NOVELAS SIN ANESTESIA
Philip Roth. Celebración del prolífico autor, desde la inaugural El lamento de Portnoy a Némesis , que hizo de la exactitud y la ironía sus pilares narrativos. Fue candidato al Nobel por más de una década.
En los últimos años escribía de pie, a mano, peregrinando en círculos por una alta habitación monacal en Nueva York o en una cabaña de Connecticut. Caminaba en exceso, como todo lo que hacía: un kilómetro por página redactada. Con Philip Roth se fue un escritor, pero también una fuerza desbordante. Técnicamente obsesivo, buscaba de todas formas que sobrara mucho en una novela, que sobrara todo, por decirlo así, que una novela fuera eso: una desmesura, una corriente que arrastra consigo al lector. Con ese fin –para terminar un libro como El teatro de Sabbath– lo que tenía que sobrarle a Roth era tenacidad.
Cerca, lo escoltaba un alfabeto enmarcado, como recordatorio de cuáles eran sus 26 herramientas, ni una más, ni una menos. Las mismas 26 letras que practicaba de chico en la papelería de Metropolitan, la aseguradora en la que trabajó su padre durante décadas. Fue sobre este padre que escribió uno de sus mejores libros, Patrimonio. Significativamente, uno de los menos desmedidos. Para Roth, nada había más real que la familia, y a la familia él se autorizaba a reescribirla pero no a falsearla. Lo demostró también en Los hechos, que definió insidiosamente como “autobiografía de un novelista”. Fue la cara más gritona de lo real la que obligó a Roth a levantar la voz. Y el siglo veinte de los Estados Unidos le ofreció un abecedario completo de excesos para sacarles punta a sus lápices. Para empezar, el anticomunismo y el antisemitismo. Su obra evidencia que la “actualidad” de una novela no queda fijada nunca, oscila según épocas y contextos, y puede disfrazar de profeta a un autor que sólo estaba recurriendo a un ojo perceptivo o a su sed de revancha.
En La mancha humana avanzó sobre la manía persecutoria de la corrección política; en Pastoral americana exploró la tentación terrorista en una joven; con Me casé con un comunista volvió a enfrentar al maccarthysmo; Operación Shylock denunció los efectos de remedios no testeados en manos de laboratorios inescrupulosos; Sale el espectro ahondó en los reveses de la vejez; en La conjura contra América, una especulación retrospectiva, pareció advertir sobre el posterior aterrizaje de Donald Trump. A las torpezas de la realidad, Roth les opuso un credo: “Como artista tu tarea es el matiz. Tu tarea es no simplificar. De lo contrario uno produce propaganda, por la vida como ella preferiría ser publicitada”.
Sabía salpimentar sus hojas verdes con la comicidad de la impotencia, pero el antagonismo fue el pan de cada día de Roth y a veces sus libros –El lamento de Portnoy, El profesor del deseo– se leen menos como novelas que como exorcismos. “Un escritor necesita sus venenos. El antídoto para sus venenos es a menudo un libro”, admitía el elegante iracundo que pudo haber sido rebautizado Philip Wrath. Un escritor se inventa a sí mismo. Es un oficio que no puede heredarse (aunque haya habido casos de padres e hijos novelistas –los Dumas, los Amis–, es más común que haya hermanos escritores: los Mann, los Theroux, los Barthelme, los Naipaul). Roth encontró modos interesantes de confundir su biografía y su literatura. En La contravida desliza algo revelador al respecto: “Es la distancia entre la vida del escritor y su novela el aspecto más intrigante de su imaginación”. El mejor Roth es el más íntimo, cuando lidia consigo mismo como escritor, o lidia con su padre y su madre, o con sus mentores: La contravida, Operación Shylock, Los hechos, Patrimonio, La visita al maestro.
Escribir es el tema de Roth, que tenía la decencia de la duda y un método que consistía en ir contra la condescendencia de cualquier clase. Subrayaba lo que Heine denominaba “la libertad que otorgan las máscaras” y la literatura efectuó para él una conversión más potente que la religiosa: en vidas multiplicadas. Una despedida convoca exageraciones y reducciones que Roth no se hubiera permitido. No por nada durante años le pagó 25 centavos adicionales a su diariero para que le arrancara las páginas culturales del New York Times. La ilusión no era lo suyo. ¿Y si Roth se pasó la vida preguntándose eso: cuántas cerraduras necesita una puerta para ser invulnerable?