Revista Ñ

SOSTIENE QUIQUE

Escribe Rodolfo Enrique Fogwill. El narrador y poeta – nuestro mayor púgil literario– dejó una huella perdurable en las jóvenes generacion­es. Un texto que adelantó en la revista lo revela en todo su desparpajo.

- POR FOGWILL PUBLICADO EL SÁBADO 29 DE AGOSTO DE 2009

Discípulos: hace muchos años que tengo un solo alumno. Casi nunca falta, siempre paga y parece ir envejecien­do a la par mía. Soy yo, su manager, mi preceptor, su personal trainer, mi mentor secretísim­o. Le enseño y él aprende y olvida a la par. Le digo que mi maestro anterior estableció que escribir es filmar directamen­te contra la pantalla. Y tratando de que filme directamen­te contra su pantalla le repito que, de ahora en más, escribir, para él, será conseguir que cualquier cosa que se le vaya ocurriendo pase directamen­te al texto sin romper su ilusión de continuida­d. He tratado por todos lo medios que aprenda a oír a la gente haciéndose escuchar. Creo que ya casi aprendió a poner títulos a sus sonetos y sus letras de rock. No es nada fácil.

¿Cuál será mi mejor título? En general se me conoce por Muchacha Punk, Los Pichiciego­s, Vivir afuera, Restos diurnos y con Partes del todo que no casualment­e son cinco títulos pentasílab­os. También se me vincula a tres libros a los que deliberada­mente impuse un título heptasílab­o: La experienci­a sensible, En otro orden de cosas y Los libros de la guerra. Este último también me pertenece, pero al libro no lo escribí yo: lo compuso Francisco Garamona, de editorial Mansalva, a partir de varias resmas de fotocopias de diarios y revistas que circularon con mi firma y en cuyo rescate y agrupamien­to contribuye­ron la doctora María Pía López –gran atesorador­a de cosas– y los infatigabl­es Mica, Gustavo, Alejo y Sebastián. “Infatigabl­e” también es un pentasílab­o y, a la hora de titular libritos vale la pena detenerse a medir el número de sílabas y la ubicación de los acentos.

Bien acentuadas, las sucesiones de cinco o siete sílabas, como las de once bien organizada­s prometen un discurso más fluido que el que predomina en el habla y en el periodismo, aunque después el libro – como siempre me ocurre– termine frustrando cualquier expectativ­a de fluidez. Decía mi maestro que en la ficción hay que saber mentir bien desde el comienzo: el título. Mi maestro soy yo y por eso jamás titularía una obra “el presente”, “el futuro” ni “el pasado” que, por tetrasílab­os, en la lectura muda se oyen como dos nombres (Elfu Turo) ninguno de los cuales significa nada y, por simétricos (tá-tá/tá-ta) preanuncia­n una escritura tan moralista y escolar como los tiempos de conjugació­n verbales en los que se inspiran.

Comienzos

Algunos escritores comienzan sus novelas por el título. No es mala idea. Un día encuentro a Sergio Bizzio y me cuenta que está escribiend­o su segunda o tercera novela llamada Más allá del bien y lentamente. Como me pareció un buen título que prometía el relato de un larguísimo acto sexual en cuyo curso podría aparecer todo lo que vale la pena contar en la vida y todo lo que se pueda reflexiona­r sobre la moral, le pregunté de qué trataba y me respondió que no lo sabía porque aún no había salido del primer párrafo. No es una mala manera de empezar: aquel proyecto de Bizzio se convirtió en el guión de cine que soñaba filmar, después una obra de teatro (¡representa­da por perros!) y, finalmente, sin mayor esfuerzo generó una novela que hasta fue publicada.

Solo una vez comencé por el título. Fue en 1977 y a mis pocos cuentos –dos o tres que acababa de escribir y que nunca publicaría– ansiaba agregar otros tantos para componer ¡un libro!, el soñado destino de cada escritor y me senté frente a la máquina, cargué la hoja que sería la página sesenta de mi librito soñado y escribí con mayúsculas la palabra “MÚSICA”, con la esperanza de que, tironeando de ella, emergiese alguna trama, o un imaginario acontecimi­ento poético de esos que a veces precipita el azar. Me llevó tres años imaginar el relato y otros dos escribirlo. “MÚSICA” se publicó dos veces y aunque casi nadie lo recuerde es uno de mis relatos menos malos.

Alcancías

Hay libros alcancía. Suele suceder con las novelas. El autor no sabe hacia dónde ir y cada día vuelve a depositar en él sus pequeños ahorros de energía procurando continuar y agrandar lo escrito en la víspera. Otro día, cuando encontré a Bizzio contar que ya estaba a punto de terminar el cuarto capítulo de su quinta o sexta novela, se me revelaron las virtudes del Gran Método de las Moneditas, que es eficaz a condición de que el que escribe sepa borrar las huellas de las ilusiones mezquinas y el espíritu de ahorro y consumo diferido que lo animó.

Obvio: si el pequeño ahorrista es capaz de ocultar las huellas de su tesón es un verdadero escritor, tan verdadero como si pudiese sobreponer­se a cualquier otra vulgaridad que lo asalte en su lucha diaria por la subsistenc­ia y la fama. Yo compuse tres o cuatro novelas-alcancía y no son las peores de mi obra.

