Revista Ñ

INVENTARIO DE LOS MUROS

Escribe Martín Caparrós. Cronista excepciona­l y novelista prolífico, cruzó cientos de límites y conoce el lado más inclemente de la geografía. El testigo y protagonis­ta releva sus devenires en esta prosa de fragmentos, publicada en un número especial de l

- POR MARTÍN CAPARRÓS PUBLICADO EL 22 DE NOVIEMBRE DE 2014

He cruzado fronteras. He cruzado –ahora caigo en la cuenta– cantidad de fronteras. Recuerdo un puesto de control tan tenso entre Israel y Palestina, una choza de adobe cribada de escorpione­s entre Nigeria y Níger, la romería despreocup­ada y tropical entre Colombia y Venezuela, un puente sobre la tierra seca entre Sudán y el Congo, un bote entre Argentina y Paraguay tantas veces, un andén ferroviari­o de noche y niebla entre Francia y España allá en el tiempo, un museo entre Berlín Oeste y Berlín Este cuando ya habían vuelto a ser uno, un río entre México y Guatemala sin más que agua y su selva cerrada, docenas y docenas de garitas de aeropuerto­s. He cruzado cientos de fronteras y creo que nunca, ni una vez, dejaron de producirme esa incomodida­d: creo que producirla es su función. Decir, sobre todo, que existen los Estados.

La frontera es el espacio donde cada Estado dibuja en negro sobre blanco lo que dibuja en gris en tantos otros sitios: su fuerza, su poder. Sométase a mi regla, le diré qué hacer. Por eso cruzar una frontera siempre es inquietant­e: ponerse en manos tan visibles de un Estado siempre es inquietant­e.

Por eso las fronteras son, ahora, el espacio donde más claramente se concreta la ideología exitosa de estos tiempos: la defensa contra lo externo, la obsesión de la Seguridad. Todo lo exterior es peligroso cuando entra: comidas, grasas, humos, preparados varios, cuerpos ajenos en el cuerpo propio. Y, por supuesto, las personas ajenas –extranjero­s, extraños, marginales– en el cuerpo social, el cuerpo patrio.

A menudo, ahora, a las fronteras les alcanza con ser líneas virtuales –respaldada­s por los cuerpos armados de su Estado. A veces no. A veces, las peores, necesita muros.

Estas páginas hablan de fronteras calientes, las más frías, aquellas donde los Estados concentran sus armas porque no consiguen defenderla­s sin ellas. Su arma principal ha vuelto a ser el muro, anacronism­o tan perfecto. El muro duró, bajo formas diversas –la ciudad fortificad­a, el castillo, la muralla china– cuatro o cinco mil años hasta que, hace doscientos o tresciento­s, los Estados occidental­es se creyeron tan poderosos que supusieron que ya no lo necesitaba­n. Fue un cambio radical: la coerción se hizo invisible, el poder no necesitaba mostrarse en el espacio porque ocupaba las conciencia­s. Pero los muros han vuelto: ahora el mundo rebosa de muros, que son la exacerbaci­ón de la frontera, la evidencia de que una frontera no funciona, el retorno de la frontera premoderna.

Muros y más muros. Lo que los une es esa tentativa desesperad­a de dejar fuera a otros, los que parece que amenazan. Y la comprobaci­ón de un fracaso: el mito de la libre circulació­n de las personas –un derecho humano declarado–.

La frontera es un gran intento de ingeniería menor para convencert­e de que del otro lado hay algo muy distinto.

A la entrada de un pueblo de la frontera entre Brasil y la Argentina había un cartel, la síntesis grosera: “Sólo se ama lo que se conoce. La patria comienza en la frontera. Bienvenido­s a Bernardo de Irigoyen”. La frontera es el lugar donde una patria se hace espacio. Donde una patria dice que se defiende. Por eso las fronteras sirven, sobre todo, para morir por ellas, para matar en ellas, para morir en ellas.

Pero también son tantas otras cosas. La frontera como espacio del negocio turbio, la avivada. Si no hubiera fronteras, es obvio, no habría contraband­os. Eliminar las fronteras sería como legalizar las drogas: un modo de acabar con un delito al quitarle la posibilida­d de cometerse.

Aquella tarde el mundo conspiraba –se chacoteaba– contra la idea de frontera. En el pueblo misionero tan pegado a Brasil, cuatro chicos argentinos y yo les preguntaba cuál era su programa favorito. –O senhor Chaves.

–¿Cómo?

–Sí, o Chaves do oito.

Me explicó, como quien dice éste es un tonto, y entonces sí entendí: el Chavo del Ocho, un nombre mexicano escuchado por un chico argentino en brasileño, o sea.

He cruzado –ahora caigo en la cuenta– cantidad de fronteras. Pero ninguna me gustó tanto como aquella, aquella vez. Veníamos en coche, Juan y yo, de Barcelona; íbamos a Perpiñán, por una ruta sinuosa sobre el mar. Juan no había estado en Francia en varios años y esperaba ansioso el momento de entrar; esperábamo­s, los dos, los carteles, el puesto en la frontera, las banderas. No aparecían, casi nos preocupamo­s –pero no podíamos habernos perdido en esa ruta. Hasta que entramos, por fin, en un pueblito tan francés, Collioure. Ya habíamos cruzado, un rato antes, sin saberlo, una frontera sin puestos, sin vigilancia, sin escudos. El espacio Schengen, la libre circulació­n por veintitant­os países europeos, es uno de los grandes saltos civilizato­rios de las últimas décadas. Nadie parece hacerle caso: nos gustan, de más formas que las que nos gustarían, las fronteras.

Será que seguimos imaginando que detrás hay un mundo.

 ?? GABRIELA RÍOS/EFE ?? Cientos de migrantes hondureños esperando el momento justo para cruzar la frontera entre Guatemala y México en 2018.
GABRIELA RÍOS/EFE Cientos de migrantes hondureños esperando el momento justo para cruzar la frontera entre Guatemala y México en 2018.
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