Tocados con pajaritos embalsamados
A partir de sus figuras zoomórficas, la artista medita sobre el lugar del dibujo en su obra.
Renata Schussheim dice que es como el conejo de Alicia en el País de las Maravillas, ése que siempre llegaba tarde, el que rebotaba angustiado cada vez que consultaba su reloj de bolsillo. Sin embargo, en una fría tarde de día feriado no parece ansiosa por salir a ningún lado, tampoco por recibir a nadie. En el ascensor de su edificio arranca el encuentro con la artista de cabello rojo a la que le dio por pintar mujeres y niñas con pájaros en la cabeza.
Lejos de toda solemnidad, la dibujante, videoartista y vestuarista expone en el espacio de arte Lila Mitre la muestra
Pajaritos en la cabeza, una serie de dieciséis retratos que comparten la veta humorística, las aves que se camuflan bajo peinados y el protagonismo femenino. En esa misma clave está el poema del actor y dramaturgo Alejandro Urdapilleta que acompaña a los retratos con versos sobre “calandrias remojadas en leche”, “plumas, plumas y más plumas”. “Además –cuenta ella– yo armé una cintita con esas cantantes francesas de los años treinta, esas que al cantar gorjean”, dice la polifacética artista, que tras Epifanía, la retrospectiva que le dedicó Bellas Artes en octubre de 2006, volvió al diseño de vestuario.
En el living de su casa cuelgan algunos cuadros suyos: perros, niños, chicas con una mirada escrutadora inquietante.
–¿Qué lugar ocupa hoy el dibujo en su producción?
–Es mi columna vertebral, lo que más feliz me hace. Quisiera organizarme para poder hacerlo más a menudo, estar entrando y saliendo es bastante esquizofrénico. Vas a un ensayo, estás dibujando, tenés que ir a buscar material. Todo el trabajo en teatro es muy dispersante en cuanto a tu energía, lo otro es estar sola en la mesa, con mi almita.
–¿Así fue armando la muestra que se ve en Lila Mitre?
–En realidad, hace rato que tenía ganas de hacer algo con esto. Viene de esa frase: “¿qué tenés?, pajaritos en la cabeza”. Cuando hice Epifanía, en Bellas Artes, había dos retratos que se llamaban la Soprano y la Mezzo, los últimos que había hecho. Tenían esos sombreros de fin de siglo que llevaban pájaros embalsamados, muy chics o finos para la época. Como quedaron sueltos, me quedé con ganas de seguir la serie.
–¿Se cierra esa serie, entonces?
–No sé, porque el tema de los pájaros es recurrente en mi obra. No quiero decir que cierro algo porque cuando pienso que lo terminé vuelven a aparecer las mismas obsesiones.
–En su obra anterior hubo mujeres-perro, sirenas, mujeres con orejas de cerdo. ¿Hay una continuidad con esto?
–Todo es una continuidad. Uno cuenta el mismo cuento de maneras distintas, con técnicas distintas, como creo que un cineasta cuenta el mismo cuento a través de veinte películas.
–Los personajes que retrata tienen algo de la mujer-pantera, la mujer-araña, hasta el aire melodramático de ciertos personajes de Manuel Puig. ¿Hay un relato detrás de ellas?
–Es casual lo que decís de Puig porque yo hice con Oscar Araiz una puesta de
Boquitas pintadas. Cuando les puse los títulos a los cuadros, me acordé mucho de Puig: Pelusa, Blanca, la Ciega, la Pelada, la Rubita. Por más que el aspecto pueda ser muy sofisticado, tienen esa cosa muy de barrio, muy argentina. Pienso el nombre y aparece el dibujo. Soy muy narrativa y llevo ese mundo al dibujo. No sé si les armo una historia a los personajes, pero los ubico en un contexto.
–En sus cuadros es una seña esa mirada frontal, que interpela. ¿Qué miran sus personajes?
–Eso es una herencia, siempre me gustó que las figuras devuelvan la mirada. Es algo que tiene Carlos Alonso, que fue mi maestro. Es algo que tenía Spilimbergo, que fue el maestro de Alonso. También lo tenía Fellini en el cine, me identifiqué con eso. De golpe pueden no mirar fijamente, me parecen muy sexy esas miradas como estrábicas, que se van. Pero sí miran. Por eso me parece interesante que el cuadro te mire, es como un ping-pong.