ANTIGUAS MEMORIAS ROMANAS
Elvira Orphée. Figura exótica de la poesía, a sus 90 años evocaba los días con Moravia y Calvino. La visitó un buen amigo, el autor de Inglaterra, Premio Clarín Novela, y de Una misma noche, Premio Alfaguara.
Roma me conquistó por la gente común”, dice Elvira Orphée, casi noventa años, en Buenos Aires. “Cierro los ojos, y me veo embarazada de mi tercera hija, esperando el tranvía. Uno, dos, tres automóviles con familias frenan sin que yo se los haya pedido… ‘¡Venga, signora , suba la llevamos!’. Vuelvo del mercado y veo a mi hija Paula, de tres años, gritando en el balcón: ‘¡Ciao, Roberto! ¡Come stai, Goffredo! ¡Arrivederci, Maria!’ Eran el repartidor, el cartero, la portera que la adoraban. Para Elvira, que se describe como un “ser de soledad”, tan ajena a sus compañeros de Filosofía y Letras como del círculo de Victoria Ocampo, prima hermana de su marido, la fraternidad literaria era una novedad.
“Por simple intermediación de una pintora, nos llegó una invitación de una señora de sociedad que recibía en su garage, todos los jueves, a la intelligentzia romana; algo tan campechano que cada uno se llevaba su comida. Del primer día recuerdo a Mastroianni, que me impresionó modestamente, con su pelo teñido de rojizo, a Fellini, a Giulietta, y por fin, a Alberto Moravia y su mujer, Elsa Morante”. Los Moravia, recuerda Orphée, vivían en la Piazza del Popolo, en los altos del “café de los escritores”.
“Al otro lado de la plaza estaba el café de los pintores, donde yo dejaba a Miguel y me volvía a charlar con Elsa o con los mozos, a los que se podía dejar mensajes para cualquier escritor italiano”. Entre aquellas mesas, por las que habían pasado Lord Byron, Goethe o Leopardo, Morante ya era un mito. Mucho menos conocida internacionalmente que Moravia –quien, según cuenta Orphée, guiaba una vez por semana un tour de fans norteamericanas por los escenarios de sus propias novelas–; muy discutida en lo literario –pocos escritores italianos aprobaban el modelo decimonónico que había elegido para su primera novela, mientras que Georg Lucacks la consideraba “el mayor genio literario del siglo XX”–, Morante fascinaba una personalidad extravagante.
Morante se concebía casi como una gurú y ya lideraba un círculo de jóvenes, “comunistas sin raza ni partido” (Giorgio Agamben, Fleur Jaeggy, Sandro Penna, el mismo Morrow), en el que la figura de Elvira Orphée calzó natural y perturbadoramente. Aunque ninguno de ellos podía leer en español su primera y extraordinaria novela, Dos veranos (1956), que acababa de publicarse en la Argentina, Orphée, de una belleza aindiada, aire de fugitiva y laconismo demoledor, deslumbraba ya con los rasgos de sus futuros libros: independencia, originalidad y esa ferocidad cuya fama la envuelve aún hoy, pero que, acaso, no era más que el hábito de combatir la hipocresía provinciana a puras estocadas de sinceridad brutal.
“Llegué por primera vez a casa de los Moravia la noche del 24 de diciembre. Elsa y él vivían en pisos diferentes, lo que yo nunca había visto que hiciera un matrimonio y me pareció muy bien, aprendí mucho. Pero Moravia estaba tan absorbido por su carrera que hasta se jactaba de restringir al máximo su vida sexual... Y cuando bajaba a distraerse un rato quería que le contaran historias... En cambio, a Elsa los hechos no le importaban. Como yo, sólo quería poesía”.
Poesía, dice Orphée, que no es lo que se escribe, sino, antes, una necesidad de librar a la vida, y a la memoria, de la tiranía del lengua
je cotidiano. “Yo nunca había sabido de nadie que viviera con esa necesidad permanente, estado de poesía. Nadie, salvo yo misma”. En verdad, más allá de la diferencia de edad y formación, las dos amigas, cada una en un estudio distinto de la vieja Roma, atravesaban momentos muy parecidos. Después de sus respectivos debuts literarios, solo apreciados por algunos colegas eminentes, ambas estaban abocadas a un segundo proyecto, el que debía certificar su pertenencia al gremio de los escritores. Pero a diferencia de Morante, a quien el ejemplo de Moravia había afirmado más de lo que ella misma estaba dispuesta a admitir, Elvira Orphée parecía más perdida que nunca, y, en la desesperación por encontrar lectores, parecía dispuesta a escribir lo que otros querían de ella.
Uno (1960), la segunda novela de Orphée, aspira a ser un fresco de la clase social a la que había ingresado al casarse... Elsa Morante, en cambio, estaba escribiendo La isla de Arturo, empleando procedimientos que las amigas discutían. “El libro es una fábula protagonizada por Arturo, un muchacho común, huérfano, de la isla napolitana de Procida. Su método es retratar a las gentes sencillas con el lenguaje que estas hablan, agravando esa poesía natural, haciendo que los personajes digan mucho más que lo que dicen... Era lo que yo no había llegado a hacer en Dos veranos, mi primera novela, cuyo protagonista, Sixto Riera, es un criado de padres desconocidos que mira la sociedad tucumana de un modo totalmente original”. Sin saberlo, Morante puso a Orphée en lo que la llevó literariamente de vuelta a Tucumán, al voltaje poético del habla del norte argentino, al culto de Juan Rulof, y, por fin, a la escritura de Aire tan dulce (1966), ese esplendoroso tratamiento del lenguaje que influiría a, entre otros, Sara Gallardo y Tomás Eloy Martínez.
“Un día Elsa me llamó por teléfono con voz de conjura urgente: ‘Tienes que venir mañana, que va a venir un hombre bellísimo, ¡bellísimo!’ Yo fui. Era Italo Calvino.
Fue en uno de esos cafés al aire libre, que yo amaba, porque siempre venía un mozo a cantarte canzonettas. Creo que empezamos hablando de un libro suyo, El sendero de los nidos de araña, un libro de una poesía simple, bella, que después abandonó, por una fantasía más rebuscada que ya no aprecio... ‘Pero Elvira’, me interrumpió de pronto. ‘¿Cómo quieres que se aprecie tu cuerpo con ese vestido que parece una bolsa?’. Cuando nos quisimos acordar estábamos hablando de mis enfermedades, que me habían acosado desde que tengo memoria, y hablábamos con una erudición y con una pasión... porque mi madre y su padre habían sido químicos.
“Eso hablamos ese día, y durante años hablamos así. A veces me aburría con Italo; creo que él, como yo, necesitaba del trampolín del otro para divertirse. Quizá porque tenía su romanticismo, eso que toda mujer necesita aunque lo niegue, guardado bajo siete llaves... Pero me doy cuenta de que me amó mucho aun sin que yo le correspondiera y que fue uno de mis grandes amigos. Sentí tanto cuando se murió ¿Sabías que fui yo quien le presentó a su mujer, a Chichita Singer, la argentina con la que se casó? Yo tuve mucho que ver con eso”.