INVENTARIO DE LOS MUROS
Escribe Martín Caparrós. Cronista excepcional y novelista prolífico, cruzó cientos de límites y conoce el lado más inclemente de la geografía. El testigo y protagonista releva sus devenires en esta prosa de fragmentos, publicada en un número especial de l
He cruzado fronteras. He cruzado –ahora caigo en la cuenta– cantidad de fronteras. Recuerdo un puesto de control tan tenso entre Israel y Palestina, una choza de adobe cribada de escorpiones entre Nigeria y Níger, la romería despreocupada y tropical entre Colombia y Venezuela, un puente sobre la tierra seca entre Sudán y el Congo, un bote entre Argentina y Paraguay tantas veces, un andén ferroviario de noche y niebla entre Francia y España allá en el tiempo, un museo entre Berlín Oeste y Berlín Este cuando ya habían vuelto a ser uno, un río entre México y Guatemala sin más que agua y su selva cerrada, docenas y docenas de garitas de aeropuertos. He cruzado cientos de fronteras y creo que nunca, ni una vez, dejaron de producirme esa incomodidad: creo que producirla es su función. Decir, sobre todo, que existen los Estados.
La frontera es el espacio donde cada Estado dibuja en negro sobre blanco lo que dibuja en gris en tantos otros sitios: su fuerza, su poder. Sométase a mi regla, le diré qué hacer. Por eso cruzar una frontera siempre es inquietante: ponerse en manos tan visibles de un Estado siempre es inquietante.
Por eso las fronteras son, ahora, el espacio donde más claramente se concreta la ideología exitosa de estos tiempos: la defensa contra lo externo, la obsesión de la Seguridad. Todo lo exterior es peligroso cuando entra: comidas, grasas, humos, preparados varios, cuerpos ajenos en el cuerpo propio. Y, por supuesto, las personas ajenas –extranjeros, extraños, marginales– en el cuerpo social, el cuerpo patrio.
A menudo, ahora, a las fronteras les alcanza con ser líneas virtuales –respaldadas por los cuerpos armados de su Estado. A veces no. A veces, las peores, necesita muros.
Estas páginas hablan de fronteras calientes, las más frías, aquellas donde los Estados concentran sus armas porque no consiguen defenderlas sin ellas. Su arma principal ha vuelto a ser el muro, anacronismo tan perfecto. El muro duró, bajo formas diversas –la ciudad fortificada, el castillo, la muralla china– cuatro o cinco mil años hasta que, hace doscientos o trescientos, los Estados occidentales se creyeron tan poderosos que supusieron que ya no lo necesitaban. Fue un cambio radical: la coerción se hizo invisible, el poder no necesitaba mostrarse en el espacio porque ocupaba las conciencias. Pero los muros han vuelto: ahora el mundo rebosa de muros, que son la exacerbación de la frontera, la evidencia de que una frontera no funciona, el retorno de la frontera premoderna.
Muros y más muros. Lo que los une es esa tentativa desesperada de dejar fuera a otros, los que parece que amenazan. Y la comprobación de un fracaso: el mito de la libre circulación de las personas –un derecho humano declarado–.
La frontera es un gran intento de ingeniería menor para convencerte de que del otro lado hay algo muy distinto.
A la entrada de un pueblo de la frontera entre Brasil y la Argentina había un cartel, la síntesis grosera: “Sólo se ama lo que se conoce. La patria comienza en la frontera. Bienvenidos a Bernardo de Irigoyen”. La frontera es el lugar donde una patria se hace espacio. Donde una patria dice que se defiende. Por eso las fronteras sirven, sobre todo, para morir por ellas, para matar en ellas, para morir en ellas.
Pero también son tantas otras cosas. La frontera como espacio del negocio turbio, la avivada. Si no hubiera fronteras, es obvio, no habría contrabandos. Eliminar las fronteras sería como legalizar las drogas: un modo de acabar con un delito al quitarle la posibilidad de cometerse.
Aquella tarde el mundo conspiraba –se chacoteaba– contra la idea de frontera. En el pueblo misionero tan pegado a Brasil, cuatro chicos argentinos y yo les preguntaba cuál era su programa favorito. –O senhor Chaves.
–¿Cómo?
–Sí, o Chaves do oito.
Me explicó, como quien dice éste es un tonto, y entonces sí entendí: el Chavo del Ocho, un nombre mexicano escuchado por un chico argentino en brasileño, o sea.
He cruzado –ahora caigo en la cuenta– cantidad de fronteras. Pero ninguna me gustó tanto como aquella, aquella vez. Veníamos en coche, Juan y yo, de Barcelona; íbamos a Perpiñán, por una ruta sinuosa sobre el mar. Juan no había estado en Francia en varios años y esperaba ansioso el momento de entrar; esperábamos, los dos, los carteles, el puesto en la frontera, las banderas. No aparecían, casi nos preocupamos –pero no podíamos habernos perdido en esa ruta. Hasta que entramos, por fin, en un pueblito tan francés, Collioure. Ya habíamos cruzado, un rato antes, sin saberlo, una frontera sin puestos, sin vigilancia, sin escudos. El espacio Schengen, la libre circulación por veintitantos países europeos, es uno de los grandes saltos civilizatorios de las últimas décadas. Nadie parece hacerle caso: nos gustan, de más formas que las que nos gustarían, las fronteras.
Será que seguimos imaginando que detrás hay un mundo.