DOS AUTORAS EN LA FIESTA DE CUMPLEAÑOS
Escribe Angélica Gorodischer. Por décadas fue la única referente mujer de la ciencia ficción en el país. Cuando la británica Doris Lessing ganó el Nobel, le dedicó estas líneas, llenas de chispazos.
Dentro de dos días va a cumplir ochenta y ocho años. Supongo que va a haber una fiesta. A la que no voy a poder ir porque nadie me ha invitado y juro que lo lamento. Me hubiera gustado asistir, y no para andar después fanfarroneando por ahí. Me hubiera gustado ir y saludarla, darle la mano, felicitarla, decirle que me alegro infinitamente de que le hayan dado el Nobel de Literatura (así, con ele mayúscula) y que he leído muchos de sus libros y que por suerte todavía me falta leer muchos más.
Me pregunto cómo habrá sido en realidad la vida de Doris May Tayler, la vida que no aparece en las crónicas y las notas laudatorias que se publican desde el día del Nobel. Una niña nacida en 1919 en Kermanshah (hoy Bajtarán, que no debe ser muy importante porque no la pude encontrar en el mapa), en lo que fue la antigua Persia y es hoy Irán, con un padre lisiado y no muy demostrativo, fuerte y seco; una madre que mataba las víboras a balazos, una hermana, y qué más. Probablemente nada más que la vida ahí afuera, el viento caliente, la silueta de las montañas lejos pero aparentemente tan cercanas que ella creía poder tocarlas con las puntas de los dedos cuando se anunciaba tormenta, el mugido de los animales y el misterio de las noches. Y algo que no será tan diferente cuando a sus seis años la familia se traslade a Zimbabwe que era entonces Rodesia del Sur. Eso que Margaret Atwood (¿Estará Margaret Atwood invitada a la fiesta en esa casa con jardín en el barrio de Londres? Qué envidia) dice que preside la infancia de las escritoras (de los escritores también): la soledad y los libros.
Parece que la señora que mataba víboras a balazos era, como podría esperarse, exigente hasta el agobio. A los quince años, Doris May se hartó, abandonó el colegio de monjas y se puso a trabajar, como empleada en una clínica, como niñera, periodista, secretaria, lo que viniera que le permitiera ganarse la vida.
De Asia a Africa, sí, pero el misterio y el viento y los animales extraños y la sombra de las montañas seguían estando presentes y a eso se agregaban la meseta interminable, el apartheid, las diferencias al parecer insalvables entre colonizados y colonizadores, la vida entera en esos países duros hasta la agresividad, lejos de todo aquello con lo que una chica alcanza a soñar. Se enrola en una organización marxista comprometida en la lucha contra el racismo en Rodesia y allí conoce a su primer marido, un judío alemán huido de su país por razones políticas.
Ella todavía no escribía. ¿O sí? Quizá no: quizá pensó que lo suyo estaba en esa lucha, que no podía permitir que la gente se manejara dentro del racismo, que no soportaba el sufrimiento de los oprimidos y que ella tenía que hacer algo al respecto. Ese algo, por el momento, era el marxismo en el partido laborista de Rodesia del Sur. Y en Londres, adonde se fue a vivir con su marido y sus dos hijos, fue ya directamente el partido comunista.
Se divorció, se enroló en un grupo comunista dirigido por Gottfried Lessing con quien se casó en 1944. Tuvieron un hijo y se separaron en 1949 pero ella siguió usando el apellido de su marido y es así como hoy se conoce desde aquel primer libro a Doris May Taylor: como Doris Lessing. No sé lo que pensaba ni lo que sentía ella en esos años, y no tengo un “cuaderno azul” como el de Anna Wulf para tratar de averiguarlo. Tampoco creo que hubiera tenido tiempo de preguntárselo y ella de contestarme, si me hubieran
invitado a la fiesta de cumpleaños.
En Londres trabajó como secretaria y publicó su primer libro, Canta la hierba. Se dice fácilmente: su primer libro. Pero desde su salida de Rodesia hasta sus años en Londres, desde los 19 años a sus 36, algo –y mucho– tiene que haber pasado en su vida. Y bueno, es cierto: se divorció, dejó a su familia, trabajó, actuó en el partido comunista hasta que el férreo, y esto también para decirlo suavemente, gobierno de Stalin y la invasión a Hungría la desilusionaron. Eso no era lo que ella había deseado. Deseaba no la guerra y la opresión sino, lisa y llanamente, otro mundo. Y eso solamente podía obtenerlo a través de la palabra, pero la palabra sagrada, la palabra incapaz de traicionar y traicionarse, la palabra escrita. La palabra oral, decía Max Frisch, se contagia de los vicios del poder. En cambio, la palabra escrita, dice Arud Mojambie, es imbatible.
Canta la hierba habla ya y todavía de la desigualdad racial y los conflictos entre culturas. Cosa que va a aparecer solapada o explícitamente en muchos de sus libros.
Aquí me detengo. ¿Cómo hablar de sus temas si es más que probable que todos ellos hayan sido uno solo? ¿Qué siempre se escribe el mismo libro? Puede ser, y puede que no. Es como dicen que dijo el mesero mexicano al turista yanqui: que la cerveza de barril y la cerveza de botella “son iguales, nomás que diferentes”. Los temas de las novelas de la señora de Londres, esa que va a cumplir ochenta y ocho años en unos días, los temas, digo, son todos el mismo pero diferentes.
No es tan difícil de comprender. En la superficie todos son distintos: las relaciones de poder en algunos, los conflictos personales, eso llamado civilización que se va desmigajando ante nuestros ojos, cómo se pueden conciliar el bienestar colectivo y la conciencia individual, qué va a ser del mundo y de la gente de acá a unos siglos, qué ha sido del mundo y de la gente hasta ahora. Perteneciente a la estirpe de las grandes novelistas inglesas, de aquellas que Dale Spender llamó las “madres de la novela”, enfrentó los problemas más esquivos y difíciles que las épocas de su vida iban dejando al desnudo y tal cual los encontraba, desnudos, indefensos, pétreos y en andrajos, los metió de prepo en sus textos y reflexionó insobornablemente sobre ellos terminando por dejarlos ya no desnudos sino traslúcidos y amargos, en libros que una no desea que se terminen porque están maravillosamente escritos, pero quiere que se terminen rápidamente para paladear, con sufrimiento y amargura, lo que le van dejando página a página.
Es cierto que El cuaderno dorado es su libro más conocido. En él una mujer, Anna Wulf, escribe en cinco cuadernos de cinco colores. Cada uno de esos cuadernos exhibe las peripecias y reflexiones, los pasos y días en la vida de una mujer. Se ha comparado El cuaderno dorado con El segundo sexo de Simone de Beauvoir. El libro de Beauvoir sería la teoría fundamental del feminismo de la primera ola; el libro de Lessing sería la narración de esa teoría desde la vida de Anna Wulf, Doris Lessing, ella, yo, nosotras, aquellas, las otras, Virginia, Mary, Simone y todas las demás.
Ícono del feminismo es algo, ¿una misión?, que a Lessing no le gusta que le adjudiquen. Comprendió como nadie la profundidad de la revolución silenciosa y sin retrocesos ni bombas ni violencias que se viene dando desde mucho antes que se pegoteara la palabra feminismo a las mujeres que ansiaban un cambio de relaciones de poder, que es como decir un cambio del mundo en el que vivimos. Finalmente, ¿qué es eso si no lo que ansía toda escritora, todo escritor, lo sepa o no? Lessing dice cosas muy graciosas y sensatas sobre los varones: por favor, dice, no los suprimamos, no los perdamos.