Risas para el alma de la fiesta
Escribe Selva Almada. La autora de Ladrilleros evoca al gurú de los talleres, sus manías y arranques.
En el 99 escuché por primera vez el nombre de Laiseca: un amigo acababa de leer La hija de Kheops y estaba fascinado. Yo iba a pasar unos meses en Buenos Aires y él me dijo que fuera a un taller con “este tipo” en el Rojas. Fui y me anoté y esperé el inicio del curso sin averiguar nada más sobre él. Cuando entró al aula, me impresionó su estatura, su bigote, la desmesura de un hombre que no terminaba de entrar de tan grandote. Enseguida prendió un cigarrillo y empezó a hablar.
Yo miré alrededor, éramos unas treinta o cuarenta personas y lo primero que pensé fue cómo iba a hacer para que “Lai” me prestara atención entre tanta gente, para hacerle saber que yo estaba ahí.
Terminó el cuatrimestre y me volví a Entre Ríos y al año siguiente, cuando me mudé a Buenos Aires, lo llamé por teléfono, le pregunté si daba clases en otro sitio, con menos gente. Tenía un grupo en su casa de San Telmo, apunté la dirección y a la semana siguiente estaba sentada a una mesa larga que tenía en el comedor, tomando el café negrísimo que preparaba.
Durante quince años pasé por el taller con mucha gente, con poca gente, a solas él y yo… gente que no duraba más de una clase. A veces apostábamos cuánto duraría el nuevo o la nueva, de acuerdo al nivel de incomodidad que les generaba Lai, su omnipresencia, sus manías de tipo solo, sus arranques.
Una vez él tenía que ir a una inauguración de algo, una muestra de arte, no recuerdo bien, y no tenía ganas. Entonces yo le dije: “Vaya, Lai, si usted allí donde llega es el alma de la fiesta”. El me miró muy serio y enseguida los dos reventamos de risa. Lo de “alma de la fiesta” quedó por años como un chiste íntimo que nos hacíamos de vez en cuando.
El otro día cuando lo velábamos en la Biblioteca en un momento me vino el chiste a la cabeza: vi el cajón rodeado de gente y gente en la sala charlando animadamente, una botella de cognac y otra de whisky circulaban de boca en boca. A él le habría gustado. Esta vez sí era el alma de la fiesta. Hubiera soltado esa risa exagerada, como todo en él; lo que no es exagerado no vive. Una risa fuerte que se llenaba de hipos. Una risa de la que salía el humo eterno de sus Imparciales. Una risa que ojalá me acompañe hasta que yo también desaparezca en el aire.
–¿Vos leíste lo que dijo Mijail Sergueivich (Gorvachov) cuando impuso la Perestroika? “O cambiamos o caemos”. Tenía que ser escritor. Tenía un plan B: ser rico, irme a trabajar a África del sur en una plantación o qué sé yo qué mierda y terminar comprándole las tierras al dueño.
–¿Con esa fantasía te fuiste de cosechador?
–No. Me fui para romper con lo que estaba acostumbrado. Y qué ruptura. Sí. Como dijo alguien, no es frase mía, acordate negrita por favor de aclararlo o me van a acusar de plagio: “El camino duro es el más fácil”. Y a eso lo hice ley de mi vida.
–Y empezaste a escribir con los cosechadores.
–Sí. Muy mal pero menos que antes.
–Estarías agotado.
-Esa no era la razón. Yo escribía mal porque nada conocía de la vida y del arte, y porque vivía esclavizado cumpliendo órdenes. Entonces un día te liberás, pero no es de un día para el otro que vas a escribir bien.
–Después viniste a Buenos Aires. ¿Cómo te introdujiste en el mundo intelectual porteño?
–Vi a un barbudo de pelo largo, “debe ser un intelectual”, pensé. Y le hablé, “¿no hay algún lugar donde se reúnan escritores?”. Y el tipo no se me río: “Sí, hay, el Bar Moderno...”. Y ahí fui. Conocí gente, leía mis cosas, siempre con una vida muy underground.
–No querés hablar de política y no te pido que me cuentes de tu anticomunismo. Pero cuando supe que le habías mandado esa carta al presidente Johnson pidiendo incorporarte al ejército de EE.UU., pensé: mirá si le decían que sí.
–No, más bien decí qué sentí yo cuando me decían que no me iban a mandar a Vietnam. Horror: y ahora qué hago, porque entonces sí el suicidio estaba más cerca que nunca y no me quería matar. Siempre fui miedoso.
–Me alegra que no te hayan dado pelota.
–Qué querés que te diga, negra, yo también estoy contento.
–Escribiste tu “Trilogía misógina”.
–Me la saqué de encima, estaba con un ataque de misoginia. Yo sé que es malo eso. Lo escribí, pero ya basta; la terminás, papito.
–Me alegro. ¿Qué le aconsejarías a un escritor principiante, además de que venga a tu taller?
–Que venga a mi taller, seguro. Stephen King, a quien muchos miran desde arriba por envidia, supongo, es un gran maestro, pero te lo citaba porque casi se muere en un accidente y mientras estaba convaleciente escribió Mientras escribo, que habla de los problemas del escritor. Dice: “No hay ninguna isla secreta llena de ideas”. Y también que el “único consejo que yo le puedo dar a los que quieran ser escritores es leer más y escribir más”. Me sorprendió porque son dos de los tres consejos que doy habitualmente. Yo agrego: vivir más.