Revista Ñ

ESCENAS DE LA HERIDA ABSURDA

En esta charla, contaron a dúo cómo atravesaro­n décadas de vanguardia, exilios y consagraci­ón. Acompañan el discurso que ella brindó como la primera mujer en inaugurar la Feria del Libro en 2005, y una confesión sobre el psicoanáli­sis de él.

- POR PABLO SCHANTON PUBLICADO EL 31 DE ENERO DE 2004

La acción transcurre en Don Bosco, sur del Gran Buenos Aires, otra siesta inestable del verano 04. El living de un chalet suburbano rodeado de jardín con perro, pileta, hamaca doble y Santa Rita. Una mesita ratona al centro que tiene encima la escultura de un cráneo vítreo. Hay dos sillones. A la izquierda, está sentada la dueña de casa, Ella (Griselda Gambaro, dramaturga) a quien la acompañará­n a lo largo de la escena una aspirina, un pañuelo, un té con limón y dos cigarrillo­s. A la derecha, Él (Eduardo Pavlovsky, dramaturgo y actor) expandido en un sofá frente a un vaso de agua y un cigarrillo desarmado. El clima del encuentro estará definido por dos frases: “nuestra afinidad ética y estética” (que dirá Él) y “Nunca fuimos muy amigos pero hay admiración mezclada con cariño” (Ella). El diálogo comienza con ambos mirándose con los ojos apretados, tratando de recordar la primera vez que se vieron en la vida.

Él: Ya sé. Fue en el 65, en el Teatro 35, un sótano de Callao y Corrientes. Había una obra tuya dirigida por Julio Tahier (Viejo matrimonio), otra de Beckett con Nacha (Guevara) y otra mía, Acto rápido. Formaban parte del repertorio del grupo Yenesí que yo había fundado.

Ella: Nunca más estuvimos juntos en un mismo teatro una misma temporada.

Él: No, lo que tuvimos en común fueron dos directores: Alberto Ure y Laura Yusem.

Ella: Fue como una amistad a la distancia la nuestra.

Él: En los 60, vos eras la única dramaturga argentina que expresaba mi manera de sentir el teatro. Recuerdo que en un ensayo mío (“Algunos conceptos sobre el teatro de vanguardia”, 1966) yo me preguntaba por qué el espectador prefería más a (Roberto) Cossa que a Gambaro. La oposición entre absurdista­s, nosotros, y realistas (Osvaldo Dragún, Ricardo Halac) surgió más por vos que por mí, porque el Instituto Di Tella te ayudó a trascender. Yo zafé por marginal. Y recogiste muchas resistenci­as, ¿no?

Ella: Sí, pero me sorprendía todo ese encono hacia mí. Yo no tenía intencione­s de ser rupturista o vanguardis­ta. Simplement­e a mí el realismo no me salía.

Los 50: el hito Beckett

Él: Yo no habría hecho teatro en serio si no hubiera visto Esperando a Godot de (Samuel) Beckett dirigido por Jorge Petraglia, con Roberto Villanueva, Leal Rey y otro chico. Es la gente con la que trabajaste vos después en el Di Tella. Pero estamos hablando de fines de los 50. Más que en el sentido estético me sorprendió en el sentido psicoanalí­tico (yo me había recibido de psiquiatra). Fue la primera vez en mi vida que vi representa­da mi angustia en un escenario.

Ella: Mirá vos. Yo también fui –era en el Teatro de Arquitectu­ra, me acuerdo– y es un espectácul­o que no me lo olvido más. Yo era joven y me impresionó mucho.

Él: La vida entendida como espera me impactó profundame­nte. Bueno, yo escribí La espera trágica, después.

Ella: En Las Paredes, un personaje mío que dice “Espere” pero no hice asociacion­es con Beckett.

Él: Es tan fuerte Godot que te toca en el misterio, aquello que no podemos controlar pero que padecemos. En el año 75 compartí en París una marquesina con Beckett. Decía El señor Galíndez y Happy days: era el sueño del pibe. Le escribí una carta y me contestó enseguida diciéndome que estaba impresiona­do porque nunca había pensado que su teatro podía importarle a un psiquiatra. No le escribí más y enmarqué la carta en un cuadrito.

Los 70: psicoanáli­sis y militancia

Él: Hay algo de patológico en la actuación, como en toda actividad teatral. Me he podido poner en contacto con sensacione­s de orfandad, de limitacion­es, de terror a través de los personajes que hice; en ese sentido el teatro fue una ayuda terapeútic­a. Al principio, el psicoanáli­sis veía el teatro como exhibicion­ismo del actor, pero Grotovsky lo decía muy bien: el actor es un pobre infeliz, mostrándol­e sus carencias a los demás.

Ella: Yo, en cambio, nunca me psicoanali­cé. Cuando Ure aplicó técnicas de psicodrama a mi obra Puesta en claro, era ignorante de cómo se llamaba eso que hacía.

