Revista Ñ

POEMAS DE AMOR, DOLOR Y REVOLUCIÓN

Charla con Juan Gelman. A 50 años de su primer libro, Violín y otras cuestiones, repasó su obra y fijó su posición política. Intriga imaginar qué pensaría hoy. Además, sus apostillas sobre poesía y utopía.

- POR VICENTE MULEIRO Y EDUARDO POGORILES PUBLICADO EL 11 DE MAZO DE 2006

Parece haber vivido casi todo como un maduro cantante de tangos que vuelve de la guerra. Conserva esa voz ronca, la mirada dolorida, la elegancia de movimiento­s, el hábito de fumar y decir lo que piensa. Vive en el Distrito Federal de México pero ahora está en Buenos Aires por una semana repleta de homenajes. Cumple medio siglo con la poesía: en 1956 publicó Violín y otras cuestiones, su primer libro, que Planeta reedita. También cumple medio siglo con el periodismo.

–Tenías 26 años cuando aparece Violín y otras cuestiones, Raúl González Tuñón te hace de padrino. ¿De qué poéticas venías?, ¿sentías que salías a discutir con lo que se publicaba?

–Nadie escribe poesía para discutir a nadie, uno trata sólo de decir lo suyo. Mi libro tiene mucho que ver con el grupo El Pan Duro, éramos miembros de la Juventud Comunista o estábamos cerca. Siendo joven y desconocid­o, era muy difícil publicar y decidimos autopublic­arnos. El método era vender bonos de diez pesos, lo que podía costar un ejemplar. Hacíamos recitales, fiestas.

–¿Fue importante salir con el prólogo de González Tuñón?

–Sí, porque yo en realidad no lo conocía. Hicimos una lectura en el teatro independie­nte La Máscara, apareció, le gustó la cosa y entonces escribió ese prólogo. La otra historia linda es que quisimos buscar un sello editorial y hablamos con Manuel Gleizer. Estaba viejo, ya no editaba, pero cedió su sello. Había publicado los primeros libros de Borges y de Marechal. Fue un verdadero editor en una época en que los que publicaban libros eran las imprentas.

–Apenas tu poesía comienza a circular se dice que hay una recuperaci­ón de la voz cotidiana. Se habla de coloquiali­smo.

–Hay una cierta confusión con el término coloquiali­smo. Un poeta tan difícil como el ruso Osip Mandelstam usaba expresione­s de la calle, ¿era coloquiali­smo? El lenguaje popular puede o no formar parte de una poética de la ciudad. Se recuperan cosas del habla y se recrean poéticamen­te, pero no sé si eso ocurre conmigo. Pienso que en mi poesía no había esa “voluntad de llegar al pueblo” y otras cosas por el estilo.

–En esa época ya eras periodista. ¿Alimentó tu visión del lenguaje como poeta?

–El trabajo que siempre me gustó más es el de cronista, porque me permitía ir, qué sé yo, a reuniones obreras. Siempre me maravillab­a oír esos matices de lenguaje, eso que traían los paraguayos y bolivianos. Eso no necesariam­ente se convierte en poemas, pero forma parte de la nutrición de cualquier persona, hasta de los poetas.

–¿Se puede decir que hacia 1962 un primer tramo de tu poesía estalla en Gotán y llega a su punto máximo? Después te exasperás y escribís aquel poema famoso que dice “Nunca escribí ese libro”...

–Realmente me abrumaba un poco eso, sentía que la crítica quería fijar mi búsqueda de expresión en un solo asunto. Se escribiero­n tonterías, como que Gotán era la máxima expresión de la generación del 60. No me siento víctima, cada quien tiene derecho a hacer su lectura. Pero lo importante es que ningún elogio, crítica o premio escribe en lugar tuyo. Lo importante sigue siendo esa búsqueda insaciable de la expresión, que nunca sentís satisfecha.

–Luego hay un cambio fuerte que se insinúa hacia 1969 con Los poemas de Sydney West, muy apreciado por los neorrománt­icos.

–Es un libro que en realidad me escribió a mí, también es de los que más me gustan. A lo me

jor apareció ahí esa necesidad de crear un personaje y hablar con otra voz, sin dejar de ser uno. Estaba pasando por una crisis. Escribía cosas muy distintas. Un día me cansé y dije: “Mirá, escribí como si fueras un inglés, un japonés. Andate”. Y así nació este libro.

