EN BUSCA DE MI PADRE
Escribe Edgardo Cozarinsky. El escritor comparte su viaje a la colonia judía de Entre Ríos donde nació su padre. Fue tema de una película, en su brillante filmografía documental.
1
Una noche, hará un par de años, soñé que estaba en Entre Ríos. Mi padre nació en Entre Ríos. Yo nunca había estado allí. Nací en Buenos Aires, viví muchos años en París, demasiados tal vez, viajé bastante por el mundo, pero nunca había estado en Entre Ríos. No sé si, como algunos creen, los sueños son premonitorios pero a la mañana siguiente me desperté con un proyecto de filme: ir a Entre Ríos a buscar huellas de la infancia de mi padre. Digo bien: de su infancia. A los dieciocho años se fue del campo y se hizo marino. Nunca volvió. ¿Qué sabía yo de esa infancia? Poco o nada. Mi padre era hijo de lo que Gerchunoff bautizó “gauchos judíos”. Once hermanos, más uno del que iba a enterarme que también era hijo de mi abuelo, nacido fuera del matrimonio pero criado con toda la familia. Ese hijo se había quedado en el campo; los demás, con una sola excepción, se habían dispersado entre Buenos Aires y Mendoza, profesionales, empresarios, casadas las mujeres con hombres de ciudad. Mi padre murió cuando yo tenía veinte años y padecía una adolescencia demorada. Hablaba poco él, aun menos con mi madre, vivía refugiado en la lectura y el cine, en un mundo imaginario que me prometía cosas distintas de la vida cotidiana, irremediablemente gris, de una familia porteña de clase media.
Las preguntas que entonces no me interesaba hacerle son las únicas que hoy me interesan. La primera: ¿cómo fue que ese hijo de gauchos judíos, nacido en Villa Clara, Villaguay, Entre Ríos, decidiera aventurarse a ingresar en las fuerzas armadas, en la Marina de guerra? Una cosa me resulta evidente: fue posible porque ocurrió en 1919. A partir de 1930, del golpe de Uriburu, no creo que lo hubiesen aceptado. ¿Sabía mi padre, al ingresar, que no iba a poder ascender más allá de capitán de navío? Regla no escrita, gentlemen’s agreement, un judío no podía llegar a ningún nivel del almirantazgo. Sobre todo: ¿le importaba? Corolario: ¿qué significaba para él ser judío? No era religioso ni le importaba la tradición. Como a mi madre. A mí me criaron lejos de toda observancia. Creo que las únicas raíces que mi padre hubiese reconocido, aunque nunca hablara de ellas, estaban en Entre Ríos; entre sus libros encontré un ejemplar muy gastado de Entre Ríos, mi país de Gerchunoff. Cuando sintió que el fin se acercaba me pidió: “Por favor, ni estrella ni cruz, no vayan a creer que me convertí y eso no es elegante”. ¿De dónde le venía esa noción de elegancia moral? Cuántas cosas para las que no tengo respuesta.
2
Si mi padre murió relativamente joven, mi madre en cambio sobrevivió demasiado, lúcida hasta los noventa y cinco años, gradualmente senil durante tres interminables años más. Cuando finalmente murió, descubrí cajas llenas de viejas cartas y fotografías, muchas de mi padre. La que más me impresionó fue la de mi abuelo. Le escribe al hijo que parte lejos del hogar, del campo, de lo que hasta ese momento era su mundo, con orgullo y una pizca de envidia, en un castellano impecable, formal, con algún modesto arranque retórico. Una carta cándida, sin faltas de ortografía. Había llegado veinticinco años antes, sin duda había aprendido el castellano en la escuela nocturna de Gobernador Domínguez, con los maestros sefardíes que el proyecto colonizador del barón Hirsch había tenido la prudencia de importar.