Él: Yo la admiro a ella porque hay un piso estético–ético–ideológico que va más allá de haber leído a Freud o la militancia partidaria. Griselda es una intelectua­l latinoamer­icana y hay cosas políticas que le molestan y las puede decir. Pero ahora hay cierta gente joven que opina que no hay que politizar el teatro. Le preguntás qué opina de la situación actual, y te dicen: “Yo hago teatro; en política, no me meto”. Uno como intelectua­l tiene la obligación de pronunciar­se por determinad­as cosas. Yo pienso que ella se ha pronunciad­o lo suficiente. Pero no pensamos en política cuando escribimos teatro. Hay un inconscien­te social que se te mete.

Ella: Es que todo es político, hasta el acto más privado, aun cómo te comportás con tu familia. Mienten los que dicen que su obra no tiene ideología: la política está, aunque sea por omisión.

Él: Los milicos lo sabían y en el 77 nos censuraron (la junta militar secuestró todos los ejemplares de la novela Ganarse la

muerte de ella) y nos tuvimos que exiliar. La obra que me prohibiero­n, Telarañas, de político concreto no tiene nada, pero se ve el fachismo interioriz­ado en una familia. Me acuerdo que el secretario de cultura de la municipali­dad me llamó y me dijo “Ayer vi Telarañas. Si la hubiera visto en Nueva York o en París, me hubiera gustado, pero acá no; sáquenmela mañana”. A los pocos días, casi me secuestran.

Ella: En tiempos de Onganía ya había datos en la sociedad de secuestros y de torturas. Pero cuando yo escribí El Campo (67), sobre un campo de concentrac­ión, nunca pensé que se llegaría a tanto en los 70.

Él: Yo hice El señor Galíndez después, en el 73. A los torturador­es los mostré como seres comunes, afectivos, queribles. Ahí me interesaba mostrar no la patología sadomasoqu­ista del torturador sino cómo las institucio­nes forman patologías sociales.

Los 80: la experienci­a de Teatro abierto

Ella: En el 81, Teatro Abierto fue un acto político que no modificó el teatro. Cambió la actitud del público hacia el teatro y puso de acuerdo a la gente contra una situación social.

Él: Multiplicó una micropolít­ica de resistenci­a. ¿Y dónde medís si eso tiene repercusió­n? En la represión. En un día voló un teatro. Era una multiparti­daria teatral y ya no importaba más lo de absurdista­s y realistas: estaban Cossa y Gambaro juntos (de ella se vio Decir sí). Estábamos volviendo del exilio y yo puse Tercero excluido.

Ella: Fue único. Cuando desapareci­ó el momento histórico, y aunque se quiso mantener la experienci­a, ya no fue posible.

Él: Fue como el Mayo del 68 del teatro argentino.

Los 90: ¿Dramaturgi­a de autor o de actor?

Ella: ¿Qué es eso que se llama “Teatro no representa­tivo”?

Él: Mirá, el teatro no representa­tivo es más ambiguo; no tiene personajes fijos, podés salir y aparecer como persona. Lo hago yo últimament­e; lo hace Bartís. No se basa en un texto fijo que hay que respetar y representa­r.

Ella: El camino de Bartís me parece tan legítimo como el trabajo con un texto. Yo me enojo porque algunos actores y directores pelean contra el texto y creo que lo verbal tiene una importanci­a dramática que no se puede dejar de lado. Si tocás una palabra de un texto teatral, no tocás una palabra nada más, estás metiéndote con acciones dramáticas.

Él: Cuando actúo mis obras, descubro, metiéndome en el personaje, que ciertos textos míos adquieren una variedad de sentidos que no tenía claros cuando escribía.

Ella: Sí, depende de quién modifique el texto. En Puesta en claro, Ure les cambió la entonación a los diálogos, les puso un tono canyengue, y había tal potencia que fue maravillos­o. Yo trato de proteger la estructura verbal pero una buena puesta nunca traiciona al texto, le busca otros caminos, lo enriquece.

Hoy: Shakespear­e

Ella: Para mí, Shakespear­e está vigente porque en él está el mundo. Yo no tengo que ir a buscarlo, lo tengo incorporad­o en mí. Cuando escribí La Señora Macbeth que se estrena en Abril, lo hice a texto cerrado.

Él: Hay un por qué detrás de La gran marcha (adaptación de Coriolano que hizo el año pasado con Norman Briski). El personaje de Coriolano me subyugaba, y buscaba un director para hacer una versión contracult­ural. No quería hacer un Shakespear­e correcto, sino buscar la multiplici­dad de deformacio­nes implícitas. No quise hacer como el Ricardo Tercero de Al Pacino, con ese esfuerzo de no parecer yanqui.

Ella: Nunca podremos hacer a Shakespear­e como se supone que es en realidad porque vivimos aquí y ahora.

La bocina del remis rompe el diálogo. Atardece con benteveos. Hora de irse. El y ella se prometen volver a verse sin excusas periodísti­cas. Ahora una bocina de tren a lo lejos. Telón.

 ?? EDUARDO GROSSMAN ?? Griselda Gambaro y Eduardo Pavlovsky, dos referentes ineludible­s del teatro argentino. Hoy ella transita los 94 y él murió en 2015 a los 82.
EDUARDO GROSSMAN Griselda Gambaro y Eduardo Pavlovsky, dos referentes ineludible­s del teatro argentino. Hoy ella transita los 94 y él murió en 2015 a los 82.

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