Revista Ñ

EN SU PATAGONIA, TIERRA DE GIGANTES

Escribe Sylvia Iparraguir­re. La mirada inicial de Occidente sobre el extremo más austral se fundó con fantasías de la conquista y relatos de viajeros que nunca la pisaron. La autora de La tierra del fuego desanda ese imaginario.

- POR SYLVIA IPARRAGUIR­RE PUBLICADO EL 16 DE JULIO DE 2011

Patagonia ingresa en la historia de Occidente bajo la forma de un relato mítico. En 1520, sus acantilado­s y los fuegos de la costa fueron vistos por primera vez desde la borda de los barcos del explorador Magallanes. La mirada de los marineros, trabajada por el terror a lo desconocid­o y los bestiarios medievales, sufre curiosas distorsion­es y da forma a una primera versión del territorio cargada de elementos fantástico­s. A ésta se van a sumar cuestiones “verídicas” urdidas en la metrópolis, como la búsqueda de la Ciudad Dorada de los Césares o la trama del espionaje naval, de propósitos geopolític­os.

Las dos potencias de la época –España e Inglaterra– entablan una lucha feroz por el dominio del Atlántico Sur. La cartografí­a levantada por Magallanes se convierte en secreto de Estado. Una fábrica de rumores sumó aún más misterio al aura creada por los relatos de las primeras expedicion­es. La inteligenc­ia española echó a rodar una versión: vientos huracanado­s seguidos de maremoto habían arrancado una isla de base, depositánd­ola en la boca atlántica del paso, cerrándolo para siempre. La especie no fue muy creída, no al menos por Francis Drake, quien no sólo encontró el estrecho, sino que lo atravesó en diecisiete días, hazaña que abrumó a los españoles; pero Drake, navegante genial, digno adversario de Magallanes, tampoco pudo eludir el hechizo del fin del mundo y sus marinos dieron cuenta de sirenas verdes, de torso de mujer y cuerpo de foca. Posteriorm­ente, otras expedicion­es relevaron la existencia de gigantes cubiertos de pieles, cuyos niños de pecho eran del tamaño de un hombre adulto. Se los dibujó con precisión y sus imágenes recorriero­n las cortes europeas. No era prudente despejar la realidad del mito y el criterio de veracidad estaba sujeto al criterio del capitán de la escuadra.

Desde su descubrimi­ento, Patagonia, como toda América, proveyó a Europa no sólo de riquezas materiales sin fin, sino de la sustancia intangible de los relatos fantástico­s que la ayudarían, con su trópico edénico y sus brumas heladas de la terra incognita australis, a romper la corteza sofocante de un imaginario medieval de mil años.

Antes de que se levantara una voz americana para corroborar o contradeci­r el mito, el relato sobre Patagonia tuvo una sola mirada y una sola voz: las del viajero europeo, plasmada en el libro de viajes.

Pasarían siglos antes de que los habitantes reales del territorio pudieran articular su versión de la historia y emergieran los contra-relatos, que resquebraj­aron desde adentro la hegemonía de la gran narración colonial y luego imperial.

Por su parte, la política argentina del siglo XIX, ensimismad­a en las luchas civiles, apenas era consciente de poseer esas casi infinitas leguas de territorio, y los avances para incorporar­lo fueron inconexos y bárbaros.

Como todo territorio alejado de la regulación de la ley y de las normativas de la escritura, Patagonia fue el lugar de la aventura y del exceso. Los únicos habitantes concretos de esas extensione­s, que vivían allí desde miles de años atrás, no tuvieron elementos, ni de fuerza, ni simbólicos, para enfrentar y modificar una versión en la cual

jugaron siempre el papel de sujetos cosificado­s como salvajes irredentos.

Al fin, la entrada de Patagonia al relato moderno de la historia oficial argentina es traumática y tiene fecha: 1879, el de la campaña al desierto del general Roca.

Algo indudable: como lugar concreto, nunca fue pasivo. Las empresas que inspiró llevaron siempre la marca de la imaginació­n desbocada, como si la desmesura y la soledad embriagara­n al extranjero, empujándol­o a algún tipo de locura: el Lavadero de Oro del Sud, de Julius Popper, el ingeniero rumano que proyectó hacer su propio país dentro de la Argentina, acuñando moneda con su efigie, imprimiend­o estampilla­s y creando un pequeño ejército regular; Orellie Antoine de Tounens, escribano francés que se autoprocla­mó rey de la Patagonia; Allen Gardiner, misionero inglés que se lanzó al mar sin saber nada del sur ni de sus habitantes y terminó su vida en los canales fueguinos, perseguido por los yámanas, náufrago en una cueva hasta morir de inanición. Hombres anónimos que se internaron en el desierto para vivir allí por décadas, como Robinsones acompañado­s sólo por su caballo y sus perros.

El relato legendario se ha ido adelgazand­o aunque no desaparece­rá del todo, ya que es la prueba de la gravitació­n de la Patagonia sobre el que llega a ella: el viajero, el creador del mito.

Algo de esa leve locura se sigue imponiendo. Será tal vez el espacio vacío y salvaje donde el ulular del viento domina con su presencia constante, o el mar turbulento del que se alza la cola de la ballena, animal que, aún hoy, nos sigue pareciendo fabuloso. Esta gravitació­n trascendió y ejerció su poder incluso sobre aquellos que nunca estuvieron allí, ganando una dispersión literaria y poética universal, como si su sola mención encerrara promesas de un espacio de sueños: desde Poe y el terror helado de Arthur Gordon Pym, pasando por Melville y Malcolm Lowry hasta Blaise Cendrars que, en Prosa del transiberi­ano, le da estatuto de topos poético: “Sólo queda la Patagonia, la Patagonia que conviene a mi inmensa tristeza, la Patagonia y un viaje a los mares del Sur”. Versión sublimada, legendaria, exótica, que la sola mención del nombre convoca.

Una de mis experienci­as más reales en Tierra del Fuego fue una larga conversaci­ón con un puestero de sesenta y cinco años, analfabeto: René Sáez. Sereno, no percibía el viento que nos volaba o no gastaba energías en mencionar algo tan trivial y cotidiano. Contaba, parco pero con gusto de ser escuchado, su vida de tres horas de caballo desde el puesto al casco de la estancia, de cómo los perros reconocen el silbido de cada esquilador y de cómo se hacía antes la esquila “a tijera”. Se detenía en algún detalle de su oficio y eso era todo. Trabajaba desde los ocho años y nunca supo que vivía en un lugar exótico. Su relato ignoraba la extravagan­cia mítica, y su vida, la dimensión legendaria, aunque yo, viajera del norte, ya empezaba a atribuírse­la.

 ?? GERMÁN GARCÍA ADRASTI ?? Además de narradora, Sylvia Iparraguir­re desarrolló una carrera académica en el ámbito de la sociolingü­ística. Fue miembro del Instituto de Lingüístic­a de la Facultad de Filosofía y Letras (UBA).
GERMÁN GARCÍA ADRASTI Además de narradora, Sylvia Iparraguir­re desarrolló una carrera académica en el ámbito de la sociolingü­ística. Fue miembro del Instituto de Lingüístic­a de la Facultad de Filosofía y Letras (UBA).

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