A LA SOMBRA DE LAS TORRES GEMELAS
Encuentro con Don DeLillo. Gran visionario de la novela posmoderna norteamericana, se pregunta por las limusinas, el dinero y Nueva York. Su radar de época ha sido comparado con el de J. G. Ballard y Orwell.
Caminar ahora por la zona del Ground Zero ya no sólo habla del 9/11. Ahora es además una metáfora – grotesca, por lo textual– del “derretimiento” de los mercados. El sitio participa como ningún otro de lo que el filósofo y urbanista francés Paul Virilio llamó el accidente global, la catástrofe local que se centuplica en lugares apartados en virtud de un relato colectivo ejemplarmente dominante. Crisis de crisis encadenadas a las que se suman ahora las narrativas de la alarma sanitaria, todo ello alimentado y producido por las cadenas de noticias, en tiempo real, las 24 horas. No es la vida estrictamente; es la realidad, mitad inevitable y mitad inducida, de las pantallas y pizarras electrónicas de Times Square. Ese es el universo DeLillo: el Apocalipsis “al nivel de la calle”. Nadie tuvo mayor antena que este escritor, nacido en el Bronx pero hoy vecino de Brooklyn, para narrar las corrientes que alientan en la multitud, ya se trate de una estampida ecológica o de la marea de fanáticos rumbo al superclásico de béisbol.
El primer libro que lo dio a conocer en grande fue Ruido de fondo, con el que ganó el National Book Award en 1985. Allí una familia bien acolchada en el consumo y los paraísos suburbanos de pronto se ve lanzada al éxodo. Y en 1991 vino el premio Faulkner del Pen Club para la extraordinaria Mao II. Aunque tramos del Muro de Berlín todavía no habían sido demolidos, él había aislado en plena Guerra Fría los elementos “futuribles” del presente, en la mejor tradición visionaria de Orwell. Varias novelas de DeLillo presentan a terroristas y conjurados internacionales: de hecho, la conspiración es la unidad mínima de la política. ¿Pero hasta qué punto puede seguir llamándose ficción a sus cuadros con presagios, en los que la televisión y la sociedad del espectáculo ya son parte de nuestra fisiología? Su obra no parece nutrirse tanto de la tradición literaria de su país como de los titulares de los diarios, leídos con un ojo radiográfico.
DeLillo es un marciano ante la caja boba. Los medios y la realidad que éstos construyen han sido, junto con la ciudad, su objeto de inspiración y espanto. Pero cuando se lo mencione a él va a negar que sus libros surjan de ensoñaciones futuristas a partir de los titulares –como sí le ocurre a Lauren Hartke, protagonista de Una artista del cuerpo–, sino de una gran cantidad de estímulos que no puede rastrear. Después de Submundo, su gran obra coral, escribió novelas intimistas basadas en la precisión de los climas y un diálogo en hilachas; es decir, enfocó las consecuencias del “tecnocapitalismo” en la subjetividad.
Es el caso de Una artista del cuerpo, Cosmópolis y El hombre del salto, y de cuatro obras teatrales representadas en diversos escenarios pero inéditas en castellano. “Me convertí en escritor por el solo hecho de vivir en Nueva York y atender a las cosas buenas, prodigiosas y aterrorizantes que la ciudad logra ensamblar”, explica. Prefiere enmascarar sus lecturas con un tono diminutivo que no llega a falsa modestia, con ese gesto de muchacho mayor nacido en el Bronx, hijo de inmigrantes italianos: todo en él es suave y a la vez callejero y el rostro sugiere a un ex rufián reencauzado, sin otra secuela que unas mejillas poceadas.
Nuestra charla tuvo lugar en abril en las oficinas de la agente literaria que lo acompaña desde Americana, su primera novela. Impacta releer Cosmópolis: Eric Packer, protagonista de la conectividad global, sostiene que el presente es cada vez más difícil de encontrar. Fue succionado para dejar lugar al “futuro de los mercados incontrolados y de un desmesurado potencial inversor”. En su Nueva York aparece la ciudad mutiétnica en la que cabe el mundo, pero Packer se más en casa ante el goteo de cotizaciones bursátiles de Corea, Japón y Rusia. En el brillo hipnótico de la pantalla líquida ve “el resplandor del capital cibernético”. –Usted ha sido comparado con Ballard y Orwell por este carácter visionario; ¿cómo funciona el radar?
