POETA DEL ALMANUDA
Idea Vilariño. Su romance con Juan C. Onetti es un mito literario, pero más lo es su poesía: hoy la estudian en EE.UU. y la publican en Alemania. La visitamos en su casa, en pleno Carrasco.
En su tranquilo departamento con jardín, camino al aeropuerto de Carrasco, Idea Vilariño se hunde en el asiento y sonríe sin querer, detrás de sus libros, de su mirada amable, de sus 85 años bien vividos. La pregunta la sorprende: ¿Qué tal si la Intendencia de Montevideo se decide un día a poner una placa en ese edificio de departamentos de la calle Durazno y Acevedo Díaz –cerca del Parque Rodó– donde ella se encontraba con el escritor Juan Carlos Onetti? Imagina por un momento lo que diría esa placa: “Acá se vivió la gran historia de amor de la literatura uruguaya del siglo veinte”. De hecho, ella conserva las cartas que intercambiaron entre los años 1950 y 1994 –”son cincuenta cartas de él y cincuenta mías, la últimame la mandó desde España antes de morir”– con la esperanza de que algún día lleguen a ser un libro. Por ahora, no será posible. “Es que la viuda, Dolly Mohr, no quiso autorizarlo, insiste en que todo lo que escribió Onetti le pertenece, cuesta creerlo pero así son las cosas”.
¿Y a quién pertenece Idea Vilariño? Ella siempre vivió sola –”viví como un hombre”, dice– en Montevideo o en su refugio de la playa Las Toscas. Montevideana, hija de un poeta anarquista –Leandro Vilariño, que la alentó en su vocación– siempre militó en la izquierda política independiente, en los sindicatos de la enseñanza. Nunca se casó, fue traductora, profesora de literatura, empleada en una biblioteca. Sus primeros libros le dieron fama antes de cumplir los treinta años, desde 1948 escribió en el semanario Marcha y en 1949 creó con Manuel Claps, Emir Rodríguez Monegal y Mario Benedetti la revista Número, el motor de la generación literaria de posguerra.
En 1955, el año de sus conocidos Nocturnos, renunció a Marcha cuando su director, Carlos Quijano, le quiso censurar un verso que decía “un pañuelo con sangre, semen, lágrimas”. Ya había viajado al París existencialista –Sartre, Simone de Beauvoir, Queneau, eran familiares para ella– y más adelante serían célebres sus traducciones de Shakespeare y de Hudson, también sus estudios sobre el tango, la poesía modernista de Rubén Darío, de Julio Herrera y Reissig.
Con el tiempo sería famosa por su rechazo a los premios oficiales –dos veces se negó a recibir la Beca Guggenheim– y por escapar de las entrevistas. Todo esto mientras en Europa y los Estados Unidos se sucedían –hoy más que nunca– los estudios y traducciones de sus obras. Un poema suyo, “Los Orientales”, se hizo canción y fue el himno nada oficial de su país en la voz de “Los Olimareños”. Otro libro, Poemas de amor, inspirado en su relación con Onetti, está entre los más populares. Pero ella prefiere sus poemas metafísicos, los de No y Pobre mundo. Por cierto, en 2005 la Intendencia de Montevideo nombró a Idea Vilariño “ciudadana ilustre” y entonces Eduardo Galeano y Mario Benedetti dijeron públicamente que ella “es la gran poeta que ha dado este país”, que su voz “va a seguir resonando por todos los tiempos, más allá de nosotros”.
Cuando se lo recuerdan, Idea ruega con la mirada: “Hablemos de otra cosa, no soy un lugar turístico, soy poeta”. Pero uno insiste porque, también en 2005, la reconocida editorial alemana Suhrkamp incluyó una antología de Idea Vilariño en su colección de poesía. Su nombre está junto a los de Samuel Beckett, Paul Celan, Federico García Lorca, Giorgos Seferis, Wisğawa Szymborska y Joseph Brodsky, entre otros. “Me molesta hablar de mí como si fuera alguien tan importante, no sé, creo que eso es puro exhibicionismo, cuando los críticos me ponen cerca de Sor Juana, de Fray Luis de León, ¡me da vergüenza!”, dice. Y vuelve a disculparse, “soy torpe para las entrevistas”.
En realidad quiere decir que no va a hablar, que ya desnudó su alma en los poemas y que todo comentario sobre ellos es banal, redundante. “Los críticos asocian mi poesía con el feminismo, ponen que yo escribo sobre el abandono, pero nunca me sentí ni viví como una mujer abandonada”, insiste. No le gusta que relacionen sus poemas con la obra de Rubén Darío y ciertas letras de tango: “Escribí sobre Darío y el tango porque me pagaban por eso. Pero hay críticos que no saben nada de prosodia y cualquier poeta modernista los aventaja. Hay críticos que dicen que escribo en verso libre y no se dan cuenta de que esa libertad no existe para mí, el verso siempre viene obligado a una forma, nunca es libre. Un poema lírico siempre debe decir algo, debe concentrarse en una sola cosa, los críticos olvidan que un poema es fundamentalmente un hecho sonoro: algo que está hecho de sonidos, de timbres, de estructuras, de ritmos. Es eso o no es absolutamente nada”.
En su escritorio hay una foto de Raúl Sendic, el líder de los Tupamaros, “lo conocí bien”, dice. Y de pronto vuelve la mirada hacia atrás, hacia los años de la dictadura uruguaya. “Nadie lo pasó bien en esos años, ese miedo todavía está. Yo vivía en la playa Las Toscas –a 50 kilómetros de Montevideo– pero me allanaban todo el tiempo. Me recordaban que yo estaba en la mira de su fusil. Aún no sé cómo me salvé de la cárcel”.
En esos años se acentuó su silencio, su exilio interior. Desde chica la habían perseguido el asma y otras varias enfermedades que la mantenían lejos de los demás, encerrada en un mundo propio: “Estoy enferma, estoy enferma, no hago otra cosa que estar enferma, hace mucho más de un año que estoy en cama”, le escribió al poeta español Juan Ramón Jiménez en 1950. Había perdido a sus padres cuando era poco más que una adolescente, la muerte siempre fue una presencia cotidiana. “Mi padre era anarquista ymimadre, católica, siempre me dejaron ser, me respetaron, nunca quisieron deformarme”, dice.
Onetti, su gran amor, dijo alguna vez que Dios no tenía reemplazos y que eso era un problema. ¿Qué piensa ella?, “los que me leyeron saben que soy nihilista, no soy creyente, no hay ningún Dios en mi poesía”. Vuelve entonces a Onetti, “él decía que éramos almas hermanas, era mentira”. Intenta un balance de su generación, la de 1945, “éramos parricidas y arbitrarios –negamos a Felisberto Hernández–, pero creamos un público y una preocupación por la literatura del presente”.
¿Y ahora? Sonríe melancólica, “ahora toco tangos de oído en el piano, sé pintar paredes y hacer fuego. Antes podía bailar y enseñar literatura”. Se queda callada. Se incomoda cuando uno le dice “usted sí supo qué hacer con su dolor”. Ella mira y parece decir, en silencio, que la sabiduría también tiene un precio.