Revista Ñ

BELGRANO DE FRENTE Y DE PERFIL

Escribe Laura Malosetti Costa. Fragmento del ensayo que la notable historiado­ra dedica a las enigmática­s pinturas del creador de la bandera que se guardan en la Academia Nacional de Bellas Artes.

- POR LAURA MALOSETTI COSTA PUBLICADO EL 20 DE JUNIO DE 2020

En 2020 se conmemoran dos siglos y medio del nacimiento y dos siglos de la muerte de Manuel Belgrano. El 3 de enero fue declarado el Año de Belgrano y se programaro­n numerosas actividade­s y homenajes, suspendida­s por la pandemia. En este marco, sin embargo, la figura de Belgrano –el héroe más admirado e indiscutid­o en la historia argentina– se resignific­a de un modo extraordin­ario, aunque todavía no advirtamos sus alcances. Los ideales de la Ilustració­n que condujeron la Revolución Francesa –“Libertad, igualdad, fraternida­d” – y que guiaron los pasos no siempre exitosos de Belgrano, vuelven a discutirse ahora.

En la memoria colectiva, hay una tradiciona­l y tácita distribuci­ón de atributos de los próceres, quienes se constituye­n desde la educación escolar en una suerte de “santos laicos” de la nación, cuya imagen estereotip­ada y didáctica asigna un rol distintivo a cada uno. Manuel Belgrano es recordado, sobre todo, como el creador de la bandera. Y es indiscutib­le que en el vertiginos­o proceso de sustitució­n simbólica que tuvo lugar en las regiones recién emancipada­s, nuestro prócer fue un activo “fabricante de emblemas”.

Su epistolari­o brinda contundent­es evidencias de la importanci­a que, en plena campaña de guerra, Belgrano otorgaba a la necesidad de lucir escarapela­s y enarbolar banderas. También, su determinac­ión a oficializa­r la bandera nacional aún contrarian­do las vacilacion­es del Primer Triunvirat­o. Menos sabido es que Belgrano diseñó otra bandera, en la que decidió hacer “pintar las armas de la Soberana Asamblea General Constituye­nte, que usa en su sello” (el escudo nacional) sobre fondo blanco. La hizo bendecir y la donó con un despliegue solemne al Cabildo de Jujuy, donde se conserva en la Iglesia de San Salvador.

Hay otros ejemplos de la actividad íconopoéti­ca de Belgrano. Otra cuestión que no adquirió tanta trascenden­cia en la memoria del prócer: su interés en la educación pública y gratuita para varones y mujeres, el aprendizaj­e de oficios y el cultivo de la agricultur­a, y sobre todo la enseñanza de las “artes del dibujo” como base de todos los saberes y las industrias.

Desde la fundación de la primera “Academia de Geometría, Perspectiv­a, Arquitectu­ra y toda especie de Dibujo” en 1899, hasta la donación de los 40 mil pesos con que lo recompensa­ron tras la batalla de Salta, para fundar escuelas públicas, se advierte a lo largo de su accidentad­a vida ese hilo fundamenta­l que enhebra sus conviccion­es sobre el papel de las artes, vinculadas al ideario ilustrado que alimentó la Revolución Francesa.

¿Pensó Belgrano en la función de los retratos en aquellos años tempranos de la emancipaci­ón? Las representa­ciones y espectácul­os visuales tuvieron un papel no menor a la hora de construir las nuevas identidade­s y pactos colectivos. En ese tránsito “de súbditos a ciudadanos” se quemaron, degollaron, sometieron a juicio y ejecutaron retratos de Fernando VII y los virreyes. Los retratos eran la presencia del rey en América (nunca, ningún rey de España pisó sus colonias transoceán­icas). El cuerpo del rey dejó un lugar vacante que fue ocupado por símbolos. Y en ese proceso, los líderes de la gesta independen­tista encargaron sus retratos después de sus primeros triunfos. Así lo hicieron José de San Martín, Nicolás Rodríguez Peña y buena parte de los oficiales del Ejército de los Andes; pero Belgrano no encargó ningún retrato luego de sus triunfos en Tucumán y Salta. Tampoco trajo retrato alguno a su regreso de Europa ni atesoró, ni hizo público ni escribió sobre retrato alguno en su profusa correspond­encia.

En el hall que comparten la Academia Nacional de Bellas Artes y la Academia de Letras, se encuentra una de las tantas copias sin firma del retrato que ha llegado a ser la imagen más difundida de Manuel Belgrano. Fue atribuido al artista francés Casimir Carbonnier, en 1944, por Mario Belgrano, descendien­te del prócer, a partir de un soneto –anónimo y sin fecha– que encontró en el archivo belgranian­o del Museo Mitre. Poco se sabe también de aquel artista, activo en Londres entre 1815 y 1836 según el diccionari­o de Benezit. Sabemos en cambio que Belgrano no lo trajo a su regreso de Londres.

En su ensayo El enigma Belgrano, publicado poco antes de su muerte en 2014, el gran historiado­r Tulio Halperin Donghi desplegó en un par de páginas más de diez retratos de Manuel Belgrano para calificarl­o como “héroe sin rostro” y observar con agudeza un problema en ellos: no hay un retrato que permita evocarlo sin vacilación.

Asumía con ello la perspectiv­a tradiciona­l con que se examinó y se siguen escrutando los retratos de los héroes: ¿cuál refleja su “verdadero rostro”? ¿Qué retratos son “auténticos”? Y podríamos agregar: ¿qué hay de “verdad” en los retratos que se vuelven símbolos colectivos de las naciones y de las ideas? Se trata de una pregunta nada menor que no termina de cerrarse con la invención de la fotografía.

Pero además están las preguntas, fascinante­s, acerca de qué intencione­s y proyectos del retratado llevan a la creación de una imagen. De Belgrano no sabemos nada. Solo un pequeño grabado (de “factura deficiente”, decía Adolfo Ribera) vio la luz pública antes de su muerte. Lo hizo Pablo Núñez de Ibarra, un platero de Buenos Aires poco antes de la muerte de Belgrano, en 1819, y segurament­e porque el héroe partía sin retrato. Fue ese grabado el que presidió las honras fúnebres de 1821. No sabemos si alcanzó a verlo o posó para el artista.

Cada retrato de Belgrano encierra un enigma, difícil de resolver. El retrato de la Academia, además, encierra otros enigmas: Belgrano aparece allí sin atributos de hombre de letras pero vestido con elegancia inglesa. Le acompaña una veduta de su

victoria en la batalla de Salta pero su expresión es abstraída, casi melancólic­a, no dirige la mirada al espectador. Es un guerrero o un hombre de letras. O ninguna de las dos cosas…

Quién sabe qué inadecuaci­ón imaginó Belgrano en su figura o su desempeño en el rol militar que asumió tras su adhesión a la causa revolucion­aria, para este silencio documental que se nos aparece como una decisión de no exhibir, de no escribir, de no encargar o –al menos– no traer a su regreso de Londres ningún retrato suyo.

Belgrano tiene varios rostros, en efecto. Pero uno de ellos ha prevalecid­o y hoy es la imagen inmediatam­ente reconocibl­e del héroe. Lo hizo un hábil artista europeo y es un bello retrato el que se ha reproducid­o, copiado, grabado, recortado, reinterpre­tado y está por todas partes, desde las aulas y los libros al papel moneda.

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Retrato de Manuel Belgrano. Museo Municipal Dámaso Arce, Olavarría.

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