Todos los escuderos de Cervantes
Escribe Florencia Abbate. La investigadora y escritora se le atreve al Quijote, clásico entre los clásicos, a 400 años de su publicación.
Muchos escritores terminan abonando con sus desventuras el terreno sobre el cual luego prospera un bosque abigarrado, heterogéneo –y tal vez innecesario– de artículos, papers y reseñas sobre su vida y su obra. Cervantes tuvo una desventurada existencia y consideraba al Quijote uno de sus peores textos –prueba de que los creadores son a menudo quienes menos entienden de sus “hijos”–. No existe libro de la literatura occidental que haya sido objeto de tanto comentario y alabanza, con la sola excepción de la Biblia.
Clásico entre los clásicos, “salió” de un autor que fue todo menos clásico. De un entusiasmo incontinente y adicto a los excesos, se divirtió violando preceptos literarios. Los preliminares de la Primera Parte contienen un prólogo en el que se burla de la pedantería y consigna, en elogio de su propia obra, poemas cómicos. No obstante, a la fecha de su aparición, tuvo un gran éxito: fue traducida a todas las lenguas cultas europeas. El no recibió recompensa; solo había reservado derecho de impresión para Castilla y las ediciones piratas hechas en los reinos aledaños burlaron al gran burlador.
En los inicios se lo interpretó como una sátira: los ingleses, hacia 1612 –con la traducción de Shelton–, los franceses, hacia 1614 –en la versión de Oudin–, los italianos en 1622, los alemanes en 1648 y los holandeses en 1657. Desde entonces, cada quien ha proyectado en el hidalgo aquello que quería ver y las interpretaciones más opuestas están tan convencidas de su verdad como el protagonista lo está de sus desquicios. El fundador del romantismo alemán, Schlegel, le asignó al Quijote el estatus de precursor en la culminación del arte romántico -con Hamlet. Schelling estableció los términos de la más extendida interpretación moderna, basada en la confrontación entre idealismo y realismo. Heine, en 1837, lo leyó con atribulada seriedad, en el jardín del Palacio de los Düsseldorf, llenándose de melancolía. Casi todos los temas repertoriados en los románticos son los que dijeron encontrar en el Quijote. Filósofos como Hegel o Schopenhauer hallaron en los personajes sus desvelos metafísicos. Ivan Turgueniev, su compatriota Dostoievski, y el poeta W. H. Auden concluyeron que la moral del libro es claramente cristiana. Milan Kundera asegura que el novelista no debe rendirle cuentas a nadie, más que a Cervantes. Thomas Mann ficcionalizó al hidalgo como un hombre cretinizado, víctima de su celebridad. Nabokov dictaminó que la historia es “muy deshilvanada y chapucera”, y que es un idiotez considerar que la mejor novela de todos los tiempos sea una que cuenta desprolijamente los periplos de “un coloso flaco sobre un jamelgo enteco”.
La historia de la literatura está hecha de equívocos. Una generación tras otra se han esmerado en definirlo. Pero no lo han agotado. Acólitos o detractores, se podría decir que todos somos escuderos de Cervantes –como Salieris de Mozart.
No estaba errado Borges al plantear que si bien se han escrito “bibliotecas aún más abundantes que la que fue incendiada por el piadoso celo del sacristán y el barbero”, siempre depara una suerte de felicidad: como “cuando se habla de un amigo”.
Hijo de un desdichado humorista, este amigo se enamoró de una mujer con un nombre tan vulgar que en su tiempo corría el proverbio “A falta de moza, buena es Aldonza”. Pero Aldonza Lorenzo era, de todas las de la Mancha, la que mejor mano tenía para “salar puercos”. La mirada de Cervantes hermana piedad e ironía. Es una risa ante la payasada de vivir. Inmersa en la tosquedad de la materia, su risa se funde con el canto y el vuelo, y gana una levedad generosa, que supera al mundo. Murió el mismo día que Shakespeare, acaso para exagerar el despilfarro.