SOSTIENE QUIQUE
Escribe Rodolfo Enrique Fogwill. El narrador y poeta – nuestro mayor púgil literario– dejó una huella perdurable en las jóvenes generaciones. Un texto que adelantó en la revista lo revela en todo su desparpajo.
Discípulos: hace muchos años que tengo un solo alumno. Casi nunca falta, siempre paga y parece ir envejeciendo a la par mía. Soy yo, su manager, mi preceptor, su personal trainer, mi mentor secretísimo. Le enseño y él aprende y olvida a la par. Le digo que mi maestro anterior estableció que escribir es filmar directamente contra la pantalla. Y tratando de que filme directamente contra su pantalla le repito que, de ahora en más, escribir, para él, será conseguir que cualquier cosa que se le vaya ocurriendo pase directamente al texto sin romper su ilusión de continuidad. He tratado por todos lo medios que aprenda a oír a la gente haciéndose escuchar. Creo que ya casi aprendió a poner títulos a sus sonetos y sus letras de rock. No es nada fácil.
¿Cuál será mi mejor título? En general se me conoce por Muchacha Punk, Los Pichiciegos, Vivir afuera, Restos diurnos y con Partes del todo que no casualmente son cinco títulos pentasílabos. También se me vincula a tres libros a los que deliberadamente impuse un título heptasílabo: La experiencia sensible, En otro orden de cosas y Los libros de la guerra. Este último también me pertenece, pero al libro no lo escribí yo: lo compuso Francisco Garamona, de editorial Mansalva, a partir de varias resmas de fotocopias de diarios y revistas que circularon con mi firma y en cuyo rescate y agrupamiento contribuyeron la doctora María Pía López –gran atesoradora de cosas– y los infatigables Mica, Gustavo, Alejo y Sebastián. “Infatigable” también es un pentasílabo y, a la hora de titular libritos vale la pena detenerse a medir el número de sílabas y la ubicación de los acentos.
Bien acentuadas, las sucesiones de cinco o siete sílabas, como las de once bien organizadas prometen un discurso más fluido que el que predomina en el habla y en el periodismo, aunque después el libro – como siempre me ocurre– termine frustrando cualquier expectativa de fluidez. Decía mi maestro que en la ficción hay que saber mentir bien desde el comienzo: el título. Mi maestro soy yo y por eso jamás titularía una obra “el presente”, “el futuro” ni “el pasado” que, por tetrasílabos, en la lectura muda se oyen como dos nombres (Elfu Turo) ninguno de los cuales significa nada y, por simétricos (tá-tá/tá-ta) preanuncian una escritura tan moralista y escolar como los tiempos de conjugación verbales en los que se inspiran.
Comienzos
Algunos escritores comienzan sus novelas por el título. No es mala idea. Un día encuentro a Sergio Bizzio y me cuenta que está escribiendo su segunda o tercera novela llamada Más allá del bien y lentamente. Como me pareció un buen título que prometía el relato de un larguísimo acto sexual en cuyo curso podría aparecer todo lo que vale la pena contar en la vida y todo lo que se pueda reflexionar sobre la moral, le pregunté de qué trataba y me respondió que no lo sabía porque aún no había salido del primer párrafo. No es una mala manera de empezar: aquel proyecto de Bizzio se convirtió en el guión de cine que soñaba filmar, después una obra de teatro (¡representada por perros!) y, finalmente, sin mayor esfuerzo generó una novela que hasta fue publicada.
Solo una vez comencé por el título. Fue en 1977 y a mis pocos cuentos –dos o tres que acababa de escribir y que nunca publicaría– ansiaba agregar otros tantos para componer ¡un libro!, el soñado destino de cada escritor y me senté frente a la máquina, cargué la hoja que sería la página sesenta de mi librito soñado y escribí con mayúsculas la palabra “MÚSICA”, con la esperanza de que, tironeando de ella, emergiese alguna trama, o un imaginario acontecimiento poético de esos que a veces precipita el azar. Me llevó tres años imaginar el relato y otros dos escribirlo. “MÚSICA” se publicó dos veces y aunque casi nadie lo recuerde es uno de mis relatos menos malos.
Alcancías
Hay libros alcancía. Suele suceder con las novelas. El autor no sabe hacia dónde ir y cada día vuelve a depositar en él sus pequeños ahorros de energía procurando continuar y agrandar lo escrito en la víspera. Otro día, cuando encontré a Bizzio contar que ya estaba a punto de terminar el cuarto capítulo de su quinta o sexta novela, se me revelaron las virtudes del Gran Método de las Moneditas, que es eficaz a condición de que el que escribe sepa borrar las huellas de las ilusiones mezquinas y el espíritu de ahorro y consumo diferido que lo animó.
Obvio: si el pequeño ahorrista es capaz de ocultar las huellas de su tesón es un verdadero escritor, tan verdadero como si pudiese sobreponerse a cualquier otra vulgaridad que lo asalte en su lucha diaria por la subsistencia y la fama. Yo compuse tres o cuatro novelas-alcancía y no son las peores de mi obra.