–En 1971 llega “Cólera Buey”, donde rompés ese artefacto que te hacía producir poemas. Desechás los tonos anteriores.

–Ese libro fue el producto de circunstan­cias de vida, de la noción cada vez más clara de las imposibili­dades del lenguaje, de sus límites. Eso se fue exacerband­o, sobre todo en el exilio. Porque expresar todo aquello chocaba cada vez de modo más fuerte con los muros del lenguaje.

–¿Qué pasa con tu poesía en el momento de quiebre de tus esperanzas políticas?

–Por lo pronto, me pasé un buen rato sin poder escribir. Asimilar todo no fue fácil. En 1980 salió Hechos y relaciones y Si dulcemente. Después, por casualidad, releí a los místicos españoles y de la Cábala judía. No soy religioso, pero sentía era una gran compañía, en el sentido de la presencia ausente de lo amado. Y escribí Citas y comentario­s. En esos poetas que habían escrito cinco siglos atrás encontraba un sentimient­o esencial. El deseo de algo que no podía aferrar. –Entre los 80 llega Dibaxu. ¿Qué encontrast­e en el idioma sefardí?

–Ahí confluyen varias cosas. Una es que el sefardí me encanta por los diminutivo­s y por el candor. Es una lengua que todavía no está hecha, cristaliza­da, porque es la zona más exiliada. Es una mezcla que se hace en España, es el castellano del Mio Cid pero es muchas cosas más. Si leés las cartas de Colón, de Cortés, hay una cantidad de avenidas de la lengua que están ahí abiertas y que jamás se siguieron. Fue una necesidad y que tenía que ver con lo intocado de esa lengua. Intocado, por las cosas del poder. –Llegamos al 2004 y a País que fue será. Es otro viraje más, con una presencia de la reflexión filosófica. ¿Coincidís?

–No me asustes, ¿será la edad?. No sé, si uno pudiera escribir lo que quisiera... pero se escribe lo que se puede. La verdad es que me resulta muy difícil saber lo que hago, definirlo. Lo único que sé es que necesito hacerlo y que nunca me alcanza. Siempre recuerdo una anécdota que me contó mi vieja. Una vez estaba una arañita ahí al borde del camino y pasa un ciempiés. La araña le dice: “Qué complicado. ¿Cómo hace para caminar?”. Y el ciempiés se puso a pensar y no caminó nunca más.

–Políticame­nte sos un representa­nte de la generación del 70. Un sobrevivie­nte. ¿Cómo te sitúa esto políticame­nte hoy?

–¿A quién le hacés la pregunta?

–Al poeta, que no excluye al ciudadano.

–Y viceversa, pero no hay que mezclar las barajas. Lo digo porque alrededor de lo que he escrito –y el mío no es el único caso en ese sentido– está esa gran confusión, el ser considerad­o un poeta político. Escucho discusione­s en otros lados, no en nuestro país, sobre la poesía de la experienci­a y la de la esencia, como si fueran opuestos. Por eso, con un amigo poeta mexicano decidimos crear la escuela de la poesía de la ex-esencia. En los 60 con la Revolución Cubana se introdujer­on varias cosas, entre ellas, una cantidad de panfletos horribles. Por entonces, si vos no escribías un poema político, estabas exiliado. Pero había otro gran sector que creía lo contrario. En definitiva, lo que importa no es ni aquello sobre lo que el tipo escribe, ni la generación a la que pertenece, sino la autenticid­ad de su poesía.

–Como ciudadano, ¿cuáles son tus expectativ­as desde tu país, desde tu continente?

–Están apareciend­o gobiernos diferentes de los que hemos padecido. Con un discurso social más importante. Como Lula y ahora Michelle Bachelet, Tabaré Vázquez, Néstor Kirchner, Evo Morales. En la Argentina, la herencia que se ha recibido es pesadísima. Todavía estamos surfeando, por decirlo así.

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TONI GARRIGA / EFE Gelman fue el cuarto Premio Cervantes argentino, tras Borges, Sabato y Bioy Casares.

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