentino Daniel Burman, que también cosechó con sus películas reconocimientos fronteras afuera del país, es mucho menos solemne a la hora de explicar su inserción –con Las llaves de abajo– en un mundo hasta hace poco muy ajeno. “Se tiende a decir que es un gran salto el del cine al teatro, pero yo no lo sentí como tal. Es un cambio de entorno, como cuando salís de viaje y te vas de vacaciones. Si vas a la playa llevas una ropa, y si vas a Bariloche, llevas otra, pero hay cosas que son esenciales en cualquier lugar. Con este pasaje del cine al teatro me pasa lo mismo, por ahí llevo otras cosas, pero hay algo que tiene que ver con contar historias, con la construcción de los personajes, con las transiciones y los dilemas que uno quiere contar, que son más o menos lo mismo”, explica el hacedor de El abrazo partido y El nido vacío, entre otras, mientras se prepara para rodar una nueva película. “Estoy cada vez más insoportablemente narrativo”, admite.
Por su parte, Loza reconoce y casi se lamenta de que a diferencia del cine, en el teatro nadie le informa al espectador dónde fijar la mirada, dónde cerrar el plano. “En el teatro hay que reconstruir, el cine te da la posibilidad de trabajar durante años para un instante”, compara este cinéfilo que sin embargo acaba de inaugurar en Palermo su propia sala de teatro, un hábito por demás saludable, “un espacio para pensar”, dice.
Todos tuvieron diferentes motivaciones para intentarlo. Burman, creyó erróneamente que sería una vacación entre rodajes y ahora vislumbra cómo Las llaves... “echa raíces en el escenario”. Lerman y Loza, en cambio, arrastran una formación distinta por los años que pasaron juntos en la Escuela Metropolitana de Arte Dramático, donde se conocieron. A la única mujer de este grupo generacional la sedujo, en cambio, la posibilidad de trabajar desde otro punto de vista con los actores, el verdadero corazón del teatro. “En el teatro todo es el mundo del actor y uno pierde el control de la escena en cada función, eso es lo bueno”. Acierta también Burman cuando resume su experiencia teatral. “Cuando haces teatro te das cuenta de que es algo que no va a morir nunca, que va a permanecer eternamente, porque es una experiencia irreproducible”. Y hasta ahora más de cinco mil años de historia, lo avalan.