Novelas malas
Caí en la trampa mediática: comencé pensando sobre literatura y a poco de empezar ya estaba escribiendo acerca de novelas. Héctor Viel Temperley y Juan Gelman han escrito no menos de diez libros verdaderos y buenos sin infligirnos siquiera una sola novela y ninguna novela mala. Ignoro qué significa “novela mala”. Ha de ser algo así como la electricidad, una cosa imprescindible, que todos usamos, que muy pocos podrían definir qué es y muchos menos alcanzar a entender lo que significa para la vida habitar un mundo dependiente de ella.
Es algo así como esos “escritores verdaderos” que mencioné en el quinto párrafo. No vale definirlos por la inversa, enumerando casos de “escritores falsos” que tanto abundan. De modo que, a menos que uno crea en la democracia –que no es mi caso ni el de los que pensamos que la democracia, bien entendida, solo transmite el veredicto de los mercados–, debe seguir arreglándose con sus propios criterios de bueno, malo, verdadero y falso. Habitar estos ejes platónicos del bien y la verdad es la ideología espontánea del escritor.
Su paradoja es llevar a moverse en un plano delimitado por cuatro entidades que, bien se sabe, son inexistentes. La paradoja del editor es andar siempre a la caza de un libro bueno –paga fortunas por los que lo parecen– sabiendo que su mejor negocio es fabricar libros malos: los libros que se tiran a la basura, los libros que se olvidan rápidamente, los que no son irremplazables son, por puro fáciles de reemplazar, la realización sobre papel de la fórmula de la obsolescencia planificada que fortalece al capitalismo predador, abarrotador y contaminador que sostiene el modo de vida que preferimos. Y entonces: ¿qué es una novela mala? No lo sé: solo sé que soy malo y que estoy condenado a manejarme con ideas tan caprichosas como la creencia de que una novela buena es la que nos sorprende con una verdad que su propio autor ignoraba hasta el momento de escribirla.
Interior. Luz artificial. Escritorio con una cantidad desmesurada de papeles. Voz grave, medio raspada pero dulce. Dice “Cuidado”. Es Alberto Laiseca, que de algún modo se las arregla cada día para escribir, a mano, en esa mesa donde además, casi siempre, hay una botella de cerveza, una taza con cerveza cubierta por un trapo y un cenicero repleto: “Ésta es una mesa vaticana, todo se pierde por 700 años, tu grabador se puede perder por 700 años”, advierte y se sienta. Un instante antes da la impresión de que su cabeza va a golpear la lámpara: es una montaña Laiseca. Una montaña con un bigotazo a la Nietzsche. Está flaco, un poco ceniciento, agotado. Hace poco una neumonía lo golpeó hasta dejarlo internado. Unas semanas después salieron sus Cuentos completos (Simurg) y la dupla Cohn y Duprat estrenó Querida, voy a comprar cigarrillos y vuelvo, basada en un relato suyo.
Debería ser un buen momento, pero la falta de dinero, la necesidad de encontrar casa para mudarse y el exceso de trabajo, complican a este escritor, dueño de una obra original que pareciera no tener tradición ni herederos.
La lengua de Laiseca está hecha de registro científico, fórmula esotérica, cuento de hadas y delirio paranoico, triturados hasta lograr un polvo que, regado con cerveza, le sirvió para construir su pirámide, un monumento en torno al poder en sus vertientes más tortuosas y torturadoras: el dictador todopoderoso, arbitrario y loco, y el amor sadomasoquista. Puede tratarse de un libro como el legendario Los Sorias, que tardó 10 años en escribir y 16 en publicar. O de cuentos de dos páginas. Pero son variaciones de lo mismo. Y todo empezó así: “A papá le ocurrió una tragedia, él estaba profundamente enamorado de mamá y mamá murió muy joven. Papá se volvió loco, totalmente loco”.
–Doble tragedia para vos.
–Sí, viví bajo las órdenes contradictorias de un loco, pobre papá. Castigos, dejarme solo frente a una sirvienta prepotente, sádica: así como tuve buenas sirvientas las tuve malas y las tuve que padecer. Las sirvientas tenían el poder total.
–Y eso te llevó a la lectura.
–Yo sostengo que los libros fueron los que me salvaron, sino te volvés loco como tu padre o te suicidás, hay niños que se suicidan, ¿sabías? Sí, chiquitos que se ahorcan.
–Vivías con miedo.
–Sí: le tenía miedo al monstruo que vivía debajo de la cama. Pasé décadas hasta comprender que era mi padre y, como yo a mi padre lo quería, no podía entenderlo.
–¿Tu primer cuento lo escribiste en esa época?
–No. Cuando niño intenté escribir una cosa y nunca la terminé. Después volví, tendría 20 años, y escribía muy mal.
–¿Estudiabas ingeniería?
–Empecé a mejorar como escritor cuando cambié de vida.
–Te había mandado tu papá.
–Sí y estudié piano porque quería papá.
–Se nota que sabés de matemática, mecánica.
–Negra querida, a ver si nos entendemos, amo la ciencia pero no pretendas que sea ingeniero porque no es para mí. Estudié física teórica afuera de la universidad porque me gustaba y avancé bastante.
–¿Y cómo fue que dejaste la vida de estudiante?