En busca de un pavor sureño
Entrevista a Mariana Enriquez. Quiere refundar el terror en las coordenadas regionales. Influencias de la cultura popular y su afinidad con los clásicos en inglés.
De nena coleccionaba hechos espeluznantes y no sabe para qué. La oscuridad, sin embargo, hace brillar a Mariana Enriquez. Crece entre poemas malditos, cuentos de terror y buen rock. A los 19 años se vuelve una autora precoz cuando Juan Forn lee el manuscrito de su primera novela, Bajar es lo peor, y decide publicarla. Ese es el punto de partida de una búsqueda narrativa que terminaría de consagrarla como una de las voces más originales de Latinoamérica. En ellos encuentra una manera nueva de hacer terror y, al mismo tiempo, expone conflictos sociales comunes a la región. No fue extraño que el libro se tradujera a 22 idiomas y que uno de los cuentos se publicara en la revista The New Yorker.
Tiene dos motivos para celebrar. Publica el libro ilustrado Ese verano a oscuras
en la editorial madrileña Páginas de Espuma. Un cuento iniciático de dos chicas que, en medio de la crisis del 89, encuentran el libro de un asesino serial y se fascinan. Y recibe el Premio Herralde de Novela –editorial donde ya publicaba–, por la inédita Nuestra parte de noche. Desbordante, la historia de Juan y Gaspar está dividida en seis partes y tres generaciones en los años 60, 70 y 80, tres momentos de esplendor de las ilusiones revolucionarias y su aniquilación.
–¿Cómo trabajaste lo sobrenatural en Nuestra parte de noche, para reflejar la historia?
–Mi intención era hacer una especie de sistema de las cosas que me interesan: la poesía, el rock, el ocultismo, la preocupación por la política, el poder, la historia argentina. Mi fascinación con esa línea inglesa de los ocultistas, que aparece también en el tipo de literatura que me gusta, desde Shakespeare hasta Neil Gaiman; la gran columna de la literatura fantástica y de terror. El libro que más me marcó fue Cumbres borrascosas. La relación de Rosario y Juan, mis protagonistas, es muy parecida a la de Heathcliff y Catherine; de alguna manera es una cita. Son ellos dos contra todos, en una trama familiar oscura y compleja.
–¿Podría relacionarse esa fascinación por la literatura inglesa con la tradición anglófila de algunos escritores argentinos?
–En realidad, mi anglofilia no viene de la anglofilia literaria argentina, sino que viene de mí... Empecé a leer a Emily Brontë, a Mary Shelley y Dickens, a fascinarme con Keats, Byron, más tarde con Yeats. Y al mismo tiempo me enteré de que eso le gustaba a Borges. Además, fui a un colegio bilingüe. También contribuyó el rock. Por supuesto, las cuestiones anglófilas de la literatura argentina me copan, aunque no sé bien a qué nos referimos, a lo mejor hablamos de Borges y ya. Los otros escritores que a mí me gustan, como Manuel Puig, tampoco son anglófilos.
–¿Y con esa influencia de qué modo construís el terror en tu narrativa?
–Cuando empecé a escribir terror me di cuenta de que no podía hacerlo con monstruos tradicionales, el castillo, todo el imaginario del gótico que estaba demasiado codificado. Tenía que hacer un terror argentino, latinoamericano. En esa operación encontré las cosas propias. En el caso de Nuestra parte de noche, las sectas.
–¿En qué medida la religión y el imaginario pagano local forman parte de esta secta?
–Mezclé todo para hacer una especie de mitología propia. Quería que nada fuese del todo reconocible. Me interesa el rescate de la religiosidad popular y pagana local en relación a la fascinación que tengo por toda esa tradición anglosajona que mezcla eso. El vampiro es un monstruo de la mitología popular de Europa del este, que Stoker toma y convierte en Drácula. Eso no pasó acá; nuestro fantástico no tomó supersticiones locales. Lo mismo ocurre con miedos cercanos. Pienso en Frankenstein
de Marie Shelley, el terror que ella tenía era a los ladrones de cuerpos. Trabajaba con los diarios.
–Todos los protagonistas de la novela tienen una belleza deslumbrante.
–Hacer los personajes más grandes que la vida es parte de mi educación sentimental. Son una especie de edificio poético físico. En algún sentido, ellos no son reales. Y tienen ese ideal romántico, griego, de hombres como dioses.
–¿De ahí viene su libertad sexual?
–Sí, son pansexuales. Hay una falta de moral cristiana que ayuda.
–No parecen sentir la misma libertad respecto de los hijos, ¿Pensás que la paternidad es uno de los grandes temas de la novela?
–Los personajes de Juan y Gaspar aparecieron enseguida como padre e hijo. La carretera, de Cormac McCarthy, me impactó, encontré que lo que me impresionaba era ese vínculo. La novela trata de la herencia, si es un destino o si existe libertad respecto a los lazos que tienen que ver con la familia, y más específicamente con la paternidad. ¿Estamos condenados a repetir la historia?
–¿Esa pregunta se relaciona con tu decisión de no tener hijos?
–Tengo 46 años, no tengo hijos y nunca quise tenerlos. Más allá de que no tengo un rollo en lo más mínimo, no me parece una decisión frívola. Dentro de la trama aparece, de manera literal, el cuerpo de los hijos como receptor de la consciencia paterna. Pero metafóricamente, el nudo es que un padre tiene la capacidad de trasladar su consciencia al hijo y perpetuarse. ¿Hasta qué punto se tiene hijos para inmortalizarse?
–En los premios hay un deseo parecido. Recibiste en 2019 el Herralde, en coincidencia con varias escritoras argentinas distinguidas internacionalmente.
–Ocurren dos cosas, la primera es un fenómeno de visibilidad de las autoras que es global. En América Latina es muy fuerte porque tiene que ver con movimientos feministas más activos que están en un momento de conquista de derechos. Esa visibilidad hizo que, de una manera casi casual, en 2019 ganaran premios escritoras argentinas. Sí me interesa destacar que, salvo en el que recibió Selva Almada en el Festival de Edimburgo, son premios en español. Eso es importante porque lo relativiza; sigue siendo un momento de visibilidad e importancia pero aún no de trascendencia a otras lenguas. De habla inglesas hay millones, son mujeres muy importantes en castellano. Solamente en el último Filba, Lorrie Moore llenó el Teatro Cervantes. Las literaturas del sur escritas por mujeres o por hombres tienen que aspirar a quebrar eso.