Revista Ñ

“EL RELATO ORAL FUE MARGINADO”

Charla con Irene Vallejo. La española presenta El infinito en un junco –sorpresivo bestseller– que remonta el libro a 1500 años antes de Homero.

- POR IVANA ROMERO PUBLICADO EL 3 DE OCTUBRE DE 2020

Este libro honra su propia historia. Desde los días en que el rey de Egipto subvencion­aba carísimas misiones secretas para atesorar todos los libros del mundo hasta las épocas recientes cuando, como dice Walter Benjamin, cada ejemplar de nuestra biblioteca es una lucha desigual contra el abismo. En el medio caben las guerras entre Roma y Egipto, la emergencia del imperio griego, el modo en que la oralidad comenzó a ser devorada por el alfabeto y las palabras fueron labradas en tablas de arcilla, pieles de animales o rollos de papiro.

Sin embargo, El infinito en un junco es un ensayo literario aún más ambicioso. Y es que su autora, Irene Vallejo, trabajó toda una década para que estas historias ancladas en la Antigüedad dialoguen con el presente: con la biblioteca de Oxford o de Sarajevo replicando los ecos de aquella otra de Alejandría, con Bob Dylan recibiendo el Nobel escoltado por la herencia de los bardos, por las mujeres que escriben sin saberlo a la sombra de Enheduanna, que inaugura la historia de la literatura 1500 años antes que Homero. En una entrevista por zoom desde Zaragoza, la filóloga, escritora y periodista desteje la trama de una obra fascinante. “Este libro nació de una conversaci­ón con el historiado­r de arte Rafael Argullol, quien tuvo la intuición de que debía ser contado como un ensayo literario. De algún modo esto significó volver a las raíces de Michel de Montaigne, que en el siglo XVI inventó el ensayo como género y lo puso en conversaci­ón con su propia interiorid­ad. Me interesó indagar el ensayo literario apelando a herramient­as que en general no son admitidas allí: el humor, la poesía, lo periodísti­co y hasta datos autobiográ­ficos”.

–Hablás de tu vínculo con los libros a través de tus padres pero también incluís escenas de maltrato en la escuela por ser una nena “rara”.

–Fue una gran discusión con mis editores, me dieron mucha libertad pero creyeron que eso era demasiado. No creo en los compartime­ntos. Un libro debe sorprender­nos. E interpelar­nos. Exponer mi biografía es un modo de darle herramient­as al lector para que sepa desde dónde escribo, para que saque sus propias conclusion­es, para que tenga la libertad de pensar por sí mismo.

–¿O sea que la sensación de que estás allí, como una voz cercana, no es azarosa?

–No, fue una decisión deliberada y una construcci­ón muy pensada, cuyo esquema de notas aún cuelga en la pared de mi living. Cuando empiezas a contar una historia, nunca debes das por supuesto que el lector sepa algo. Tienes que envolverlo en la atmósfera que tu relato necesita. Aprendí eso junto a un grupo de expertas narradoras orales, quienes me dieron herramient­as de la oralidad muy valiosas para mi escritura.

–Resulta paradójico que para construir una historia del libro hayas recurrido a expertas en técnicas de la oralidad.

–Es que esa paradoja funda la historia del libro. La oralidad ha quedado marginada en detrimento del progreso que se asocia a la escritura. Sin embargo, ha sobrevivid­o solo gracias a los relatos impresos. Estas ambivalenc­ias construyen la historia del pensamient­o, de la escritura y de los libros. A la par, fue necesario recuperar grandes personajes como Alejandro o Cleopatra y advertir que lo que conocemos de ellos es tremendame­nte sesgado. A ella siempre la hemos visto como una seductora pero ha quedado en sombra su talento políglota, su extraordin­aria inteligenc­ia. Como nos cuenta Plutarco, su capacidad de atracción derivaba en verdad de su talento para las tácticas políticas. En el caso de Alejandro se le ha dado mucha importanci­a a su faceta bélica y muy poca, a su papel intelectua­l como discípulo de Aristótele­s. Su imperio fue de fusión cultural absoluta, basada en ideas muy contemporá­neas sobre mestizaje e hibridació­n. Esto tiene que ver con la vastedad, misterio y fascinació­n que ejerce sobre mí la Biblioteca de Alejandría, el punto al cual vuelvo una y otra vez a lo largo del libro.

Ya no hay nada, sacaron todo, la higuera no está, fue todo arrasado”, dice desde arriba de su metro ochenta y dos, desde su elegancia, desde su castellano adoptado, este señor que 24 horas por día es Premio Nobel de Literatura pero en este segundo es un hombre de 83 años parado en el lugar donde estuvo su casa natal. Es un lindo día en Azinhaga, Portugal; José Saramago ha accedido a este paseo pero lo sufre. Tiene la cara apretada y apura el paso. No hay adónde volver: el hombre se quiere ir.

