“HAY UN DÉFICIT DE DEMOCRACIA URBANA”
Entrevista con David Harvey. El urbanista inglés observa que los conflictos sociales les dan tensión y movimiento a las urbes y eso las hace interesantes. En las ciudades, sostiene, “las decisiones las toman las élites”.
David Harvey es inglés y geógrafo, tiene ochenta años y una foto de Karl Marx en su escritorio. De esos ochenta, pasó nada menos que cuarenta enseñando El Capital a sus alumnos universitarios: es profesor de Antropología y de Geografía, claro, en la Universidad de la Ciudad de Nueva York, donde vive con su hija y su esposa miramarense. Harvey, que se define a sí mismo como un “urbanista rojo”, mira el mundo con los ojos de quien ha leído y releído la obra marxiana, sobre todo el mundo de las ciudades. Tal vez sea esa perspectiva la que haga que en sus charlas abunde el público joven que aplaude fuerte cada vez que el teórico clama el “derecho a la ciudad” que todos deberíamos ejercer y que lo expresa claramente en su libro
Ciudades rebeldes. Del derecho a la ciudad a la revolución urbana (Editorial Akal).
–Usted ha señalado que las ciudades sin conflicto no son las mejores para vivir, y que por eso eligió criar a su hija en Manhattan. ¿Cuál es el punto justo de conflicto que una ciudad debe tener para ser un buen lugar para vivir?
–Aunque no tengo una idea concreta de “buena ciudad”, creo que la organización urbana es siempre algo dinámico, un proceso en acción. En casi todas las ciudades hay conflictos sociales, y creo que una medida de eso es siempre saludable, porque significa que alguna gente piensa que hay que ir hacia un lado, otro grupo de gente cree que hay que ir hacia otro lado, la población se entusiasma y trata de introducir cambios, y la ciudad vive en medio de la dinámica. Claro que los conflictos pueden volverse violentos y se puede terminar como Belfast o con un gran muro que divida la ciudad y que ya no haya diálogo. No me gusta pensar que todos debemos vivir armoniosamente, estar de acuerdo en todo: eso sería aburrido porque no habría ningún movimiento.
–¿Qué urbes sirven de ejemplo para esa dinámica tensa que no llega a un conflicto violento?
–Una de las cosas que me gustan de vivir en Nueva York es su diversidad étnica. Hay conflictos todo el tiempo y entonces hay negociaciones, de manera que la vida allí siempre es excitante, y de formas que no encuentro en otros lugares del mundo. Por otro lado, en ciudades como Nueva York los desarrolladores inmobiliarios, el gobierno urbano y los poderes financieros deciden qué pasará en la ciudad sin consultar con el resto de la población: esa desigualdad todavía no está subrayada y debería estarlo.
–Respecto de los desarrollos inmobiliarios, usted ha señalado que la parte rica de la población coloca su dinero en activos y no en la producción. ¿Cómo debería atraerse al capital para que se vuelque en esos objetivos?
–Una buena medida sería introducir cambios en el sistema de impuestos. Por ejemplo, gravar de manera más onerosa a los edificios de lujo. En Nueva York las reglas impositivas son muy perversas: los ricos pagan las tasas más bajas. Creo que las finanzas públicas deberían dirigirse no a proyectos pensados para los que tienen altos ingresos, sino a mejorar la calidad de vida de la población: los presupuestos estatales benefician al capital.
–Una de sus reivindicaciones más frecuentes es el “derecho a la ciudad”, ¿en qué consiste?
–Creo que todo el mundo debería pensarse como un ciudadano urbano que tiene el derecho de tratar de transformar el mundo en el que vive de acuerdo a sus necesidades y deseos. Eso traería conflicto entre quienes piensan la ciudad de una manera y quienes la ven de otra, pero es un conflicto saludable porque todos los involucrados podrán decir “estoy ejerciendo mi derecho a la ciudad, tratando de crear un ambiente en el que yo y la gente que quiero estemos bien”. Me parece que poder decir algo sobre el ambiente en el que uno vive es un derecho fundamental de los hombres y tiene que ser uno de los sentidos más profundos de la democracia urbana. En la mayoría de las ciudades, las decisiones más importantes las toman las elites: deciden dónde va un shopping y dónde un emprendimiento inmobiliario. Hay un déficit de democracia urbana que sólo va a ser remediado cuando los ciudadanos se unan y digan que todos tienen derecho a la ciudad, a ser consultados para ver para qué lado queremos ir. Es muy importante educar a la gente en su idea de ciudadanía para que se entienda que el derecho a la ciudad no es sólo individual sino también colectivo. Es imprescindible tener la libertad de modificar el entorno: lo hacen las hormigas, las abejas: deberíamos estar capacitados para hacerlo.
–En los últimos años está cambiando la estructura familiar, que ya no es tan nuclear, ¿cómo afecta esto al paisaje urbano?
–La ideología del desarrollo urbano para poblaciones masivas se construyó bajo la idea de la familia nuclear, pensando además que es una buena institución en sí misma. Si se rompe esa tradición, aparece un problema con el que lidiar: los planificadores urbanos están muy intimidados porque la familia nuclear ya no es hegemónica. Hay que desarrollar estructuras de derechos propietarios, más colectivos que individuales. Algo así como tener un edificio y decirles a los usuarios: “No podés vender tu departamento en el mercado, pero tenés derecho a vivir ahí hasta que quieras y por un costo mínimo”. Hay artistas que toman espacios de esta manera y aseguran: “Tenemos relaciones sociales pero no es familia; tenemos hijos pero no en la estructura familiar tradicional”. No hace falta ser increíblemente radical para pensar en nuevas estructuras de propiedad. Los conservadores van a decir que esto alienta a la gente a vivir colectivamente y abandonar así la familia, no lo van a poder tolerar, pero es un momento muy interesante para ejercer una presión que legalice estas condiciones de vida.