3
Finalmente viajé a Entre Ríos. Creo que el proyecto de film me sirvió de coartada ante mí mismo. Detesto toda forma de nostaly no quería entregarme a un dudoso viaje sentimental. Necesitaba una razón concreta, objetiva, para conocer los paisajes donde mi padre se había criado. En Villa Domínguez hay una escuela que lleva el nombre de Gerchunoff. En frente: un galpón, convertido en museo, vasto hangar que fue en su momento “hotel de inmigrantes”, donde convivieron familias que no se conocían a la espera de que les asignaran las tierras donde construirían el primer rancho que más tarde sería casa. También un edificio pintado de rosado: la biblioteca fundada por los primeros inmigrantes, donde por la noche se impartían clases de castellano; allí dio una conferencia en idish Isaac Bashevis Singer, cuando visitó las colonias en 1975, tres años antes de ser Premio Nobel de Literatura. La vieja farmacia del doctor Yarcho, que luchó contra la epidemia de tifus que hizo ciento diez víctimas en 1894, alberga hoy el Museo de las Colonias. Es la obra de Osvaldo Quiroga, que ha reunido todo tipo de documentos, desde registros de la inmigración y actas notariales hasta objetos de la vida cotidiana desechados por familias que abandonaron la región. Allí me interno en un laberinto que siento ajeno: no corresponde a mi infancia ni a recuerdo heredado alguno. Y sin embargo, tengo que regia petirme, fue de allí que salió mi padre, quién sabe si con alivio o entusiasmado con la promesa de ver mundo, algo de ese mundo que le habían prometido las pocas novelas que encontré entre sus libros. Allí también me espera lo desconocido: mi lejano origen. Gracias a Quiroga descubro un pasado que ignoraba. Mis abuelos se embarcaron en la nave Sirius, que partió de Odessa el 10 de agosto de 1894 y llegó a Buenos Aires el 12 de septiembre. Su proveniencia aparece como Gobernación Mohilne, en la región de Minsk. El tenía 23 años, ella 24. Vinieron con dos hijos, una niña de dos años y un varón de uno. Reprimo ante mis compañeros de trabajo una emoción de la que no me sospechaba capaz.
4
El éxodo de los hijos... Mis tías recordaban la plaga de langostas. Trataban de espantarlas golpeando ollas, palanganas, todo objeto metálico que pudiese hacer ruido. Sin éxito. Hoy, me dice un vecino con quien intercambio unas palabras, “va a encontrar más gente en los cementerios que en las calles”. Y es cierto que las lápidas, sobre todo aquellas donde el tiempo ha borroneado nombres y fechas, me conmueven. En ellas leo las esperanzas de los inmigrantes fundadores, su desilusión, la tenacidad de los que permanecen fieles a las tierras que una vez les dieron. Trato de imaginar el inimaginable orgullo de esos judíos del confín este de Europa al saberse propietarios de lo que más prohibido les estaba: la tierra.
5
A menudo me pregunto qué es lo que nos lleva a conservar cosas que sabemos destinadas a desaparecer: fotos descoloridas, descartes de películas, el ticket de embarque de un vuelo olvidado, cartas que no nos enviaron a nosotros. ¿Será que al hacerlo intentamos, ciegamente, sin entenderlo, hacer durar el tiempo perdido, prolongar los días que nos quedan? Tal vez sea ese mismo impulso que siento, el deseo de impedir que se borre algo que una vez existió, lo que llevó a Osvaldo Quiroga a crear el Museo de las Colonias… Cito a Georges Perec: “Trato meticulosamente de retener algo, de hacer que algo sobreviva. Quisiera arrebatarle unos pocos fragmentos al vacío que crece, dejar en alguna parte un surco, una huella, una marca, aunque sólo sea unos pocos signos”. Llego al final del viaje con mis preguntas intactas. Acaso el detective sólo termine por descubrir algo sobre sí mismo… ¿Qué? Que aunque con el paso de los años haya empezado a lamentar que mi padre hubiese muerto cuando yo no había querido hablar con él de tantas cosas, hoy me siento aliviado, no sé si decir contento, de que hubiese muerto antes de los años 70. Pienso: …y si su lealtad con la Armada, lo hubiese llevado a aceptar lo inaceptable… Tuve miedo. Miedo por mí. Temía que pudiese ensuciar mi recuerdo de él.