–Cada uno de mis libros llega primero como una visión tridimensional. La calle no siempre es la fuente. A veces tengo una idea, otras es una foto que me impacta, como en El hombre del salto, la foto del trabajador que sale de las torres con el portafolio cubierto de polvo. Es misterioso. De hecho, lo que me encanta de la ficción es este misterio: ¿De dónde diablos llegan las ideas? Siempre es difícil saber si uno tomó el camino correcto en la ficción. Claro que el camino correcto no existe, sobre todo si uno va por el comienzo. En “Los nombres”, de 1982, se vislumbra que el mundo está por dar un giro drástico aunque aún no se vea adónde. Se trata de un texto de la Guerra Fría, con personajes de expatriados marcados por la paranoia y los oficios clandestinos. Lo escribí a fines de los 70. En mi vida y en eso que llama mi carácter visionario, fue importantísima la experiencia de emigrar por tres años a Grecia. Renovó por completo mi masiente nera de hacer ficción y me convenció de la enorme relevancia de la literatura. Tendría que esforzarme mucho y más. El hecho de que estuviera en un país con otro idioma me hizo prestar mayor atención al mío. Alguna de sus novelas sugiere que usted se inspira en cierto residuo ficcional de las noticias, digamos, en el reflujo de un informativo tal como aparece en un sueño.
–¿Fecharía en esa estadía griega la percepción de una globalidad que reptaba bajo la Guerra Fría?
–En Atenas tuve una gran perspectiva del terror político y religioso que nos rodeaba. Eran los años de la revolución en Irán y el Líbano estaba en guerra. Atenas estaba llena de refugiados de Beirut y había coches bomba y protestas antiamericanas a toda hora. Ahora que están dando Hunger, el filme notable de Steve McQueen, recordé que entonces las protestas por los militantes del IRA estaban a tope y la embajada norteamericana tenía pintadas con “Liberen a Bobby Sands”, el independentista irlandés que hizo la huelga de hambre. Todo ello fue a dar a Los nombres en base a entradas cotidianas que yo registraba casi como en un diario. Me hizo mucho más consciente de la disciplina que se necesita para crear una novela significativa. Sólo después llegó Libra, cuyo tema, el asesinato de J. F. Kennedy, un hecho de semejante magnitud histórica, me hizo sentir todo el peso de la responsabilidad. El escritor debería sentir siempre la exigencia de los antecedentes literarios. Si uno escribe en inglés, debe tener presentes a los maestros, nombres como James Joyce.
–¿Cree que el dinero, y no la tecnología, aceleró el tiempo?
–Ambas cosas van juntas, desde luego. Fecharía el cambio de nuestra percepción temporal en los primeros años del presente siglo pero no en el comienzo. Esto fue evidente para mí cuando los dueños de las corporaciones empezaron a recibir más respeto y consideración que los jefes de Estado. Packer está viendo pasar toda su vida en un día, por eso todo es tan intenso, incluso el sexo. Por un lado, él da el sexo por sentado, es algo que se debe hacer; pero por el otro, sexo y dinero son las únicas cosas que lo hacen respirar. Por eso el sexo tiene una cualidad tan tecno; Eric le pide a su guardaespaldas que le dispare con una arma de utilería, para experimentar, cuando jamás le pediría que lo apuñale; no es tecno, la sangre lo espanta.
–Después de Submundo, usted narró relaciones de intimidad y encierro con unos pocos personajes, algunos en soliloquio. ¿Cómo se vuelve a escribir después de una obra así?
–Como se vuelve siempre... En mi caso con una idea: una pareja tomando el desayuno a la mañana, la forma en que se mueven en el espacio familiar, la clase de conversación abreviada de quienes se conocen bien. Con Una artista del cuerpo empecé a interesarme mucho en el tiempo. Es tan difícil escribir sobre el tiempo. Fue Einstein quien observó que es una ficción; nos reinventamos el tiempo cada mañana para conservar la cordura.