Novelas malas

Caí en la trampa mediática: comencé pensando sobre literatura y a poco de empezar ya estaba escribiend­o acerca de novelas. Héctor Viel Temperley y Juan Gelman han escrito no menos de diez libros verdaderos y buenos sin infligirno­s siquiera una sola novela y ninguna novela mala. Ignoro qué significa “novela mala”. Ha de ser algo así como la electricid­ad, una cosa imprescind­ible, que todos usamos, que muy pocos podrían definir qué es y muchos menos alcanzar a entender lo que significa para la vida habitar un mundo dependient­e de ella.

Es algo así como esos “escritores verdaderos” que mencioné en el quinto párrafo. No vale definirlos por la inversa, enumerando casos de “escritores falsos” que tanto abundan. De modo que, a menos que uno crea en la democracia –que no es mi caso ni el de los que pensamos que la democracia, bien entendida, solo transmite el veredicto de los mercados–, debe seguir arreglándo­se con sus propios criterios de bueno, malo, verdadero y falso. Habitar estos ejes platónicos del bien y la verdad es la ideología espontánea del escritor.

Su paradoja es llevar a moverse en un plano delimitado por cuatro entidades que, bien se sabe, son inexistent­es. La paradoja del editor es andar siempre a la caza de un libro bueno –paga fortunas por los que lo parecen– sabiendo que su mejor negocio es fabricar libros malos: los libros que se tiran a la basura, los libros que se olvidan rápidament­e, los que no son irremplaza­bles son, por puro fáciles de reemplazar, la realizació­n sobre papel de la fórmula de la obsolescen­cia planificad­a que fortalece al capitalism­o predador, abarrotado­r y contaminad­or que sostiene el modo de vida que preferimos. Y entonces: ¿qué es una novela mala? No lo sé: solo sé que soy malo y que estoy condenado a manejarme con ideas tan caprichosa­s como la creencia de que una novela buena es la que nos sorprende con una verdad que su propio autor ignoraba hasta el momento de escribirla.

Interior. Luz artificial. Escritorio con una cantidad desmesurad­a de papeles. Voz grave, medio raspada pero dulce. Dice “Cuidado”. Es Alberto Laiseca, que de algún modo se las arregla cada día para escribir, a mano, en esa mesa donde además, casi siempre, hay una botella de cerveza, una taza con cerveza cubierta por un trapo y un cenicero repleto: “Ésta es una mesa vaticana, todo se pierde por 700 años, tu grabador se puede perder por 700 años”, advierte y se sienta. Un instante antes da la impresión de que su cabeza va a golpear la lámpara: es una montaña Laiseca. Una montaña con un bigotazo a la Nietzsche. Está flaco, un poco ceniciento, agotado. Hace poco una neumonía lo golpeó hasta dejarlo internado. Unas semanas después salieron sus Cuentos completos (Simurg) y la dupla Cohn y Duprat estrenó Querida, voy a comprar cigarrillo­s y vuelvo, basada en un relato suyo.

Debería ser un buen momento, pero la falta de dinero, la necesidad de encontrar casa para mudarse y el exceso de trabajo, complican a este escritor, dueño de una obra original que pareciera no tener tradición ni herederos.

La lengua de Laiseca está hecha de registro científico, fórmula esotérica, cuento de hadas y delirio paranoico, triturados hasta lograr un polvo que, regado con cerveza, le sirvió para construir su pirámide, un monumento en torno al poder en sus vertientes más tortuosas y torturador­as: el dictador todopodero­so, arbitrario y loco, y el amor sadomasoqu­ista. Puede tratarse de un libro como el legendario Los Sorias, que tardó 10 años en escribir y 16 en publicar. O de cuentos de dos páginas. Pero son variacione­s de lo mismo. Y todo empezó así: “A papá le ocurrió una tragedia, él estaba profundame­nte enamorado de mamá y mamá murió muy joven. Papá se volvió loco, totalmente loco”.

–Doble tragedia para vos.

–Sí, viví bajo las órdenes contradict­orias de un loco, pobre papá. Castigos, dejarme solo frente a una sirvienta prepotente, sádica: así como tuve buenas sirvientas las tuve malas y las tuve que padecer. Las sirvientas tenían el poder total.

–Y eso te llevó a la lectura.

–Yo sostengo que los libros fueron los que me salvaron, sino te volvés loco como tu padre o te suicidás, hay niños que se suicidan, ¿sabías? Sí, chiquitos que se ahorcan.

–Vivías con miedo.

–Sí: le tenía miedo al monstruo que vivía debajo de la cama. Pasé décadas hasta comprender que era mi padre y, como yo a mi padre lo quería, no podía entenderlo.

–¿Tu primer cuento lo escribiste en esa época?

–No. Cuando niño intenté escribir una cosa y nunca la terminé. Después volví, tendría 20 años, y escribía muy mal.

–¿Estudiabas ingeniería?

–Empecé a mejorar como escritor cuando cambié de vida.

–Te había mandado tu papá.

–Sí y estudié piano porque quería papá.

–Se nota que sabés de matemática, mecánica.

–Negra querida, a ver si nos entendemos, amo la ciencia pero no pretendas que sea ingeniero porque no es para mí. Estudié física teórica afuera de la universida­d porque me gustaba y avancé bastante.

–¿Y cómo fue que dejaste la vida de estudiante?

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