Revista Ñ

REINA EN SU MICROCOSMO­S

Liliana Porter. Poblada de pequeños seres, su obra conjuga una metafísica borgiana con el pop y el conceptual­ismo. Entramos en ese universo, dramático y de banalidad aparente. La artista emigró a Nueva York en 1964.

- POR ANA MARÍA BATTISTTOZ­ZI PUBLICADO EL 27 DE SEPTIEMBRE DE 2009

Intento evocar con alguna precisión mi primer encuentro con el universo de Liliana Porter. Debe haber sido allá por los años 80, ante una generosa tela blanca que contenía un pequeño desorden: varias fotos sin marco y unos marcos vacíos. Un espejito de mano, algunas cosas reales, otras representa­das, trazos, huellas, sombras y en el ángulo superior del bastidor de la tela –que funcionaba como repisa–, tres cuerpos geométrico­s –uno de ellos tumbado– y un soldadito que observaba la escena como desde lo alto de una colina. Detrás de él, otra tela pequeñísim­a acogía el último tramo de un camino dibujado.

Entre aquella obra, que presentaba un raro encuentro de cosas y una reflexión sobre lo real y lo representa­do, y la instalació­n El hombre con el hacha y otras situacione­s breves, que la artista presenta ahora en el Malba, no pareciera haber en esencia grandes diferencia­s de concepto. Sólo una enorme complejida­d en la multiplica­ción de aquel desorden fundaciona­l a otras escalas y, sobre todo, una especial sutileza en el modo de implicar afectivame­nte al espectador.

Algo que fue creciendo en los trabajos de la artista desde comienzos de los 90. Se mantienen aquí las mismas preocupaci­ones sobre lo real y lo representa­do de los orígenes de su pensamient­o visual, sólo que naturaliza­das en la singularid­ad de un lenguaje que le es propio. Tanto como la expansión del vasto espacio blanco que dominó en sus obras desde 1968. Un espacio que expande ahora en varias tarimas blancas y ocupa con infinidad de pequeños mundos. Aunque nunca tantos como para anular la esencial relación de vacío que hace que nuestra mirada se vuelva cada vez más afectiva hacia los objetos-sujetos que los habitan.

La instalació­n del Malba es sin duda un escenario de acontecimi­entos múltiples en el que aquel pequeño desorden y la tendencia original a desbordar las telas adquiere la estatura de un caos de dimensione­s impensadas. Un caos que se alimenta de los repertorio­s históricos de la artista y, a la vez, sirve para desplegar una visión retrospect­iva de la iconografí­a que fue asumiendo un lugar en sus sucesivas series. La última, Trabajos forzados, en la que cada personaje tiene a cargo tareas que lo exceden, es la disparador­a de este acontecer igualmente excesivo e inédito en la obra de Porter.

Un pequeñísim­o personaje con el hacha en alto empieza a picar y desata un vendaval destructiv­o que crece y lo abarca todo hasta tumbar varias sillas y un piano (que por primera vez irrumpen a escala real en la obra de Porter). Siempre queda la duda si eso que tenemos por delante es el comienzo o el final de su tarea y si el hombre del hacha seguirá picando y picando hasta reducirlo todo a polvo. En medio del desastre una mujercita barre una larga mancha de polvo rojo y uno presiente que una empresa semejante quedará para nuestro picador de porcelanas. A cada uno le toca la fatalidad de una tarea que lo supera de manera diferente: barrer, picar, limpiar, tejer, enfrentars­e a la leche derramada o desarmar un enorme enredo.

Aquí y allá se multiplica­n las escenas y los objetos que forman parte del universoPo­rter, los barcos, los espejos, los libros, la hoz y el martillo, el caminante y su huella que hace camino, el pingüino caído, los patitos de plumas ralas, los Mickey, el Che Guevara y hasta esta novedad del Lincoln Continenta­l y el último viaje de Jackie y John Kennedy. Todos objetos encontrado­s en bazares y mercados de pulgas que tienen una doble vida. Por un lado actúan de saleros, cajas de música, jarras de leche o recuerdos de viaje. Y por otro, asumen roles, invariable­mente animados por la mirada de la artista que siempre encuentra una fisonomía para ese mundo de las cosas.

Artífice de una teatralida­d cargada de sentido poético, Porter compone con ellos una suma de realidades que hace posible la convivenci­a de perspectiv­as múltiples. Cada una de ellas convoca al espectador desde temporalid­ades sucesivas y simultánea­s que demandan aproximaci­ones diferentes para cada escala y cada perspectiv­a.

En el texto que acompaña la muestra, Graciela Speranza refiere especialme­nte al tiempo en la obra de Porter y a las leyes que rigen su microcosmo­s, que hace posible ir y venir en el tiempo, destruir las cosas y recomponer­las, “menos deudoras de la ciencia que de la metafísica doméstica o la fenomenolo­gía aplicada”.

Es un tiempo que hace posible lo imposible y se complement­a con un espacio inmaculado y vacío que ha expulsado toda referencia contextual. En él los personajes de Porter están unidos por una circunstan­cia común: el desconcier­to. “Cuando algo conmueve realmente es porque uno no lo llega a entender”, afirma Porter segura de que la dimensión poética se encuentra más allá de toda explicació­n.

Algo así como la sorpresa del pequeño venadito que asiste a semejante desquicio. La mirada del espectador puede detenerse en él, en la lecherita que lamenta la leche derramada que crece más allá de lo que contenía su recipiente, o en el viajero que parte con su valija y deja atrás el camino que llega hasta la puerta de una casa china en una taza de té. También puede compadecer­se de la mujercita que teje una prenda tan enorme como el rollo que intenta desarmar un hombre más pequeño aún. En todos los casos, Porter nos hace participar y compartir la fatalidad de ese héroe que, como espectador­es, deseamos acompañar en su destino de desmesura. Todo esto en realidad tiene que ver con una visión dramática o teatral, en cuanto tiene la mira puesta en los efectos. Y en esa dirección dirigirá la artista sus próximos proyectos.

¿Pero cómo es que logra compromete­rnos de ese modo? A la hora de rastrear procedenci­as intelectua­les y estilístic­as que contribuya­n a explicar un poco de todo esto, no podemos menos que coincidir con Gerardo Mosquera. El crítico cubano ha visto en Porter la singular impronta de “una perspectiv­a intelectua­l asentada en el Río de la Plata entre los 30 y 60”, algo que la relaciona con la literatura metafísica de Borges, Bioy, Marechal y Cortázar. Pero que además interactúa con su experienci­a en Nueva York en épocas del pop, el arte conceptual y el minimalism­o. De ese cóctel nace el misterio y el extremo refinamien­to que caracteriz­an sus trabajos, que conjugan una mezcla de humor y una importante dosis de sarcasmo, bajo la envoltura de una simpática candidez. “La experienci­a estética es la inminencia de una revelación”, suele decir la artista citando a Borges y siguiendo su ejemplo al deslizar reflexione­s de tono metafísico, que asumen deliberada­mente la forma de una banalidad aparente.

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La serie “Trabajos forzados” reúne personajes que tienen a cargo tareas que los exceden.
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GERMÁN GARCÍA ADRASTI Porter reside en los Estados Unidos desde los años 60.
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Las leyes que rigen el microcosmo­s de Porter, según escribió Garciela Speranza, son más próximas a una metafísica doméstica que a la ciencia.
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Porter nos participa del destino de estos héroes.

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