El viaje hasta Azinhaga, unos 70 kilómetros al norte de Lisboa, empieza justamente en esa ciudad pobre y señorial, en la casa donde viven el escritor y su esposa, la periodista Pilar del Río, cuando están en Portugal. Una casa luminosa, con un jardincito y un escritorio para cada uno, que no se distingue de las otras casas de la calle angosta donde se ubica. Sencilla, con una sola mesa –la de la cocina– alrededor de la cual en unos días ocho amigos se dividirán poco más de un kilo de lomo que ha volado desde la Argentina para mimar los gustos carnívoros del Premio Nobel.

Pero eso será después, ahora es hora de salir hacia el pueblo. Maneja Zeferino Coelho, el editor portugués, flaco y cordial como una se imagina al Yáñez de Sandokán. A su lado, Saramago despliega el mapa –ni las rutas son las que eran– y Pilar del Río define: “Vamos en busca del tiempo”.

Tiene la infancia en carne viva este señor Saramago y es que viene haciendo ejercicios con los recuerdos: a la altura en que se hace este viaje verano europeo el escritor está terminando Las pequeñas memorias, un libro donde va contando, de manera fragmentar­ia, lo que vivió hasta los 15 años. Aunque los padres de Saramago se mudaron a Lisboa cuando él no había cumplido los tres, en Azinhaga quedaron los abuelos, figuras principalí­simas de la vida del muchacho. Aquí él pasó todos los veranos –“me sacaba los zapatos cuando llegaba, me los ponía el último día, antes de irme”– y aprendió a cruzar el río a nado y a cruzar el campo a pie y la oscuridad de la noche y el puente viejo.

Azinhaga es un pueblito bajo, viejo, donde el sol no tiene compasión y al mediodía no queda nadie en la calle. Y dando vuelta una esquina, como si nada, hay una casa con una placa que indica que aquí donde nació José Saramago, Premio Nobel de Literatura 1998. Qué orgullo. De este pueblito semirrural al mundo, al Mundo. Pero el sujeto se niega a sacarse una foto en esa puerta: “Esta no es mi casa, mi casa la tiraron, mi casa ya no existe”, mastica y otra vez el paso rápido. “Era una casa pequeña, humilde, sin mayor importanci­a. La demolieron y han hecho ésta”. Pilar le pide que solamente se ponga cerquita del cartel, que la casa no va a salir. “Había cuatro, cinco camas, la gente dormía en una, dormía en otra ... ¿qué importanci­a tenía?”.

Unos metros y estamos en la plaza. Muy verde, con laureles de jardín, flores. “Parte de esto antes —está enojado Saramago, pero será un disciplina­do guía del tour de su vida, que para eso vinimos— era un campo con olivares que pertenecía a varias personas; se marcaba el nombre del dueño de cada uno en el tronco”.

Sobre uno de los lados de esa plaza se ve un portón. Saramago pasa a la carrerita: “La casa de mis abuelos estaba aquí; aquí la quinta donde mi abuelo abrazó los árboles para despedirse de ellos antes de morir”, dice y ya estamos en la otra esquina. Pilar quiere sacar unas fotos. Aquellos árboles ¿estarán? Pasaron apenas 60 años ... Ella tira un par de clics a través de los barrotes. El, no; no piensa echar la mínima mirada.

Después de un café, vamos a la ribera del río Almonda, el de la infancia descalzo. Saramago la recorre, se aleja un poco, se diría que chequea que las cosas estén en su lugar. “En el pueblo yo iba a andar, pasaba las horas cantando debajo de un árbol, cantaba ahí. Me llevaba un pan y unas aceitunas, comía. Subía a un árbol, cosas muy sencillas ... pues sí. Me bañaba en el río, dejaba la ropaera así”. El no lo dice, pero circula por todas las cabezas el poema de Pessoa: “Nadie nunca pensó en qué hay más allá / del

río de mi aldea. / El río de mi aldea no hace pensar en nada. / Quien está junto a él está sólo junto a él.” Volvemos veloces a Lisboa. Azinhaga está atrás y atrás queda.

Mafra

El recorrido, hay que decirlo, lo han decidido José Saramago y Pilar del Río. Y está claro que no nos vamos a quedar en Lisboa, aunque en este lugar, junto a sus ciudada

nos, elegantes y discretos, se pueda entender algo del carácter asertivo y parco del Premio Nobel. Los lisboetas circulan sin estruendo y no hay cómo olvidar la imponente presencia del Tajo, detrás de la explanada. Esto es Lisboa pero ya está dicho que hay cosas que ver fuera del imán de Lisboa.

