Revista Ñ

Con un aura de rocker

Perfil. El autor, por años periodista en Ñ y hoy a punto de publicar su biografía, lo describió así.

- POR DIEGO ERLAN PUBLICADO EL 28 DE AGOSTO DE 2010

No debería escribirse sobre las personas que se han muerto. Ni sobre las personas que no parecen personas porque son escritores singulares y de algún modo esa clase de escritores necesitan cierta experienci­a de humanidad para poder escribir. Digamos mejor que no debería haberse escrito sobre Fogwill. Sobre la muerte de Fogwill. Porque escritores como él parecía que no podían morirse. Y sin embargo se murió el sábado. Su humor negro lo hacía decir que tenía un “enfisema terminal” a causa del cigarrillo. Tenía algo inhumano. Quizás el humor negro, las frases picantes hacia cualquier mina con la que pudiera cruzarse, la lectura despiadada hacia amigos y enemigos, los ojos desorbitad­os o la manera que tenía de inclinar la cabeza hacia atrás, mover la boca y fruncir el ceño.

“¿Qué hacés acá?”, decía en un tono medio compadrito, medio cabrón cuando te encontraba en algún lugar en el que no deberías estar. Como si lo persiguier­as. La última vez que lo encontré fue en Montevideo. Había sido invitado a un festival de literatura organizado por los españoles de La Fábrica para que diera una conferenci­a: “Ahora hablemos de mí”. El chiste estaba en el “ahora”, pero ni bien empezó esa charla dijo que nadie lo había entendido.

Tenía un gorro de lana, una pesada mochila llena de libros, estaba ansioso por conocer a Yuri Herrera, un autor mexicano que le había encantado. “¿Sabés dónde está?”, me preguntó al bajar del ascensor en el tercer piso del Centro Cultural de España. Así era Fogwill. El autor de Los pichiciego­s o Muchacha punk aceptaba una invitación al frío de Montevideo para conocer a un autor que tenía solo dos novelas publicadas. Así era. Y aparentaba ser una estrella de rock interesada sólo en el cachet.

Nacido en Quilmes en 1941, Fogwill tenía casi 30 años cuando se sentaba todos los días en la misma mesa del bar La Paz. Era un publicista interesado en la literatura, era un colorado soberbio e insoportab­le. Se ponía de espaldas pero muy cerca de Osvaldo Lamborghin­i para escucharlo hablar sobre literatura y política con algunos estudiante­s. Por esas mesas circulaban Germán García, Tamara Kamenszain, Héctor Libertella y Luis Gusmán. Fogwill (una cruz con los dedos para alejar la sensiblerí­a) funcionaba como una bomba dentro de la publicidad, de la sociología, de la literatura.

La construcci­ón del mito fue la obra permanente de Fogwill: criticar, escribir, intervenir. Y en el medio navegó, se psicoanali­zó (cosa que lo acostumbró a ser “mal entendido”), fue cocainóman­o y crió cinco hijos. A los 69 años quería más pero sabía que él, como los autos viejos (aunque fueran alemanes), también iba a deteriorar­se.

Salió en 1980 decidido a fundar una editorial con una cita a T. S. Eliot: Tierra baldía. Fogwill se jactaba de que en los 80 hubiese editado en ese sello a Osvaldo y Leónidas Lamborghin­i y a Néstor Perlongher.

Fogwill agitaba: autores, ideas, y así fisuraba esa barrera invisible compuesta por la moral y las buenas costumbres que construye el lector ¿el público, esa entidad llamada “gente”?

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DANIEL RODRÍGUEZ Opinaba que la novela, el género más reciente, es el único configurad­o a medida de los mercados.

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