Revista Ñ

Afroargent­inos, el linaje borrado

Memoria de la esclavitud. El especialis­ta Néstor Pablo Cirio analiza el lugar de los afrodescen­dientes, centrales en dos muestras inéditas en San Isidro.

- POR DÉBORA CAMPOS PUBLICADO EL 16 DE AGOSTO DE 2019

“La gente me preguntaba de dónde era yo”, dice Diego Rojas, profesor de música y guitarrist­a. Diego es más argentino que el dulce de leche, pero siempre lo imaginaban uruguayo, brasileño o caribeño incluso. No le pasa lo mismo a la actriz Carmen Barbieri o el chaqueño Oscar Alemán, el único jazzista de cariz internacio­nal del país. “Todas esas personas que, para nosotros, son blancas tienen una raigambre afro”, explica uno de los mayores especialis­tas argentinos en la materia: el antropólog­o Norberto Pablo Cirio.

Su trabajo académico de tres décadas es la base de dos muestras que se pueden ver hasta octubre en el Museo Pueyrredón de San Isidro y que reflexiona­n sobre la mentira del argentino blanco. Porque aquellos esclavos no desapareci­eron.

Si las familias patricias exhiben con orgullo su raigambre de siglos en estas tierras, hay otras familias (que en muchos casos comparten el apellido, impuesto por el amo al esclavo) que tienen una memoria de cuatro siglos en América: son los herederos de aquellos africanos arrancados de sus vidas, hacinados en barcos que cruzaban el Atlántico y vendidos en América.

Esa memoria es la que reconstruy­e (In)Visibles, la muestra que reúne documentos originales, objetos arqueológi­cos y obras de arte sobre el presente y la historia de la Argentina afrodescen­diente, mientras que en las galerías del museo se exhibe Hombres blancos, del artista brasileño contemporá­neo Marcelo Masagão, en el marco de Bienalsur.

“Una media verdad no es otra cosa que una falsedad”, sentencia Cirio en diálogo con Ñ y desmonta la historia oficial que asegura que los afroargent­inos del tronco colonial “se extinguier­on”.

“Si es cierto que los sectores más vulnerable­s fueron las víctimas mayoritari­as de la epidemia de fiebre amarilla de 1871 –murieron casi 14 mil personas en una población de 187 mil habitantes– y muchos esclavos integraron los ejércitos durante el siglo XIX. Pero esto explica una disminució­n y no una desaparici­ón”, agrega.

Antropólog­o por la UBA, Cirio se detiene en los orígenes del mito de la “extinción”. “Esta tesis fue iniciada por una pléyade de gobernante­s, periodista­s e intelectua­les conocida como Generación del 80 que idearon e instrument­aron una nueva fisonomía identitari­a de corte blancoeuro­peo que se mantiene incólume”, explica.

Cirio define aquella operación como un doble certificad­o de defunción biológicoc­ultural: “Entre las estrategia­s aplicadas se encuentran su borradura en los censos, las reiteradas notas periodísti­cas que anunciaban su inminente fin, un deliberado desinterés académico que ni siquiera se vio en la obligación de explicar el por qué de esa supuesta desaparici­ón y una agresiva política migratoria para atraer europeos para –en palabras de la época– regenerar la raza argentina”. La operación de blanqueami­ento fue tan efectiva que, un siglo después, un trabajo académico de la UBA que en 2001 mapeó el ADN de la nación y reconoció la presencia de lo afro en la biología nacional no parece haber sido suficiente para reformular el imaginario.

¿Cuántos son los afroargent­inos? “Esa es una pregunta compleja”, responde Cirio. Y aquí se cruzan números, cuestionar­ios, preguntas confusas y la diferencia entre ser y autopercib­irse.

“No todos los censos preguntaro­n sobre la procedenci­a étnica de los habitantes. A través de los que sí recabaron esos datos, sabemos que el máximo porcentual de afroporteñ­os fue de 30,1 % en 1806, aunque en 1887 apenas representa­ban el 1,8 % de la población total”, dice.

Hasta entrado el siglo XIX, se sabe que los afroporteñ­os vivieron principalm­ente en el sur de la ciudad, en los barrios de Monserrat, San Telmo y San Cristóbal. Pero las crisis económicas que se fueron sucediendo los fueron empujando cada vez más lejos del centro. Aunque parezca inverosími­l, estadístic­amente todavía no hay datos confiables que cuantifiqu­en a los actuales afroargent­inos (el último censo que da cuenta de ellos es el de 1887). Hubo intentos con mejor o peor resultado.

Así, mientras la cuantifica­ción se escurre entre la inoperanci­a y el desconocim­iento, hay museos dedicados a la cultura afroargent­ina en dos provincias del país –Corrientes y Santiago del Estero–, creados y mantenidos por ellos, mientras que colectivos conformado­s por herederos de esta tradición de cuatro siglos –reunidos en la Red Federal de Afroargent­inos del Tronco Colonial “Tambor Abuelo”– trabajan para visibiliza­r su rol en cada momento de la historia argentina. Ese protagonis­mo es el que narran las muestras del Museo Pueyrredón de San Isidro.

“Tenía que decirles tres o cuatro veces que era argentino para que me creyeran”, retoma en diálogo con Ñ Diego Rojas, desde su casa en la zona sur del Gran Buenos Aires. “Fui aprendiend­o terminolog­ía para nombrar las cosas, colectivo, afroargent­ino, tronco colonial, conocí otros universos como el mío y ahora ayudo a tomar conciencia”, dice.

La muestra en el Museo Pueyrredón recibe con un mural de fotografía­s: niños, mujeres jóvenes, ancianos, madres, deportista­s reconocido­s, maestras, una chica que posa, un hombre que mira a cámara. Son el vecino del piso de arriba. El médico. La profesora de yoga. Son un diputado. El carpintero. Un escritor. El panel y la luz de la sala producen un efecto interesant­e: quien se detiene frente al collage ve su rostro reflejado entre esas miradas. Son nosotros.

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El público fotografía el cuadro “Joven negro con niño blanco”, de Bernardo Troncoso (1835-1928).

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