Este día nos toca Mafra porque Mafra es el lugar donde está el convento de Memorial del convento, quizás el libro que le valió fama

internacio­nal a Saramago. Allí, el escritor se corre hasta el siglo XVIII para contar la construcci­ón de ese edificio, iniciada como una ofrenda del rey Joao V. O como una negociació­n: a cambio, el monarca esperaba que Dios le mandara un heredero.

Esto es lo que le gusta: hablar de su obra, no de su vida. Contar del mundo y de los 20.000 trabajador­es que levantaron esta preciosa mole. Y del que murió, en su novela, aplastado por una piedra enorme que “había que traer entera”, dice con una ligera ironía que subraya lo pretencios­o de ese deseo. Se acerca al balcón construido con esa piedra, que pesa 3 toneladas. “Miren, se está rajando ...” Estamos arriba, ahora, en el palacio, que tiene un balcón hacia la iglesia, se ve que los reyes no necesitan ni sacarse las pantuflas para ir de su casa a la de Dios. El palacio es interminab­le. Acá una sala de música “donde Doménico Scarlatti tocaba el clave”, allá una sala de juegos, con una especie de flipper de madera, en un pasillo trofeos de caza: “Estos son los cuernos que le puso el rey a la reina”, se burla el escritor y se adelanta.

Lanzarote

“Si no te mueves, el lagarto se queda. El lagarto es un bicho que puede alcanzar un buen tamaño. Estos de aquí tienen una caracterís­tica: cuatro manchas de cada lado en el costado, de un lado y del otro, cuatro manchitas o cinco de un azul cobalto que es una maravilla”. José Saramago se queda horas en el medio de un jardín marciano. Lanzarote, la isla donde está la casa que él reconoce como su casa –así lo indica el cartel que, en la puerta, dice “A casa” (la casa)– es un lugar donde no se ve tierra; el suelo es lava negra. En la lava pelean por su vida cactos de los más extraños tipos y algunas plantas a las que se les nota el esfuerzo de adaptación. Despojado, negro y con flores, así es el jardín de Saramago. Con lagartos que se pasean, obvio. Los que andan hoy por acá no tienen más de 15 centímetro­s.

Pero acá sobre el escritorio van creciendo Las pequeñas memorias. Físicament­e. Saramago escribe en una computador­a, corrige, imprime. Pasados los años y los premios y los honoris causa que cuelgan de las paredes y las invitacion­es y los besamanos, este –una tabla sobre dos caballetes, los diccionari­os a mano– es el escritorio de un hombre que trabaja. Prolijo, sin muchas vueltas. Se sienta, trabaja. Su misterio no está en el método.

Al pie de la escalera, se diría que a la distancia mínima, trabaja Pilar. Ella también tiene fotos y, enmarcada, la primera hoja de la última novela que José escribió a máquina: Historia del cerco de Lisboa.

Cuando están en producción conjunta, las páginas que él va dando por buenas arriba, las toma ella para traducirla­s abajo. Cuando no –como ahora– ella prepara su programa de radio, escribe uno que otro artículo para medios españoles, organiza la próxima reunión de su grupo “Fregonas sin Fronteras” y atiende la requeridís­ima agenda de su marido.

Saramago va por la vida como desentendi­do de las cosas del día a día, pero se ocupa con mucho cuidado de los jardines. Planta por planta. “Yo siempre estoy preocupado aquí porque los pájaros tengan agua, son cosas tontas pero alguien tiene que encargarse porque si no tiene agua aquí pues la encuentra en otro lugar; pero no, yo quiero que los pájaros tomen agua aquí y les pongo agua limpia y el agua está ahí. Por eso yo creo que tengo un vínculo natural, espontáneo en el sentir del paisaje, el cielo, las nubes. Yo he vivido una relación con la naturaleza que se dio naturalmen­te: un canto, un árbol, el río. Cosas que son el mundo mismo. No es la naturaleza abstracta: es la cobra, la serpiente, el sapo... No tienen ninguna importanci­a; cobras, lagartos: ¿qué importanci­a tienen? Para muchos, a lo mejor, ninguna. Pero para mí la tienen toda.”

Lo dice aquí, en esta tierra sin tierra que eligió para vivir. “Sigo siendo ese niño”, repetirá como un leit motiv ahora que desde arriba de los ochenta mira sobre el hombro hacia el lugar de partida. No es un hombre de nostalgias, este José Saramago. Pero se puede sospechar que algo de lo que se enfrió en Azinhaga todavía es rescoldo en Lanzarote.

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Irene Vallejo (1979) estudió filología clásica.
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ULF ANDERSEN / AURIMAGES José Saramago, el escritor en Lanzarote, en las islas Canarias, en 2001.

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